Mares de tinta
En los barcos de bajura, que aprovechan la noche como los furtivos del monte, es tradición embromar al novato encargándole desenganchar los calamares de la potera, esa brocha asesina.
El aprendiz ignora que el animal, como un toro herido y apoyado en tablas, lanza derrotes de tinta tan desesperados como su suerte. En la salitrosa mañana del puerto es fácil avistar al bisoño; más difícil es distinguirlo de su sombra.
"Calamus" viene a ser pluma en latín. Así se denomina su armazón calcáreo; de ahí al nombre sólo hay un paso. Curiosa etimología que lleva implícita la tinta y, casi, el poema.
En mi memoria ocupan habitaciones contiguas el copista medieval y los chavales en barbecho que se merendaban la calderilla en apelmazados bocadillos de calamares por la Plaza Mayor.
Hoy en día, veleidad del turismo y de la moda, tales bocadillos no son mucho mejores (en algunas freidoras el aceite, "óleo vintage", es el mismo) pero sí mucho más caros.
"Las ideas geniales vienen siempre del pueblo", dejó escrito Vallejo. Y comulgo con él, aunque se me atraganta la de rellenar una barra de pan con algo ya rebozado. Eso es asar la manteca.
Y, sin embargo, funciona.
Sabroso ejemplo para cargarnos los dogmas, cuya solidez es dudosa en cualquier disciplina: machacaba el academicismo que, si se quería obtener ligereza, se sirviera el pintor incluso del albo lienzo y huyera siempre de lo matérico. Llegó Sorolla, que pintaba el aire derrochando cuarto y mitad de pigmento en cada brochazo, y... finita la música.
Hace cuatro décadas arribaron a Segovia mis "nouveaux" colegas gabachos maldiciendo los asados exhaustivos de los que ya había escrito Dumas en sus nomadeos del XIX. Pero se toparon con un cochinillo, o un lechazo -que tanto monta- que se había dormido en el horno (el orondo Cándido le cantaba la nana y luego lo despertaba descoñando platos). Del manjar resultante, que había estado más tiempo en el horno que en la placenta, se comieron hasta los huesos.
Volviendo al cefalópodo (como escriben los sobrados de cabeza), la salsa de tinta, esa bendita marea negra que le permite ponerse el esmoquin, es de tan probado e insuperable clasicismo que mejor no tocarla. El curioso lector hallará excelentes recetas en cualquier libro canónico, y la mía en nada difiere de las que ya practicaban mis viejos, añorados cocineros vascos.
Premiándo a la pareja con ropajes de Fitzgerald, a veces he alternado la luctuosa salsa de tinta con cremosa leche de coco. Un blanco y negro para chuparse los dedos recíprocamente.
Y, aunque transito entre Champagne y la Borgoña, en la sobremesa (y en la sobrecama), tampoco le hago ascos al ruso blanco, que merece aludir a Nabokov y que aparea el licor de café con vodka y nata líquida (la receta me la pasó El Notas -El Gran Leboswki- el día que estuvo sobrio, un treinta y uno de febrero).
Disculpen esta digresión. Vuelvo ya al negro sobre blanco.
También he engordado, y no sólo de gozo, rellenánndolos, calamares, digo, de patatas panadera -que éstas y la cebolla sean nuevas-, para ofrecerlos después de doraditos sobre el hierro de la plancha o una gruesa sartén.
Un espeso salmorejo de tomate asado, la racial romesco, un ajoblanco de piñones, la provenzal rouille, o incluso una salmorreta (que, pese a su nombre de enfermedad venérea, me sigue pareciendo una genialidad de la cocina levantina), son sus novias perfectas.
Aunque considero insuperable la salsa vizcaína, cuya clásica receta omito, y en la que le sugiero triturar, previamente fritos por un instante para reavivar su ahumado sabor, algún que otro chile chipotle liberado de semillas.
La guarnición la llevan incorporada. ¡Y qué guarnición!
Atrévanse a enumerarme un triángulo más modesto y erótico que el que nace de saltear patatas y cebollas, finamente cortadas, en abundante aceite. Y, alumbradas con un relámpago de sal gorda y un trueno de pimienta blanca, dejar que el horno obre su milagro, hasta que, adquiriendo un color caldero en la capa superior, el conjunto quede melosito y dúctil, como para tortilla. Sobre ese rubor, añada un buen chorro de manzanilla o fino.
Tanto mejor si lo anterior se aburre en el horno en porosa y maternal cazuela de barro. Utensilio imprescindible en la sabia cocina balear y en amplias zonas peninsulares donde aún se siembra el buen gusto ("Desde que se inventó el ferrocarril, los caballos corren menos" escupía a los raíles un vaquero de celuloide).
A las patatas aún templadas y bien escurridas, añada algunas senderuelas (Marasmus oreades), la más perfumada de las setas, que, aunque bautizada por Linneo como "ninfa de los prados", prefiere nombrarse "senderilla", "senderuela", "carreruela"...
Es tal mi admiración y tan profundo mi cariño por ellas, que ante su circulito mágico, que decolora la hierba, me arrodillo y saco las tijeras.
Con una cuchara de postre, rellene el calamar hasta que duplique su volumen para cerrarlo con un palillo de faquir. Así preñados, resérvelos en la nevera.
Dórelos sobre la plancha o una sartén aceitada, y bien calientes por dentro, sírvalos de inmediato ayunos de guarnición, insisto, y sin más compañía que la rojiza y aromática salsa.
Deje que, en amplias copas (el catavinos es un cinturón de castidad) se desnude la fragante Lolita de La Marisma.
Ante una tierna manzanilla, todos somos Humbert Humbert. La amojamada manzanilla pasada, tan de moda (la polla de Pinocho tiene menos madera), para mis acreedores.
Abrásense las comisuras. Soplen. Beban. Aplaudan.
Sobra decir que el aceite que obtendrá de escurrir las patatas es insuperable para toda una guirnalda de sofritos y frituras (están los tiempos como para perder aceite).
Y, para qué negarlo, siempre envidio a los afortunados calamares, que, sobrados de brazos como las divinidades indostánicas (diez por más señas), y preñados de tinta y lubricidad, pueden improvisar una noche que ni el polígamo gallo del alba es capaz de aclarar.
Ahora que estoy pensando en jubilarme (bueno será que me retire antes de que ustedes acaben de mí hasta los fogones), les ofrezco esta idea que no es mía y es de todos.
Y si hay algún inversor en la sala, sepa que, además de los calamares, yo pongo el vino.