Las lenguas muertas del amor

Las lenguas muertas del amor

Frank Mckenna / unsplash.com

Estoy convencido de que la mayoría de las veces el amor se marcha con su secreto, de que el amor hace a las personas de porcelana, de que el amor, en definitiva, es la historia de una fragilidad que no siempre tiene por qué quebrarse. Y ahora, para evitar mostrarme ridículamente sentimental, algo que por otro lado me parece insoportable, hablaré brevemente del amor desde algunos versos de Charles Simic, un poeta que es lo más distante a cualquier afectación innecesaria, excesiva o petulante.

En su libro El mundo no se acaba, editado por Vaso Roto en traducción de Jordi Doce, hay unos versos, pura prosa en realidad, en los que dice lo siguiente: Aún se usaban las lenguas muertas del amor, pero también mucho silencio, mucho gritar silencioso a todo pulmón. El amor, pienso, aunque es un sentimiento del que todos podemos participar en cualquier momento, en cualquier lugar, posee una infinita variedad de lenguas, tantas como cada ser humano que lo atraviese de adelante a atrás: es como una huella dactilar del alma, un infinito particularismo que se expresa, con suerte y verdad, únicamente entre dos personas. Por eso, cuando Simic habla de las lenguas muertas del amor, lo que quiere decir, o al menos lo que yo voy a entender aquí más bien, es que el amor ya no responde por su nombre cuando se le llama porque se ha vuelto otra cosa distinta.

Sería raro, extremadamente excepcional, dar con alguna persona (¿se la podría llamar persona si fuese así?) que no haya sufrido tanto durante como después del amor. Así, creo que el desamor sigue siendo amor en tanto lengua muerta, un amor en penumbra, una habitación cerrada en la que apenas queda luz. Por eso quizá pueda decirse, como apunta el mismo poeta en otro verso del mismo libro, que el desamor convierte a la otra persona, al ser que se ha ido de nuestro lado, en un signo que denota una omisión. O, dicho de una forma más visual, más asequible incluso, y de nuevo en palabras de Simic, el desamor es un grito silencioso desde y en lo más profundo de lo que somos: poco se puede hacer salvo expresar ese lamento mudo en nuestro propio tiempo de soledad.

Las lenguas muertas del amor, esos idiomas que todos hemos pronunciado y que nos ayudan a crecer, quizá sean lo mejor que tengamos.

Y en este caso no sería descabellado comparar el amor perdido con un reloj que vive siempre en la misma hora: en nuestra memoria, cada persona que significó algo en nuestra vida tiene su tiempo estático, inamovible, un tiempo que simplemente está ahí, en nosotros, para ser revisitado incluso si no lo queremos. Además, la mayoría de las veces ese reencuentro con el pasado en uno mismo, ese pensar y repensar las cosas que fuimos con alguien y en cómo podrían haber sido, perpetúa el lenguaje muerto del amor: puede que nos pasemos la vida acumulando en nuestros cuerpos relojes incomprensibles cuyas manecillas no se mueven.

Por esto, lo que probablemente se deba tener en cuenta para tomar en su justa medida lo que el amor significa, en tanto vida y muerte de algo que vive o vivió con fuerza, es que se desarrolla en un contexto de lo más peculiar, un contexto que Simic, siempre entre lo certero y lo irónico, porque no siempre son lo mismo, define como falso, cruel y hermoso. Y esta es una caracterización del mundo que aparentemente exhibe pesimismo, decaimiento. Pero nada más lejos de la realidad. Porque lo hermoso, la belleza del amor después del amor, tiene su origen por su oposición a lo falso, a la crueldad que habitamos.

Y, como decía al principio, estoy convencido de que el amor se marcha casi siempre con su secreto y de que lo que nos queda es la posibilidad de recordar en un entorno llamado mundo, que resulta, sí, tan doloroso como hermoso. Las lenguas muertas del amor, esos idiomas que todos hemos pronunciado y que nos ayudan a crecer, quizá sean lo mejor que tengamos. Por lo menos hasta que alguien nos sonría con los labios de un nuevo enamoramiento, con los ojos de una feliz y excitante posibilidad.

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