Los tres miércoles de enero que cambiaron la historia de EEUU
Dos semanas exactas separan el asalto al Capitolio de la investidura de Biden. Entre una y otra, ha dado tiempo a presentar un 'impeachment' contra el presidente saliente.
¿Quién no esperaba con ansia la llegada de 2021 para olvidarse de un funesto y pandémico 2020? En Estados Unidos, las expectativas eran incluso mayores, pues el nuevo año traía un nuevo presidente, Joe Biden. Entre esas esperanzas, en cambio, no cabían una insurrección fallida y un segundo impeachment exprés al presidente saliente, Donald Trump.
Las primeras semanas de 2021 han sido de todo menos tranquilas. En los tres primeros miércoles del año, los estadounidenses han sido testigos de cosas que no habían visto nunca. Aparentemente, esta historia ha tenido final feliz —Biden es presidente—, pero queda mucho año por delante. En Estados Unidos, como en casi todo el mundo, rezan por dejar de vivir momentos históricos. Un poco de ‘normalidad’ también está bien.
Este es un repaso por los tres últimos y trepidantes miércoles que ha vivido Washington, contados desde la visión de una periodista en España.
Mientras en España los niños jugaban con los regalos de Reyes y los adultos se atiborraban a roscón, en la tele, desde Estados Unidos, empezaron a llegar imágenes que parecían completamente irreales. El Congreso de Estados Unidos se reunía en esos momentos para certificar la victoria de Joe Biden, pero el acto no iba a ser más que una ceremonia protocolaria, sin sorpresas… o eso creíamos.
“Si ves que lo de Estados Unidos se sale de madre, avisa”, escribió el director de este periódico a quien trabajaba esa tarde. Huelga decir que la cosa se salió de madre, y que ese día media redacción acabó conectada hasta pasada la madrugada.
“Están evacuando el Senado”, decían en Twitter. Pero la noticia no era que estaban “evacuando el Senado”, sino que una marabunta de degenerados había ¿burlado? los controles de seguridad y campaba a sus anchas por la Cámara Alta y la Cámara Baja de Estados Unidos.
Un tipo vestido de bisonte y sin camiseta ondeaba una bandera dentro del edificio del Capitolio, la sede del poder legislativo estadounidense, seguido de una turba que casi no podía creerse dónde estaba, y que rompió ventanas, trepó muros, robó objetos, destrozó despachos, rezó una oración, hizo apología del esclavismo, provocó la muerte de al menos cinco personas, se hizo fotos y las subió a redes… todo, para demostrar hasta dónde había podido llegar para defender a su líder, Donald Trump, a quien todavía consideran vencedor de unas elecciones que, en realidad, ganó Joe Biden.
Nadie sabía muy bien cómo llamar a todo aquello, y todavía a día de hoy hay dudas: ¿insurrección, como lo calificó Biden? ¿Golpe de Estado fallido, como lo definieron otros?
En ese momento tampoco se sabía hasta qué punto corrían peligro los congresistas y senadores, la ciudad misma y hasta el país entero. Días después se supo que los manifestantes iban fuertemente armados, que planeaban secuestros y que entre sus principales objetivos estaban el entonces vicepresidente republicano, Mike Pence, y la presidenta demócrata de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi.
También se supo que entre los exaltados había extremistas de derecha, supremacistas blancos, neonazis, evangélicos, miembros de la milicia, de los Proud Boys y del movimiento conspiranoico QAnon. También empezaron a resonar con fuerza las palabras que les dedicó momentos antes del asalto Donald Trump.
El entonces mandatario no sólo calificó de “patéticos” y “débiles” a los miembros de su Partido que ese día iban a certificar la victoria de Biden (entre ellos el vicepresidente Pence, a quien presionó hasta el final), sino que pidió literalmente a los manifestantes que se desplazaran hasta el Capitolio para luchar hasta el final.
“Si ellos no luchan, tenemos que eliminar a los que no luchan”, arengó a sus seguidores, apostados frente a la Casa Blanca para respaldar a su líder. “Caminaremos hasta el Capitolio y animaremos a nuestros valientes senadores y congresistas. Marcharemos y yo estaré ahí con vosotros”, gritó Trump , aunque después del discurso volvió a la Casa Blanca y dejó que sus seguidores hicieran su parte.
“Vamos a caminar por la avenida Pensilvania al Capitolio”, repitió. “Vamos a intentar darles a nuestros republicanos, a los débiles, porque los fuertes no necesitan nuestra ayuda, el tipo de amor propio y audacia que necesitan para recuperar nuestro país”, les dijo. “Si no lucháis como locos, vais a dejar de tener un país”.
Y esto nos lleva a la siguiente semana.
El Congreso se repuso el mismo Día de Reyes, y pudo ratificar la victoria de Biden en las elecciones, pese al asalto y pese a que 147 republicanos pusieron objeciones.
En cuanto terminó este proceso, los congresistas demócratas no perdieron un solo momento. Querían condenar a Trump por lo ocurrido, y lo acusaron de “incitar a la insurrección” a través de un impeachment (o juicio político) que salió adelante en la Cámara de Representantes justo una semana después del asalto.
Ese día también ocurrió algo insólito: un presidente tenía que enfrentarse a dos impeachments a lo largo de su mandato y, además, este era especial, se había presentado en un tiempo récord —una semana— y había logrado un apoyo más bipartidista que nunca. Diez congresistas republicanos votaron a favor de él, es decir, en contra de su líder, y denunciaron públicamente a Trump como culpable del golpe.
El cisma en el Partido Republicano se hizo evidente, y se confirmará (o no) cuando el juicio político a Trump llegue al Senado, todavía sin fecha prevista.
A primera hora de la mañana, Donald Trump abandonó la Casa Blanca, haciendo uso por última vez del Air Force One y prometiendo que “volver[á] pronto” a los pocos seguidores que le esperaban; minutos antes del mediodía (hora de Washington) Joe Biden tomó posesión como presidente de Estados Unidos. Era el fin de una era y el principio de otra. Pero, de nuevo, nada fue como debería haber sido.
Trump se negó a asistir a la ceremonia de investidura, rompiendo una tradición que los presidentes salientes cumplían a rajatabla desde hace más de siglo y medio. Casi nada.
A esa rareza había que sumar la situación de pandemia, que impidió la asistencia de público. En lugar de personas, hubo 200.000 banderas desplegadas en su ausencia, y sólo se permitió la asistencia de un millar de invitados, todos ellos congresistas, senadores o familiares.
El ambiente fue festivo pero raro. No sólo por Trump y por el virus; el miedo a una nueva amenaza rebelde se hizo tan patente que se desplegó a 25.000 soldados para la ceremonia, lo nunca visto, y además el FBI se encargó de analizarlos minuciosamente para descartar vínculos con grupos de extrema derecha. Al menos dos de los soldados fueron apartados por este motivo.
Con todo, a las seis de la tarde hora española, Joe Biden y Kamala Harris ya eran presidente y vicepresidenta. Y pese a lo extraño de la investidura, el acto dejó momentos para recordar, y no hubo que lamentar ningún susto. Hubo saludos emotivos, looks muy significativos, guiños al feminismo y a la diversidad racial, y un discurso en boca de Biden que marcó claramente distancias con la hoja de ruta de su predecesor en el cargo.
Por si aún quedaban dudas, en cuanto Biden llegó a la Casa Blanca, firmó una serie de órdenes ejecutivas para sellar la vuelta de Estados Unidos al Acuerdo de París por el Clima y a la Organización Mundial de la Salud, además de hacer obligatorio el uso de mascarilla en espacios federales.
La nueva jefa de prensa de la Casa Blanca, Jen Psaki, también se distanció de la anterior Administración. Dio una rueda de prensa ‘de verdad’, de las de antes de Trump. Biden contó que Trump le había dejado una nota “muy generosa”, pero que prefería no revelar su contenido hasta que hubieran hablado.
La carta que Trump recibió de Barack Obama hace justo cuatro años decía lo siguiente: “Somos sólo ocupantes temporales de este puesto. Esto nos convierte en guardianes de instituciones y tradiciones democráticas como el Estado de derecho, la separación de poderes, la protección de los derechos civiles por los que lucharon nuestros antepasados. A pesar de los tira y afloja de la política diaria, depende de nosotros dejar esos instrumentos de nuestra democracia al menos tan fuertes como los encontramos”.
No se sabe todavía qué le dejó escrito Trump a Biden (a quien, por cierto, todavía no ha felicitado por su victoria); sí se sabe, en cambio, que le ha dejado una democracia menos fuerte, o al menos más tensionada, que la que se encontró en 2017.