Las ciudades resistentes: del 11-S a Manchester pasando por Atocha
La lista de ciudades objeto de atentados terroristas crece sin parar: Nueva York, París, Niza, Madrid, Berlín Manchester,... son variados ejemplos de la criminalidad suicida contra objetivos humanos cada vez más indefensos, inermes o impensables. Contra los niños y adolescentes de Manchester en un equipamiento público, o matando a los asistentes a un mercadillo navideños de Berlín, los crímenes no son más horrendos que los de las Torres Gemelas, los trenes de Atocha o los ametrallamientos en una discoteca de París, pero su simbolismo cambia de escala. Ahora ya no solo se trata de atacar indiscriminadamente a la imagen del capitalismo, el poder militar, las infraestructuras de transporte o el corazón de las ciudades, sino de atentar contra el símbolo primordial de la ciudad, que es su ciudadanía más indefensa, variando el punto de vista, para que nadie se sienta a salvo. Atacar a la gente en el trabajo o el transporte no es menos dramático que hacerlo en el ocio, en el esparcimiento, o la diversión en el espacio público, pero lo ocurrido estos días produce más miedo, más vulnerabilidad. Si la población es infantil o juvenil, se consigue más terror, añadido al intrínseco del acto criminal. La población más frágil lo es, entre otras cosas, porque las sociedades avanzadas se infantilizan aceleradamente al ritmo del consumo del comercio global, acelerado en las redes mediáticas y comunicacionales.
Que "el urbanismo es ética y política" (J. Borja 2016) es algo que todo el mundo debía saber. Pero conseguir que las ciudades sean a la vez resistentes y vitales no es algo que pueda deslindarse de la ética de la seguridad y de la sensación de tranquilidad que, muchas veces, es lo contrario de la ciudad vigilada, fortificada y cerrada que los asesinos (y algunos más) quieren imponer. Las políticas que tienden a reforzar el miedo acaban por ser no solo paliativas o preventivas, como las jardineras anticamioneros-suicidas, o los perros policías entrenados para detectar explosivos en mochileros-suicidas. En tanto que la sofisticación terrorista contra las ciudades occidentales parece ir a menos, porque del modelo de mega-atentado con pilotos-suicidas de gran envergadura pasamos a las fórmulas más elementales que emplea el terror para hacer carnicerías en los mercados, o sitios de alta concurrencia de Kabul, Mosul, o Bagdad, nos vamos dando cuenta de que el terror se globaliza en lo banal de sus formas, mientras el mal se extrema con el fin de extender el miedo sin fronteras: pasando de las ciudades occidentales a las grandes ciudades informales de Oriente medio o las zonas de grandes conflictos.
Si las causas del terrorismo han dejado estelas de indefensión, es porque los asesinos atacan donde más duele, no sólo el Pentágono o la City, sino los distritos urbanos donde la gente disfruta del ocio en paz. Es cuando esta agresión bárbara tiene lugar en los corazones de nuestras ciudades, donde más se ataca a nuestro corazón. Allí, donde más duele, en la ciudad formal o informal, europea o no, nos sobrecogemos ante el engendro del pánico a vivir. Como sostiene Jordi Borja, "los males de la ciudad no son producto de la fatalidad, Ni la sostenibilidad del territorio y del planeta. Ni tampoco de la desigualdad social, de la injusticia espacial y de la pobreza creciente en las regiones urbanizadas. Hay causas y agentes en gran parte globalizados responsables. La desigualdad y la insostenibilidad son procesos globales impulsados por los poderes económicos y políticos dominantes. Las ciudades no son el problema, son la solución."
Parece un dilema complicado de resolver el de hacer fuertes a las ciudades sin que se conviertan en modelos para-dictatoriales como aquellos por los que pujan a la par tanto el capitalismo sin reglas como los políticos que los representan por todo el mundo. Al atemorizar a los ciudadanos en los sitios clave del ocio y el turismo -que son los del consumo, "del turismo y del ocio"-, es decir, los de la despreocupada digestión de la sociedad del espectáculo, acercamos el miedo a los consumidores, que es, en el fondo, lo que muestran las grandes corporaciones a las que, con tanta crueldad como sofisticada psicología, ayudan con sus crímenes los terroristas, banalizando el mal como objeto de consumo. Si Hanna Arendt viviera hoy, tendría que añadir unos capítulos a su análisis del totalitarismo o la banalidad del mal, dedicados al terrorismo en la ciudad, acometido por seres corrientes, pero adiestrados, fanáticos incapaces de entender más allá de su doctrina, pero organizados en redes desde jerarquías múltiples y orígenes ambiguos. Creo que tal ensayo tendría que tratar entre las posibles alternativas, las del republicanismo y la redemocratización de las ciudades, que son la base del ser urbano democrático de la ciudadanía. Los urbanistas tenemos mucho que investigar sobre las ciudades que se están des-construyendo sobre estos nuevos paradigmas, en los que se usa a los ciudadanos intermitentemente, como escudos humanos o bombas potenciales contra la democracia.
La ciudad-fortaleza carece de sentido. La fuerza de las ciudades posibles es la de su determinación. El discurso que refleja el libro de Carolin Emcke, Contra el odio (2017). Emke dice en EL PAÍS: "Tenemos que restablecer la universalidad del discurso de los derechos civiles", poniendo como ejemplo a España. "Me emocionó muchísimo la reacción de España a los atentados de 2004. Los españoles dijeron 'no vais a transformar con las bombas nuestra sociedad, no nos vais a quitar nuestra libertad'. Fue increíble".
Las ciudades abiertas, más libres y democráticas son la alternativa. Los ciudadanos más valerosos no son los héroes, sino los protagonistas anónimos de la lucha por conseguir ciudades más justas en medio del caos capitalista, de sus conflictos de consumo mundial.