Los obispos de la deshonra
Mi caso es solo uno de miles; mi caso es solo uno de tantos que la justicia no ha querido juzgar por miedo.
Todo movimiento conlleva consigo un contra movimiento que nos ayuda a entender las aristas que se forman cuando sopla el viento, ya sea a nuestro favor o, como es el caso de la situación que expondré en el desarrollo de este texto, en nuestra contra.
Con el movimiento generamos el cambio y con el cambio generamos movimiento. Hacemos según decimos; cambiamos según pensamos. Hacemos lobby porque “hacer lobby requiere previsión”. Es esta afirmación, quizá, la que más he repetido en desde que vi, no hace mucho, El Caso Sloane. Y es incluso contraproducente utilizar un recurso con asiduidad porque este puede perder cierto encanto, pero no es menos cierto que es haciendo lobby como conseguimos que las sociedades, anquilosadas en el dulce paso del tiempo, cambien.
Empecé mi carrera, de la que siempre he hecho bandera, en la única universidad que tiene la Conferencia Episcopal Española. Lo hice sabiendo que las personas que tenemos el don del inagotable espíritu reivindicativo no casamos en sociedades e instituciones encorsetadas en el pasado, entendiendo, no obstante, que para mi primera formación no me quería perder la experiencia de estudiar en mi ciudad, Salamanca. Cerca de mi zona de confort. De mis amigos. De mi familia. De mi universo, el conocido y el que me quedaba, aunque ese primer día no lo creyese, por conocer. Aunque siempre soñé con Madrid.
Todo empezó muy rápido. Durante el primer mes conseguí un contrato laboral, la dirección de la revista en la universidad y ser el delegado y representante de delegados en todas las cámaras de gobierno de la universidad. Menos de un año después, y ya con conocimiento de cómo era la política interna y vislumbrando un poco del ritmo de la Iglesia, ayudé a la primera mujer que soterradamente aspiraba a dirigir el centro a conseguirlo. Mujer. Laica. Madre. Doctora. Catedrática. Y, según parecía, una persona con principios. Según parecía.
Llegó el segundo curso de la carrera y continué adquiriendo poder. Es quizá ese mi sino; haber tenido cómo conseguir que las personas de mi entorno, los estudiantes, pudieran adquirir derechos inherentes a los deberes que se nos imponían por la condición de estudiantes y pagadores, en último término. Y fue entonces cuando recibí el primer desprecio, el primer insulto. Un insulto que, poco después, fue acompañado de una campaña de desprestigio hacia mi persona. Asignaturas suspensas. Vejaciones públicas y privadas.
A veces la palabra ‘maricón’ se naturaliza; cuando la utiliza un catedrático en tu contra, alguien del entorno académico en tu ataque, hay una fuente descontrolada de emociones que te llevan a querer romper con todo. Desde entonces para esa persona sólo era el maricón y el rojo. Pero acudí, de nuevo, a los canales internos para solucionar los problemas. No sirvió. Sólo pidió perdón por ‘imperativo legal’. Fue el defensor del estudiante quien le dijo que lo hiciera, pero no lo hizo desde el corazón. Con ese ataque me convirtió en una especie de activista por los derechos LGTB desde lo interno de la universidad de los obispos.
Pedir perdón debería ser un ejercicio de entendimiento. Entender que lo que has hecho no es lo conveniente y que por tanto existe por tu parte un arrepentimiento natural y necesario. Pero un año después consiguió que fuese yo, quien había sido víctima de un insulto y de la posterior persecución interna, quien tuviese que ‘abandonar’ la universidad a la fuerza; siete años y medio de inhabilitación. Siete años y medio de vergüenza. Siete años y medio de autoflagelación. Siete años y medio y una universidad nueva en la que terminar esa carrera que empecé por pasión y que en menos de dos meses se convirtió en el mayor de mis dolores.
Puse toda la carne en el asador. El presidente de la Conferencia Episcopal me recibió en persona; no hizo nada. Hablé, envié cartas. No hubo más respuesta que la petición de que callara y siguiera hacia delante. Eso es lo que nos ocurre a las víctimas de la Iglesia Católica: que son ellos, los abusadores, los que nos exigen que no hagamos ruido. Que nos callemos y agachemos la cabeza. Que dejemos de reivindicar nuestros derechos, como si hacerlo no fuese en contra de nuestros principios.
Me querellé, no sin antes intentar un acto de conciliación previa con las personas que me humillaron, y un fiscal interpretó que habían prescrito los hechos delictivos. No que no hubiera culpa o que no se hubiesen cometido tales delitos. Demandé vía contencioso-administrativo y me dijeron que no era legal el reglamento de régimen interno que me aplicaron, pero no pasó absolutamente nada. Nada de nuevo.
Sí. Lo intenté con medios. Con un sinfín de medios. Confié en mi profesión, aquella a la que me quería dedicar y a la que me había dedicado, para que desde el periodismo social se hiciese reivindicación de mi caso. No es un caso de LGTBfobia. Es una eliminación total de los derechos de un sujeto que lo único que hizo fue denunciar una situación de acoso; con pruebas. Con su texto y su paratexto. Tampoco ocurrió nada.
Hoy, el nombre de la señora que rige el lugar está de camino a Roma, quien ratifica los nombramientos en la universidad de la Conferencia Episcopal, como única opción para regir el centro. Nadie se ha cuestionado su poder. Nadie ha silenciado su forma de actuar. Todo seguirá igual en la que un día fue mi casa. Los obispos siguen siendo homófobos y nosotras, las personas LGTB, seguimos pagando las consecuencias de una sociedad laica y aconfesional que sigue sin atreverse a quitarle los poderes a la ‘santa madre Iglesia’.
Aún hoy hay gente que se cuestiona el Orgullo LGTB que se produce este fin de semana. Escuchamos a Rocío Monasterio, de Vox, soltar titulares que rozan lo delictivo día a día sin ningún tipo de pudor. Escuchamos a la Iglesia cómo nos criminaliza, como si fuésemos personas de segunda. Hoy el Orgullo LGTB es más necesario que nunca.
Mi caso es solo uno de miles; mi caso es solo uno de tantos que la justicia no ha querido juzgar por miedo a un poder que constitucionalmente ya no existe. No lo denuncié por mí ni lo expongo aquí por una cuestión de valentía. Lo hago para advertir todo lo que nos queda por hacer; lo hago porque aún hoy miles de niños, niñas y niñes se sienten sometidos al yugo de la heteronormatividad católica que nos impide ser libres.
Y no nos quieren libres.