Malversación y Bienversación
Una conducta que tiene como fin un perjuicio colectivo ha de estar más penada que otra que busca un beneficio individual.
Pues lo siento, pero yo sí opino que uno de los aspectos que hay que tener en cuenta a la hora de juzgar un delito como la malversación es el destino al que el malversador destinó el dinero malversado. Buen malversador será. Esta semana se ha aprobado en el Senado una reforma del delito de malversación, según la cual se establecerán diferentes penas en función de las intenciones del encausado. Muchas voces se han alzado en su contra, ignorando que el elemento subjetivo está presente en la valoración de muchos delitos, atendiendo al principio básico de proporcionalidad de la pena, que busca que ésta vaya acorde a la gravedad de la conducta realizada. No se puede penar igual el robo de una cartera si es para obtener un innecesario enriquecimiento propio o si es para aliviar una necesidad ajena.
En el caso que nos ocupa, y habida cuenta de que estamos ante una modificación del Código Penal ad hominem —concretamente, ad Carolum Puigdemontem y ad Oriolum Iunquerem—, parece claro que no sería justo poner el mismo castigo a la sustracción de dinero público destinada a aumentar una cuenta corriente particular que aquel otro robo a mano no armada destinado a que una burguesía privilegiada deje de compartir su riqueza con las partes menos afortunadas de su Estado. En este sentido, la reforma del delito de malversación que se ha aprobado es indecente: no porque incluya la finalidad del robo como elemento penal, sino porque lo hace en el sentido contrario al debido. Una conducta que tiene como fin un perjuicio colectivo ha de estar más penada que otra que busca un beneficio individual.
Claro que hay que juzgar de forma diferente el latrocinio que realizan los cargos públicos en función del destino del dinero robado. Pero para penar más aquellas malversaciones encaminadas a financiar, por ejemplo, la independencia de Cataluña, que aquéllas otras en donde el dinero acabará en un paraíso fiscal. El étimo de “proletario” remite a la persona cuya única posesión es su prole, pero no es cierto. El gran activo del proletariado es el Estado, y la clase obrera será más o menos rica en tanto lo sea su Estado político. La independencia de Cataluña, antes que nada, sería —¿será?— un robo colosal que provocaría —¿provocará?— un empobrecimiento irreversible de la clase obrera española. La izquierda no puede permitirlo y debería penar la malversación destinada a ello con particular dureza.
Otro étimo viene aquí a cuento. “Privilegio” = “ley privada”. Ley hecha para personas en particular. Y aquí las voluntades psicologistas, los puritanismos calvinistas y las aureolas de santidad de las personas privilegiadas importan medio pito. De tener que ser valoradas por un juez, sugeriría que lo hicieran como agravantes más que como atenuantes. No es el menor de nuestros problemas la creciente infiltración de valoraciones psicológicas baratas dentro de las resoluciones judiciales, pero la única que yo aceptaría como relevante es la de “falsa conciencia”, que debería duplicar inmediatamente la pena respecto de la que correspondería a un malversador que, al menos, no añade su hipocresía al desfalco. Las intenciones beatíficas del cargo público no convierten ninguna malversación en una bienversación.