La víctima y la cultura que la culpabiliza: la importancia de la serie 'Unbelievable' de Netflix
La víctima sufre una segunda agresión: la de un sistema legal que no respeta su trauma y que cuestiona su credibilidad.
Una de mis amigas fue violada cuando era una adolescente. Lo hizo un amigo cercano, que le amenazó con un cuchillo en su propia casa y la encerró en la habitación de sus padres para agredirla. Unas horas después, cuando ella decidió acudir a la policía de mi país (Venezuela) para denunciar el crimen, le atendió un agente que le miró de arriba a abajo, con una media sonrisa aburrida.
— ¿Violada? ¿Quién va a querer violarte?
Mi amiga tenía sobrepeso, el cabello corto y un grave caso de acné facial. Era una mujer muy joven de dieciséis años, que jamás había tenido una relación sexual antes del episodio de abuso y que no sabía cómo explicar lo que había sufrido. Acudió sola para hacer la denuncia porque estaba aterrorizada de lo que sus padres podrían decir, de cómo explicar que había sido violada por el mismo muchacho que pasaba buena parte de la semana en casa, que era el mejor amigo de su hermano mayor y el que la llevaba de vez en cuando a la escuela. El comentario del hombre le tomó desprevenida y le hizo perder el poco valor que había reunido para llegar allí y atreverse a denunciar. Aturdida, se echó a llorar y el policía, alarmado e irritado, la hizo sentar frente al escritorio que ocupaba con un gesto impaciente.
— Cuente pues, como se acuerde. Apúrese que hay mucho que hacer.
Intentó hacerlo, pero recordaba poco. Apenas imágenes de gritos, golpes, del dolor que le había provocado la violación. El policía la miró desconfiado y luego de escuchar lo poco que ella pudo decir, le hizo una docena de preguntas, algunas sin relación con el hecho traumático que había sufrido. ¿Tienes novio? ¿Tus papás sabes que tus amigos van a tu casa? ¿Estabas bebida? Años después, mi amiga me contó que sintió tanto miedo por la desconfianza del policía como después se lo provocó intentar contar lo que había ocurrido a sus padres, que se comportaron de una forma más o menos parecida. Tanto el policía como sus padres, parecían más interesados en su comportamiento que en lo que había sucedido. Tanto uno como el otro, estaban convencidos que, de una forma u otra, ella “se había buscado” el hecho violento que vivió. Un pensamiento escalofriante que, en ese momento, paralizó a mi amiga por completo.
— No te imaginas lo que es sentir que, simplemente, nadie te cree — me contó hace poco —, que tienes que demostrar que no lo provocaste, que no hiciste nada, que no te equivocaste en nada. Que no era como ibas vestida o lo que dijiste, la forma en que lo miraste o las cosas que olvidaste hacer. Cuando te violan, eres la responsable de tu propio crimen.
Al final, mi amiga no hizo la denuncia. “No pude imaginar que tendría que hacer después”, me explicó. Me cuenta que se levantó de la silla, temblando de miedo, y salió de la oficina en la que, por una hora, le habían acusado más o menos de haber provocado su propia violación. En los siguientes diez años, vio a su agresor casi a diario en casa, en los almuerzos familiares, en las pequeñas celebraciones privadas, en la boda de su hermano. Sufrió estrés postraumático, un gravísimo cuadro de bulimia. Intentó suicidarse. Sus padres jamás creyeron que se había tratado de un delito. “Algo hiciste para provocar a ese muchacho”, le dijo su madre la única vez que hablaron sobre el asunto.
— En lo que pude, me alejé de mi familia porque eran también, parte de la agresión — me contó.
El caso de mi amiga no es único. Mucho menos, poco frecuente. Según cifras de la UNODC (Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Crimen) cada año se cometerá un millón de violaciones. Es una cifra falsa, por supuesto, porque no incluye a todas las víctimas que no denunciarán, que serán presionadas por sus familiares, esposos, el miedo natural de la víctima o quizás solo la cultura para guardar silencio. Probablemente por ese motivo se insiste en que la violación es un delito invisible. O se pretende que lo sea: En muy pocos países hay estadísticas claras, y las muy escasas disponibles no reflejan la crueldad de una circunstancia que enfrenta a la mujer con una idea cultural que no controla y la supera. Recuerdo todo lo anterior mientras veo la serie Unbelievable (Susannah Grant para Netflix), con toda probabilidad el programa más feminista estrenado en la pantalla chica durante los últimos años, pero no por las razones obvias que le pudieran merecer semejante denominación. El argumento es una mirada profunda y respetuosa acerca del proceso privado que atraviesa una víctima de violencia y también un homenaje a su fortaleza, una perspectiva que muy pocas veces se toca en el mundo en el entretenimiento y que cuando se hace, suele estar rodeado de una extraña concepción sobre una culpabilidad tácita de la víctima sobre el crimen que sufrió.
Basada en el artículo ganador del Pulitzer escrito por T. Christian Miller, de ProPublica, y Ken Armstrong, del Proyecto Marshall, la historia sigue los intentos de dos policías por atrapar a un violador en serie, luego de que su primera víctima fuera considerada poco confiable. Pero en medio de ese amplio arco argumental, la serie medita la forma en la que la violencia sexual se percibe en el contexto moderno. Grant hace un recorrido por el papel femenino contemporáneo, que mira desde una óptica subversiva. Las mujeres de la serie son protagonistas activas sobre situaciones complejas contra las que luchan con inteligencia y una refinada sensibilidad. No obstante, Unbelievable no intenta enviar mensajes políticos: su reflexión se basa sobre las relaciones de poder que presionan y juzgan a las mujeres y pone en relevancia la necesidad de visibilizar las voces femeninas, su importancia y trascendencia.
Lo más valioso en Unbelievable es el hecho de hacerse las preguntas correctas sobre la forma en que comprendemos un acto de violencia de consecuencias incalculables. Nuestra sociedad consume símbolos y nos convierte en observadores. Nos hace partícipes de una serie de mensajes que podemos comprender o no, asumir o no. Incluso aceptar o no. Tal vez por ese motivo la premisa de una cultura que favorece la violación sea tan inquietante. Y, sin embargo, existe: Es aquella que favorece la violencia sexual y plantea la agresión como inevitable. La que ve la violencia como algo sexy y el sexo como algo violento, y mezcla ambos conceptos — violencia y sexo — para vender ideas sobre el placer y el poder sexual. La cultura que propicia la violación insiste que la violación puede ser un arma, la que culpa a la víctima, la que exige que sea la mujer quien prevenga la violación y, de hecho, le responsabiliza por la violencia que pueda o no sufrir. Es la misma idea que se cuestiona sobre si una esposa o una prostituta pueda ser violada, como si la mujer sexual se convirtiera en objetivo de la agresión. ¿Es admisible que la sociedad en ocasiones disculpe un acto de violencia sexual insistiendo en “los hombres se comporten como hombres”, como si no pudieran controlar sus impulsos sexuales? ¿Hasta dónde la sociedad vende la idea que la mujer violada debe cumplir un estereotipo — virgen, agredida, golpeada — y que no admite que algunas mujeres simplemente callen por la misma vergüenza sobre su sexualidad que la cultura les inculca desde pequeñas? La serie cuestiona todos los estereotipos relacionados con la violencia sexual y lo hace con la firme convicción de remover la estructura que sostiene la mirada sobre la violencia que favorece al agresor. Nuestra sociedad asume lo femenino como una contraposición a lo masculino y que pocas veces analiza a la mujer más allá de su rol social. ¿Qué ocurre entonces con la víctima? ¿Con la violada que calló por miedo? ¿La que no fue golpeada sino drogada? ¿Qué debe interpretarse de una sociedad que fomenta que se guarde silencio sobre un delito sexual? ¿Qué denigra a la víctima?
Porque cuando hablamos de violación, no hablamos de sexo. Hablamos de poder, hablamos de destrucción de la identidad femenina. La violación no tiene nombre ni rostro: es un delito anónimo. Lo es en la medida que la víctima muchas veces debe lidiar con la violencia y también con la responsabilidad moral de verse estigmatizada por el peso de una culpabilidad ficticia. A diferencia de otros crímenes, en la violación se especula sobre cuánta responsabilidad pudo tener la víctima en un hecho de violencia sin matices. Es sin duda ese terreno borroso, esa cualidad que supone interpretable el delito, lo que hace que una mujer violada sea dos veces víctima: Lo es a manos de su agresor y también de la sociedad que la ataca con el prejuicio. Más allá, el silencio cómplice de una cultura que admite la violencia como manifestación de poder y que, incluso, la intenta justificar como idea social. La víctima sufre una segunda agresión que debe soportar sobre las heridas de la primera: la de un sistema legal que no sólo la somete a un doloroso y exigente proceso que no respeta su trauma sino también a un sistema que, de origen, cuestiona su credibilidad.
Al final, Unbelievable es una reflexión sobre la compasión y el respeto hacia quienes han sufrido agresiones y que deben lidiar, además, con un sistema que acentúa los peores rasgos de la experiencia que debieron soportar. Una mirada de singular poder sobre el hecho que nuestra cultura debe asumir que la violencia sexual debe ser comprendida como un crimen absoluto, sin matices. Desde una perspectiva original, un argumento brillante, pero, sobre todo, una conexión profunda con la posibilidad de humanizar los procesos que tienen por objetivo la búsqueda de justicia para las víctimas de agresión sexual, la serie cambia la percepción sobre un tema controvertido en un momento necesario para su comprensión más profunda. Un mensaje global y de enorme importancia en la actualidad. Quizás, su mayor logro.