Madrid o la banalidad
Madrid puede elegir dar el primer paso este 4 de mayo, dejar de ser la capital de la crispación y ser de nuevo la capital de las Españas.
El tono de los debates televisivos se va crispando progresivamente. No nos damos cuenta porque el tono va subiendo cada día un poquito, tan poco que no nos damos cuenta y lo vamos aceptando despacito. Otra prueba más del éxito incuestionable de los principios de propaganda de Joseph Goebbels en nuestros días.
Miramos unos pocos años atrás y comprobamos que lo que era propio del espectáculo mediático de algunos programas del corazón, en unas cuantas cadenas televisivas, se ha generalizado, convirtiendo cualquier debate, especialmente si es político, en un circo de gladiadores.
Aquel tipo acomplejado al que Goering llamaba enano cojo y diabólico elaboró sus sencillos, pero sofisticados 11 principios de propaganda, para conseguir que todo un pueblo desfilara impertérrito hacia el desastre total, el abismo y la muerte. Y todo ello sin televisión, ni redes sociales, a base de radio, prensa y actos masivos bien orquestados, nocturnos, antorchados, uniformados, rompiendo escaparates, quemando libros, dando palizas.
A fuerza de aplicar sus principios de vulgarización para elaborar mensajes capaces de ser entendidos hasta por el más tonto de sus oyentes, el de orquestación para repetir incansablemente las mismas ideas, combinado con el de renovación continua de las acusaciones, o el de desfiguración convirtiendo cada pequeña situación en una gran amenaza. Principios puestos al servicio de convertir a todo adversario en un enemigo único.
Más recientemente Noam Chomsky se ha detenido en analizar las modernas estrategias de manipulación mediática a base de distraer constantemente al personal, a base de crear problemas, para aplicar recetas ya preparadas a base de privatizaciones y nuevos negocios. Medidas aplicadas gradualmente, cucharada a cucharada y haciéndonos sentir culpables.
Estrategias para mantenernos infantilizados, en la ignorancia, alentando nuestra mediocridad y procurando que pensemos con nuestras emociones en lugar de utilizar nuestra razón. La inteligencia artificial ha hecho el resto, utilizando los algoritmos nos conocen mejor que nosotros mismos y así nos ofrecen la satisfacción de deseos que aún no tenemos.
Viene en nuestra ayuda Hannah Arendt, huida de la Alemania nazi y constructora de algunas de las más importantes reflexiones para entender el éxito de los fascismos en la década de los años 30 del siglo pasado y el desastre mundial al que condujeron aquellos experimentos.
Su teoría de la banalidad del mal sigue creando desasosiego entre quienes quisieran tranquilizar sus conciencias identificando a malos por un lado y buenos por el otro, diferenciados y separados. Inquietante pensar que Eichmann, uno de los organizadores y responsables de la aplicación de la solución final, los trenes de la muerte, los campos de concentración, las cámaras de gas y el exterminio era un tipo terriblemente normal, bien integrado en su tiempo y en la sociedad en la que vivía.
Perturbador comprobar que Magda Goebbels, inquieta, moderna, insatisfecha y cercana al sionismo en su juventud, terminó convertida en la primera dama del régimen y siendo capaz de arrastrar a sus hijos a la muerte, antes que dejarlos en manos de los ganadores de la guerra.
El mal, como bien observa Arendt, no es cosa de locos o, al menos, no es solo cosa de locos, es una expresión de lo incomprensible que habita en cada ser humano. El mal puede ser cosa de personas comunes y corrientes, bien integradas socialmente, que aceptan, sin cuestionarlo, lo que suponen que es su responsabilidad y su misión en la vida. Pueden hasta darse cuenta y asumir el horror que han sembrado.
No somos malas personas, vivimos demasiado deprisa tal vez, nos sentimos presionados por los problemas del día a día. Tomamos decisiones que nos son exigidas abrumados por las sensaciones, los sentimientos y las necesidades, movidos por la solidaridad algunas veces y obsesionados por los pequeños egoísmos de cada momento casi siempre.
Alguien, en días turbulentos, en tiempos de tribulación, crisis, muerte, inseguridad y pandemia, nos habla de libertad, de salvar los negocios, de sortear las restricciones, de abrir fronteras y vivir, o morir, pero ser libres y nos cuenta que no hay que pagar impuestos pero sí recibir servicios. Que no falte de nada, que vuelva la fiesta cuanto antes y a muchos les gusta la idea y aplauden, contra todo, contra todos, contra el mundo, contra Europa, contra España.
Otro día, obediente a las consignas de sus negros asesores, habla de transparencia y objetividad en el reparto de los fondos que vengan de Europa. Todos sabemos que está pidiendo privilegios, mejor trato, más dinero y no pocos en Madrid lo saben, pero les gusta la posibilidad de ser distintos, únicos, tener una ley propia y un trato de favor, caiga quien caiga.
Madrid deja entonces de ser España, crisol, foro de encuentro de toda la diversidad y pluralidad que nos habita, deja de ser el Madrid que siempre dio la cara por la verdadera libertad de todos, cuando fue necesario, el Madrid comunero, el del Motín de Esquilache, el del 2 de mayo, el del 18 de julio, el del 11-M y el de todas la grandes manifestaciones contra el terrorismo y el No a la Guerra.
El mal existe, no siempre tiene cara de maldad, pero produce desastres cuando dejamos que se desencadene. El mundo pinta mal, la pandemia nos ha situado ante un mundo complicado, difícil, desencajado de norte a sur y de este a oeste, en cada continente y país. Podemos tocar las trompetas del sálvese quien pueda, de la guerra de todos contra todos o podemos enlazarnos, codo con codo e intentar salir adelante juntos.
No va a ser fácil, pero no hay otro camino. Y Madrid puede elegir dar el primer paso este 4 de mayo, dejar de ser la capital de la crispación y ser de nuevo la capital de las Españas, porque la libertad se conquista cuando asumimos nuestra responsabilidad.