Las marcas blancas de Plácido Domingo: sus derechon@s palafrener@s
Cuerv@s que habían oído campanas y ya me estaban quemando.
Cuando el pasado 18 de agosto escribí en este periódico un artículo sobre una anécdota mía con el divo del bel canto ocurrida hace años, no podía imaginar el huracán que me cayó en forma de soeces comentarios digitales deformando la noticia, insultos en mis redes sociales y toda suerte de improperios tabernarios. Pasado el primer asalto y estando todavía en el centro del ojo del tifón, me di cuenta de que casi nadie se lo había leído. Ni entero, ni al revés ni al envés. Cuerv@s que habían oído campanas y ya me estaban quemando.
De entre todos los medios que me requerían elegí a Espejo Público por meras simpatías. Tal era el interés despertado que, estando yo de vacaciones en un punto indeterminado del National Geografic, desplazaron una unidad móvil-inmóvil. La galerna se tornó en saña por parte de algun@s colegas. No querían entender que escribí mi anecdotario sobre la base de la actualidad. Plácido Domingo, días antes, fue acusado por nueve mujeres estadounidenses de abusador sexual. Ante tamaño revuelo internacional, y estando en el epicentro del ferragosto, todo hay que decirlo, nuestra laringe de oro emitió un comunicado genérico. Ni negaba ni asentía. Pero dejaba claro que eso sucedió en otros tiempos, cuando la “sociedad no contemplaba los hechos denunciados como lo hace ahora”. Ergo, excusatio non petita, accusatio manifesta…
Los medios estadounidenses le estaban investigando y la cosa pintaba negra por otros antecedentes recientes. Grandes y poderosos nombres de varones considerados ídolos han caído. Y en su arrastre punitivo, también las prebendas de que gozaban en formatos publicitarios, contratos, trabajos a la vista y su fama ante la opinión pública, desaparecieron por el sumidero. El caso del magnate Epstein, acusado de pederastia, es un exponente de cómo se fulmina cualquier rastro de los símbolos más definitivos que la fama otorga, con un suicidio nada claro en la cárcel donde estaba recluido. Los vientos ya no soplan a favor de los homínidos que las mujeres feministas cambiamos con el Me too.
Las aguas del endogámico mundo de la ópera se abren y tornan en trincheras del campo de batalla de la fama. Como periodista, analizo las dos vertientes. Los medios más prestigiosos de Estados Unidos lo investigan, dos teatros prominentes, la Ópera de Los Ángeles, y la Orquesta Filarmónica de Filadelfia, rompen los conciertos ya estipulados con Plácido Domingo, mientras que la de Nueva York está a la espera de más investigaciones. La rueda internacional gira y Salzburgo lo mantiene. Hoy veremos qué sucede en la catedral austriaca de la música clásica, donde la expectación es inmensa y los precios de la reventa se han quintuplicado.
Aquí en nuestro Estado algunas sopranos o mezzo le apoyan, y el Real lo sostiene. Pero las opiniones ya entran en las tonalidades del arco iris.
Conclusión: a nuestro cantante más internacional y con categoría de dios, no se le toca ni un pelo. Y si lo haces eres una bruja malvada, según la Inquisición mediática (la cual no ha investigado nada), que con la falta de objetividad que caracteriza todo sentimiento, se vende al mejor postor. El ídolo, una pobre víctima impoluta y sola ante la amenaza de unas mujeres que lo han acusado sin pruebas, sin dar la cara, después de treinta años. Toda una desfachatez del feminismo “supremacista y endemoniado”.
De las posibles e hipotéticas víctimas de los probables, presuntos y supuestos abusos de Plácido Domingo y olé, ni mu. Silencio de comparsa fúnebre. Ellas no existen. Todo se lo han inventado vaya usted a saber porqué.
Y ahora entro yo. He osado contar algo que ocurrió hace tiempo para lastrar su extraordinaria carrera de barítono, tenor, director de orquesta, productor y fundador de ópera. Uno de los personajes más influyentes del siglo. Estoy abducida porque no me hizo caso, por hambre de protagonismo y demás perversiones de manual. Mis redes se llenan de insultos o halagos a partes iguales. El singular espíritu gregario del españolismo cañí. Culpar con piedras, fuego o falsedades en base a la caricatura y no a la verdad.
Y en estas vuelvo a Espejo Público en carne mortal. Con casi la mayor parte de l@s integrantes del plató en contra. Cuya mayoría desconocían, más allá del titular y la escaleta que el programa proporciona, mi “castrante artículo contra Plácido”. Contemplo con vergüenza cómo mucha clase de subtropa periodística sigue anclada en el escalafón del bufonismo más simplista y bravucón. No hay código, la ética no entra en sus catálogos profesionales y olvidan lo más importante en mi caso: la libertad de expresión. Tanta costumbre servil tienen de palanganerismo ideológico que esto último les suena a raperos encausados. Y lo peor, lo más bajo en dicha clasificación: el insulto rebozado en mentira. Un pseudocolega se atreve a acusarme de “frivolizar con el maltrato”, cuando él está condenado por el Supremo precisamente por ESO. Calumniar con embustes. Pequeños aprendices de Bolsonaro los hay en todas partes.
La esfera de l@s elegid@s es un círculo cerrado y de difícil acceso, amparad@s por una generosa cascada de púrpura que trastoca para siempre sus existencias. Vidas de personas famosas cinceladas en el supremo arte de una imagen que sólo ell@s pueden cambiar. Ay de quien entra por la rendija y cuenta o fotografía lo que ve o lo que opina... Justo lo que me ha sucedido.