Las caras del 25 de noviembre
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He vuelto a caer. Otra mínima protuberancia en el suelo y de nuevo desplomada sin remisión ni remedio.
Esta vez llevaba las manos en los bolsillos del anorak; por tanto, caí de cara (y de rodillas). Recordé las bromas suscitadas por la ocurrencia de un amigo de la infancia que un día, a raíz de sufrir un accidente con su Vespa, contaba que mientras aterrizaba de cara iba diciéndose: «no pongas las manos, no pongas las manos, que te las romperás». Tenía razón. Siempre que pienses que es mejor romperte la cara que un brazo. Todo es cuestión de prioridades. En todo caso, los brazos en esta ocasión me quedaron suficientemente indemnes.
La cara es todo un poema. Como si alguien me hubiera pegado con precisión y contundencia un derechazo en plena mandíbula, y después se hubiera cebado golpeando labios y mejilla. Del ojo, mejor ni hablar, lo único que se me ocurre decir es que ¡que bien protegido está!, ¡qué trabajo de perfecta ingeniería es la cara humana, qué maravilla!
Al día siguiente, 25 de noviembre —Día contra las violencias contra las mujeres desde 1981—, salgo a la calle. Me conmovió y preocupó ver que —menos una señora mayor en el autobús— la gente de la parada del bus, la gente con la que me cruzaba, la del supermercado a donde fui a comprar, cuando me veía la cara, no tardaba ni una milésima de segundo en apartar la mirada; hacían ver que no me veían ni a mí, ni la cara y sus circunstancias.
Como no hace ni cuatro meses que me rompí el brazo, pude comparar la reacción. Cuando te rompes un brazo, mucha gente desconocida cuando entras en un sitio, en la calle, en el mercado, cuando vas al cine —amable y considerada—, te pregunta qué te ha pasado y sobre todo, sobre todo cómo te lo has hecho.
El 25 de noviembre pude comprobar en propio cuerpo que si te has roto la cara, es posible que se deduzca que quizás alguien te la rompió, también pude constatar hasta que punto molesta, incomoda —en cierto modo, trastorna— la visión de una posible víctima de violencia machista.
Mejor no preguntar, mejor no saber, mejor simular que no lo ves, mejor mirar hacia otro lado (no escuchar ni oír, en definitiva, los gritos del piso de al lado). Una invisibilización en toda regla; por tanto, un menosprecio. Un lavarse las manos con todos sus avíos. Un pequeño ejemplo de lo que ocurre con las mujeres maltratadas.
Hace mucho tiempo una amiga a la que atracaron cuando entraba en el portal de su casa y a la que el ladrón pegó un puñetazo, pudo ya darse cuenta de ello. No ha habido grandes cambios, no hemos mejorado mucho. Cuando tanto se habla de la implicación de todo el mundo, de toda la sociedad, en la lucha contra los malos tratos, contra las agresiones, qué menos que preguntar a una posible víctima, a una agredida, qué le ha pasado y cómo. Pues no, sigue siendo una cuestión relegada al ámbito privado, no una alarmante cuestión pública de violencia estructural.
(No descarto que haya un número personas de las que vuelven la cara, de las que desvían la mirada y no preguntan, que actúan precisamente así para no violentar a la supuesta víctima, para no avergonzarla —la perversión de los malos tratos es infinita—, para no obligarla a mentir. La otra cara de la misma moneda.)
Por cierto, estos días he leído en varios diarios que el Día internacional para la eliminación de la violencia contra las mujeres lo instauró la ONU en 1999. No es exactamente así. En 1981, casi veinte años antes, fueron los movimientos feministas latinoamericanos quienes decidieron que el 25 de noviembre sería el Día Latinoamericano de la Violencia contra la Mujer, en homenaje a las hermanas Patria (27 de febrero de 1924-25 de noviembre de 1960), Minerva (12 de marzo de 1926-25 de noviembre de 1960) y María Teresa Mirabal (15 de octubre de 1935-25 de noviembre de 1960).
Las tres eran férreas y decididas opositoras al sanguinario régimen del dictador Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana y por eso, y por el machismo de Trujillo que creía que podía disponer a su gusto y cómo quisiera del cuerpo de Minerva Mirabal, fueron detenidas, violadas y torturadas en varias ocasiones. El 25 de noviembre de 1960, las tres fueron brutalmente asesinadas.
Conocidas como «las mariposas», un libro magnífico de Julia Álvarez, En el tiempo de las mariposas (traducido por Rolando Costa Picazo. Buenos Aires: Atlántida, 1995), las recrea fielmente sin traicionar el espíritu de su historia y personalidad. Huyendo de la represión costarricense, la familia de la futura escritora, justamente también en 1960, cuando ella contaba sólo diez años, tuvo que exiliarse a EEUU.