Macron y la generación X
En el centenario del nacimiento de John F. Kennedy, muchos europeos quieren ver en el recién elegido presidente francés Emmanuel Macron a un Kennedy europeo. No es el primer líder europeo joven en los últimos años –basta pensar en Renzi o Tsipras–, pero para numerosos observadores Macron se ha convertido en la última esperanza para renovar Europa. Lo que se ha destacado menos es que tal vez sea también la última esperanza para la generación X de dejar una huella con cierto halo de juventud en la historia del continente.
Inusualmente lenta en su transición a la edad adulta, los años formativos de la generación X abarcan la caída del Muro de Berlín y el 11-S. Es esta una generación especialmente golpeada por la Gran Recesión y las políticas de austeridad, justo en el momento en que muchos de sus miembros encontraban, por fin, acomodo laboral y tenían en perspectiva formar familia. Al mismo tiempo, la generación X o los Xers son probablemente a quienes más ha favorecido la integración europea. Los nacidos, como Macron (y yo misma), entre los primeros años sesenta y finales de los setenta, crecimos en una Europa que funcionaba. Nos beneficiamos de programas e infraestructuras financiados con dinero europeo, tales como las becas de intercambio Erasmus y los billetes de Interrail para viajar barato y sin restricciones por todo el continente; y, en ocasiones, encontramos nuestro primer empleo en otro país europeo. Nosotros, a quienes precisamente se nos ha etiquetado como la generación Erasmus, sabemos que la Unión Europea puede ser algo más que retórica burocrática vacua y medidas económicas asfixiantes. Sin embargo, hemos carecido del vigor y la determinación suficientes como para defenderla. Aunque no sin motivos.
Nuestro acceso a puestos de liderazgo se ha visto obstaculizado por la longevidad sin precedentes de la generación del baby boom, junto a su dificultad o renuencia a pasarnos la batuta. Así, por ejemplo, la edad media de los miembros de las juntas directivas en los países europeos asciende a 60 años. En la mayor parte de Europa, y especialmente en el sur, los Xers se han acostumbrado a desempeñar puestos junior. Sin proponérselo, Macron ofrece un nuevo referente para esta generación, distinto al que encarnan otros líderes políticos jóvenes surgidos de la indignación y los movimientos antisistema. Formado por y dentro del establishment, ha quemado etapas en su vida personal y profesional exitosamente; y dice estar decidido a reformar el sistema desde dentro, anteponiendo los resultados a la ideología.
En un continente envejecido, la juventud no tiende a ser recompensada en política. Siendo la edad media, concretamente del votante francés, de 50 años, no debe sorprendernos que los candidatos más veteranos y experimentados se consideren apuestas más seguras que aquellos más jóvenes y dinámicos. Y es que la juventud tiene algo de pecaminoso en el inconsciente colectivo europeo, tal y como dejan entrever la literatura y la mitología. Recordemos la famosa novela de Wilde sobre el retrato de Dorian Gray: tener éxito a una edad temprana, como Macron, genera desconfianza. En el fondo, existe siempre la sospecha de que un joven demasiado próspero ha vendido su alma al diablo. La estrategia de equilibrios ideológicos de Macron tiene, por tanto, su contrapartida en un equilibrio de generaciones: su primer gobierno incluye 22 ministros y secretarios de Estado cuya edad oscila entre los 33 y 69 años con más miembros luciendo canas que no. Se espera también que su esposa Brigitte, 24 años mayor que él, ayude a la pareja presidencial a transmitir experiencia y gravedad.
Macron es una excepción –un enfantprodige más que un enfant terrible– en la política francesa contemporánea. Para el filósofo Régis Debray, su éxito y la ola de macronismo que recorre el país reflejan una cierta americanización de la vida social y política francesa. Según el filósofo, es también un triunfo temporal de la mentalidad protestante, que, aunque a menudo se olvida, también es parte de la tradición francesa. La firme confianza en sí mismo de la que hace gala Macron y su fe en la responsabilidad individual evocan el modelo anglosajón. Modelo que muchos franceses admiran, pero con el que no se siente bien una parte sustancial de la sociedad francesa, convencida de la necesidad de un Estado que proteja incondicionalmente a sus miembros más vulnerables.
Puede que Macron sea un referente para la generación X por su edad, aunque, paradójicamente, su discurso halla más eco entre, por un lado, los baby boomers y la llamada generación silenciosa, nostálgica de De Gaulle y el consenso de posguerra; y, por otro, los millennials que no creen en las ideologías y sistemas de partidos tradicionales. De hecho, los votantes en el grupo de edad 35-49 años son los que mostraron el menor apoyo a Macron en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
Pero Macron levanta expectativas más allá de Francia. Muchos europeos quieren creer, casi a la desesperada, en alguien que manifiesta estar decidido a sacar Europa de su impasse o se muestra, al menos, capaz de reestablecer la percepción de que el proyecto europeo no está muerto. La generación X, en su esfuerzo por dejar huella antes de que los millennials tomen el relevo, necesita, a su vez, una épica inspiradora, un héroe al que emular. Esta generación pronto no será considerada joven, y, sin embargo, una de las primeras hazañas de Macron es ser el presidente más joven de la República Francesa. (Su segunda es quizá el prolongado y tenso apretón de manos con el presidente Trump durante el primer encuentro de éstos en Bruselas.) Macron demuestra que todavía hay esperanza para los Xers de superar el complejo de inferioridad que la generación del baby boom nos ha legado, recordándonos sistemáticamente que ellos cambiaron el mundo en 1968 –algo que, al parecer, nosotros todavía no hemos logrado-.