Meritocracia y sector público
En nuestro país el funcionamiento de la Administración, y del Sector Público en general, sufre un constante cuestionamiento social. Sobre este aspecto, se han escrito ríos de tinta que de forma sucinta podríamos resumir en que entre la clase política y la función pública existe un conflicto de intereses divergentes. Así, se califica la solvencia técnica de los empleados públicos como de traba burocrática, además de que la clase política, en su afán de proyectar su imagen de gestores dinámicos, emprendedores e idealistas, ve a los empleados públicos como obstáculos en la implantación de sus estrategias.
En España a lo largo de nuestra historia hemos conocido diversos modelos de gestión de la actividad pública. Así, ya hemos experimentado el modelo clientelar que se basa en trasladar a las instituciones la organización social básica, cuya forma de comportamiento es el intercambio de favores entre las redes de amigos y familiares. Este sistema nocivo fue contrarrestado por el sistema meritocrático (recogido en nuestra Constitución) basado en la selección de personal y en la estandarización de procesos con objeto de conseguir un funcionamiento neutral e igualitario de la gestión pública que aporte seguridad jurídica a los ciudadanos. Este planteamiento burocrático, aparentemente impecable, siempre ha tenido que soportar severas críticas, ha sido visto, tradicionalmente, como un corsé que impide la flexibilidad necesaria para mejorar la eficiencia, la creatividad y la innovación. Para corregir la supuesta, inflexibilidad del sistema meritocrático, desde principios de los años 90 se generalizó el empleo del modelo gerencial, un modelo inspirado teóricamente en la eficacia y la eficiencia, que introduce en la gestión pública técnicas de gestión privadas cuyo fin último no es sino el de alcanzar un mayor grado de discrecionalidad en la gestión de la cosa pública con la consiguiente pérdida de imparcialidad. Esta justificación basada en la necesidad de reducir las reglas burocráticas para ganar agilidad en la gestión no es un asunto baladí, sino que abre la puerta a la arbitrariedad por la eliminación de controles (especialmente en el reclutamiento de personal de confianza). Y la eliminación de controles nos conduce, con demasiada frecuencia, al clientelismo, es decir: nos devuelve al modelo de gestión clientelar que tan malas experiencias nos ha reportado.
Cada vez que se inicia un nuevo periodo de gobierno, es frecuente que el nuevo gabinete anuncie la realización de auditorías financieras a la anterior administración y el fin de las redes clientelares que habían prestado servicios en el anterior gobierno (un breve repaso de las hemerotecas nos permitirá confirmarlo, así como que este anuncio de medidas afecta a todos los grupos políticos de nuestro arco parlamentario y en cualquier nivel administrativo). La forma de expresar estas medidas está trufado de un nivel de irreflexión propia de las actuales campañas electorales, de tal manera que la anunciada medida se transforma en una acometida que banaliza el funcionamiento de la Administración y, lo más grave pone en cuestión la neutralidad de los funcionarios y de los empleados públicos en general.
Este cruce de acusaciones entre todos y cada uno de los partidos políticos que integran nuestro panorama político indican que en lo referente a la gestión pública sigue imperando el conflicto de intereses entre clase política y Sector Público, cuyo resultado final es el abandono de la meritocracia en favor de otras formas de gestión que de una u otra manera, y según las declaraciones del conjunto de los partidos políticos, tiende inexorablemente hacia el clientelismo. Mientras tanto a los funcionarios y al conjunto de empleados públicos no les queda otra salida que aceptar los constantes embites de la clase política y de la opinión pública.
La sustitución de un sistema que prime el mérito y la capacidad sobre el clientelismo es un principio que todos los partidos políticos deberían adoptar además de vigilar su estricto cumplimiento, por su propio interés, dado que puede llegar un momento en que el clientelismo actúe con más autonomía de decisión de la que le corresponde al propio poder político (algún ejemplo reciente tenemos). Reducir los criterios de meritocracia puede conducir a la creación de un familiarismo cultural de dudosa moralidad. Instrumentalizar las instituciones con cuestionamientos basados en reducir el mérito y la capacidad en aras de una mayor eficacia y eficiencia tiene como consecuencia vacíos institucionales, disminuciones en la capacidad de renovación, desconfianza generalizada y daños difíciles de reparar en nuestra democracia.
Sería reconfortante que en la próxima campaña electoral dejáramos de oír críticas relativas al empleo de redes clientelares de los otros y escuchásemos propuestas serias sobre modelos de gestión en el conjunto del sector público que acaben con las prácticas que todos ellos denuncian. Además de poner sobre la mesa estrategias claras para erradicarlas y confiar en la neutralidad y profesionalidad de nuestros funcionarios y empleados públicos, de reconocida capacidad, para hacerlas efectivas.
Asimismo, debería reflexionarse sobre las oportunidades que ofrece la Inteligencia Artificial para corregir ciertos tipos de conductas especialmente en aquellas decisiones que se sustentan en procedimientos administrativos reglados. Las nuevas tecnologías ofrecen un amplio elenco de soluciones que podrían mejorar de forma significativa los sistemas de gestión de los organismos públicos posibilitando, de forma muy eficaz, la reducción de los actos discrecionales, facilitando la toma de decisiones
La aplicación de las nuevas tecnologías, y, en particular, de la Inteligencia Artificial en conjunción con unos funcionarios y empleados públicos motivados, que no sientan que se les usurpan sus funciones, reforzaría nuestro sistema burocrático, y como resultado de lo cual nuestra economía ganaría credibilidad y confianza, tal y como lo vienen explicando los teóricos de la economía institucional. ¿A qué estamos esperando?