Lo más increíble que aprendí haciendo dieta no tiene nada que ver con comida
Me encanta beber. Me encanta cómo sabe el vino tinto. Me encantan las ofertas de happy hour. Me encanta tomarme un buen cóctel de whisky bien hecho (algo que no me puedo permitir). Me encanta tomarme un martini en las bodas. Me encanta maridar vino con queso. Me encanta maridar el vino con cualquier cosa.
En mi familia existe esa adicción, y siempre he sido consciente del potencial destructivo de la relación con la bebida. Por suerte, no he tenido esa experiencia. Pero cuando empecé la dieta Whole30 el mes pasado, me di cuenta de que, aunque no me cuesta saber cuándo tengo que parar, tengo problemas con la forma en que el alcohol me afecta al día siguiente y en cómo recurro a él en situaciones sociales cuando no siempre lo necesito (y a veces ni siquiera me apetece).
La dieta Whole30, controvertida y popular a partes iguales (sobre todo en enero, como dieta detox), está diseñada para ayudarte a saber qué alimentos no le sientan bien a tu cuerpo suprimiéndolos de tu dieta (azúcares añadidos, lácteos, legumbres, cereales, alimentos procesados y alcohol están prohibidos durante un mes) y reintroduciéndolos poco a poco y de forma metódica después de 30 días. Si llegados a ese punto tienes una reacción adversa a un alimento en concreto (o, por decirlo como Marie Kondo, si no te hace feliz), puedes probar a eliminarlo para siempre o, siendo realistas, a reducir su ingesta.
Ya probé la dieta Whole30 el año pasado y en ambas ocasiones la he usado como una forma de resetear y desintoxicarme después de las largas y glotonas navidades. La mayoría de las restricciones me resultaron fáciles. Pero suprimir el vino de la cena y las copas de fin de semana con los amigos me pareció un suplicio personal.
El año pasado me sorprendió el hecho de que la dieta no sólo me hizo replantearme mis hábitos alimenticios, sino que me enseñó algo más profundo sobre mi estilo de quedar. Este año me ha sorprendido más todavía el hecho de que la dieta pueda revelar algo sobre la forma de vida que llevo desde hace 10 años; lo cual es genial, porque como judía asquenazí no he necesitado un mes para enterarme de que soy incapaz de digerir los lácteos.
Como conseguí pasar esos 30 días saliendo menos y bebiendo agua con gas cuando salía, me felicité por resistir a la tentación. Pero había algo más. Quiero decir: estaba de mucho mejor humor. Dormía mejor, me preocupaba menos y respiraba con más profundidad. Estaba mucho menos ansiosa que en todos estos años.
No entiendo por qué hasta la segunda dieta Whole30 no relacioné mi ansiedad con la bebida, pero ahora puedo trazar claramente el origen de esa ansiedad si me remonto a mi primer ataque de pánico (al primero que identifiqué como tal). Me ocurrió el tercer día de una escandalosa despedida de soltera de cuatro días a la que fui en 2017.
A post shared by Jamie Alyson Feldman (@realgirlproject) on Jun 23, 2018 at 8:51pm PDT
Me pasé casi todo el día siguiente en la cama, intentando averiguar qué era esa experiencia extracorpórea que nunca antes había sentido, por la que tenía hormigueos en los brazos, no era capaz de tragar y no podía dejar de llorar de forma histérica.
Esa semana había estado usando una tarjeta de regalo de Starbucks para comprarme cafés gigantes en mitad del día, con lo cual dormí muy poco la semana antes del evento de cuatro días de tanto alcohol. Pensé que eso podía tener algo que ver. Pensé en la carga económica de la despedida de soltera, una de las muchas a las que había asistido ese año, y me pregunté si eso también habría tenido algo que ver.
A día de hoy sigo sintiendo alguna forma de ansiedad al menos una vez al día. No es una cualidad única, ya que los trastornos de ansiedad afectan a 40 millones de adultos en Estados Unidos cada año, según la Asociación de Ansiedad y Depresión (ADAA). Pero es verdad que sólo llevo dos años tratando de lidiar con ella y gestionarla. Y, por lo que he aprendido después de unos cuantos domingos de resaca en el sofá acribillada de sensaciones de miedo y malestar, se exacerba con el alcohol.
Por no decir que la ansiedad de resaca no es la única que me afecta. Pero hasta la segunda Whole30, cuando me inundó esa sensación familiar de estar menos hinchada y con más energía, no entendí que estar 30 días sin beber (y sin resaca) tenía una correlación directa con no sentirme, ni de lejos, tan ansiosa, triste y sensible los días siguientes. El año pasado, cuando volví a beber el 1 de febrero, estuve dos semanas, incluido mi cumpleaños, distante y de bajón.
Y aun así hasta ahora no he entendido el vínculo.
Pero hay más. El año pasado por fin le cogí gusto al fitness y al ejercicio, cosa que cambió mi salud física y mental. Mi cuerpo se sentía bien y mi cerebro, también, pero no veía cambios físicos reales después de una extenuante sesión de entrenamiento de alta intensidad (HIIT) acompañada de otra extenuante ronda de Sauvignon Blanc después del trabajo.
En los últimos 30 días, he visto más diferencia en mi cuerpo, me he sentido más fuerte y más capaz de lo que me había sentido en un año de ejercicio (en ese año se incluye mi primer maratón y el entrenamiento previo). Me costaba imaginarme una vida en la que socializar no implicara tener una copa entre las manos; de hecho, esto sigue siendo una parte de mi vida. Pero esos 30 días en los que salí menos, hice planes con amigos (que no incluyeran beber) o no bebí aunque ellos lo hicieran me resultaron reveladores. De repente tenía más tiempo para leer, más tiempo para ver películas, más tiempo para estar sola con mis pensamientos y, por consiguiente, me sentía más cómoda al escucharlos. Nunca he estado tan satisfecha conmigo misma antes y esa ha sido la parte más espectacular de todas.
He llegado a entender que tenía que cambiar mi mentalidad y ha sido un reto, como poco. Llevo una década siendo bebedora social, ha sido una parte integral de mi identidad y mi vida social. Y lo he disfrutado. Muchos de mis recuerdos más divertidos, formativos y memorables han ocurrido en torno a una copa. Pero lo que veo ahora es que, a pesar de lo mucho que he gozado el momento, muchas veces bebía porque es lo que siempre hacía en esas ocasiones. Cuando Whole30 me obligó a parar, entendí que el alcohol (o al menos la cantidad que yo tomaba) y sus consecuencias posteriores me afectaban de forma muy negativa.
Ahora que se ha pasado el mes y he completado la dieta, esto es lo que planeo:
He decidido que si no tengo motivos para beber, no voy a beber. Es fácil llegar a casa y tomarse una copa de vino o dos en la cena, y creo que es bueno disfrutar del vino con una buena comida. A veces. Pero si no me lo tomo, estaré igualmente feliz y menos ansiosa (y mucho menos hinchada) con un par de aguas con gas.
Si salgo, me he puesto un límite de tres copas (y haré todo lo posible por respetarlo). Sinceramente, con tres bebidas ya tengo el puntillo y me siento bien conmigo misma, pero sigo lo suficientemente coherente y sobria como para saber parar. También he descubierto que a partir de la tercera copa no merece la pena seguir bebiendo. Así que me tomaré un refresco con hielos y lima y valoraré dónde estoy y cómo me siento. Así me ahorraré calorías, resacas, ansiedad y dinero, en una ciudad en la que las copas pueden llegar a costar 18 dólares (16 euros). Todo son beneficios.
Mi perfil de apps para ligar afirma con orgullo que busco a alguien con quien escuchar el programa de radio Wait Wait Don't Tell Me los sábados por la mañana, alguien a quien le guste el vino, alguien que quiera ir al cine y beber vino en el cine. Y no voy a cambiarlo. En parte porque creo que es inteligente y en parte porque sigue siendo cierto. Me seguiré maravillando por el sabor de un buen Malbec y no diré que no a la ronda de cócteles gratis en una boda.
Pero como me siento mucho mejor física y mentalmente con esta nueva mentalidad, quiero seguir resistiendo la presión de mis amigos, mi entorno y la actitud de mi yo pasado que me empujan a beber.
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Este artículo fue publicado originalmente en el 'HuffPost' EEUU y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano