La UE, Karlsruhe y la 'tentación dominadora' de Alemania
Los jueces del Tribunal Federal Constitucional son la punta de un iceberg que cree que los nacionalistas son siempre los demás.
La reciente sentencia del Tribunal Constitucional Federal de Alemania contra la política de compra masiva de deuda pública del Banco Central Europeo (BCE) es uno de los atentados más graves que se han cometido contra las propias leyes de la Unión, que prevalecen como es natural sobre las de los Estados miembros.
Los magistrados, y quienes los pusieron en rumbo de colisión, se miraron el ombligo: el BCE tiene su sede en la ciudad de Frankfurt; y debieron de pensar sus señorías que esa era razón bastante para meterse en casa jurisdiccional ajena. Pero desde 2009 es una Institución de la UE, condición que adquirió en el Tratado de Lisboa; y las instituciones de la UE sólo dependen, como es obvio, de la UE. Y quién únicamente puede entender de la legalidad o ilegalidad, pertinencia o no pertinencia, de sus actos es el Tribunal de Justicia… de la Unión Europea. No los de cualquiera de los Estados miembros.
Por eso la presidenta de la Comisión Europea, la demócrata cristiana (CDU) Ursula von der Leyen, exministra de Defensa con Angela Merkel, ha salido de inmediato a defender el derecho de la Unión y ha arremetido contra la decisión del Tribunal Constitucional Federal. “Quiero garantizar una cosa -dijo- la política monetaria de la Unión Europea es una competencia exclusiva (…) El derecho europeo tiene prevalencia sobre el derecho nacional, y por supuesto que los dictámenes del Tribunal de Justicia de la UE son vinculantes en (para) todos los tribunales nacionales. Me tomo este asunto muy en serio”. Tan en serio que no descarta iniciar un procedimiento de infracción contra Alemania.
Pero este acto del Tribunal de Karlsruhe, que se pone ‘técnicamente’ al mismo nivel de los ‘insumisos’ gobernantes nacionalistas de Polonia, Hungría etcétera, vergüenzas de un europeísmo, que es solidario y respetuoso con las leyes de la Unión, o no lo es, no es un hecho aislado. Forma parte del ambiente desde que con motivo de la crisis de 2008 Alemania puso la protección de sus bancos por encima del principio de solidaridad. Y esto no lo digo yo: lo dijo Helmut Schmidt.
Tras la irrupción del coronavirus, que ha puesto patas arriba a muchos de los 27, el Gobierno alemán no ha dejado de poner obstáculos y reparos a un proyecto comunitario de reconstrucción. Alemania, y otros países del Norte de Europa, como Holanda, no han cesado de mostrar su reticencia, cuando no una actitud claramente prepotente hacia los del sur. Y precisamente, contra esa tentación nacionalista, contra ese impulso paternalista, contra esa tentación dominadora, es sobre lo que advirtió y previno en un memorable discurso, durante el Congreso del SPD (Partido Social Demócrata) en Berlín en diciembre de 2011 el anciano excanciller Helmut Schmidt desde una silla de ruedas, pero con voz firme y enorme valentía. No es cierto, vino a decir, que sólo hubiera una única manera de afrontar los tsunamis que llegaron a Europa en la crisis de 2008.
Tampoco la política alemana, ni la europea que la siguió, tuvieron en cuenta los efectos secundarios de unos recortes diseñados no en función de los equilibrios económicos y sociales sino de la prioritaria protección de los intereses inmediatos de inversores y bancos. Como anunció Schmidt, eso originaría una fractura entre Alemania y sus vecinos. Una ruptura interior del espíritu solidario y de mutua confianza sobre el que se edificó la Unión. La sentencia del Tribunal de Karlsruhe contra el BCE lo confirma. No es el inicio de un enfrentamiento; es el resultado de un enfrentamiento subyacente. De un peligroso revisionismo.
Schmidt inició sus palabras en Berlín reconociendo una hipoteca histórica: “Alemania no será un país normal en el futuro próximo porque tenemos como obstáculo el único y descomunal peso de nuestra historia. Y además tenemos como escollo la situación central dominante, en lo económico y en lo geográfico, que Alemania ocupa en nuestro bien pequeño continente, con su multitud de Estados-nación diferentes”.
En otro momento se refirió a algo que los alemanes han encerrado en una caja fuerte. La reunificación fue posible por la ayuda que recibió la RFA de la CEE-UE. Ahora el ‘club’ vive otro momento crucial como el que daba causa a las palabras del canciller en 2011, cuando apenas se estaba superando la gran recesión disparada por la avaricia de un mercado que se salió de control, y que al final se impuso sobre la política.
Por qué la covid-19 ha producido mayores estragos en Francia, Italia, España… y en otros países de menor población, como Bélgica, que en Alemania aún es un misterio; uno de los tantos que ha traído un coronavirus del que sólo muy poco a poco se van conociendo sus ‘trucos’. El Reino Unido es ahora mismo líder en mortandad, pero en su caso sí hay pistas: el negacionismo y la política errática de contención de su alocado premier, Boris Johnson.
La realidad es que todos los miembros de la UE (Gran Bretaña ya no lo es) necesitan en mayor o menor medida la ayuda comunitaria. La palabra ‘reconstrucción’ da la exacta medida del desastre. Tras la II Guerra Mundial Europa resurgió gracias a ayudas externas para su reconstrucción. El propio embrión de la Unión, el Mercado Común, fue una de las palancas decisivas.
Los grandes estadistas alemanes hasta el otro Helmut, el demócrata cristiano Kohl, tenían asumido, y lo aplicaban en su día a día y en el largo plazo estratégico, algo que dijo Schmidt en el congreso del SPD: “todavía no nos queda claro que, en casi todos nuestros países vecinos, existe un recelo latente contra los alemanes, que tal vez persista durante generaciones (…) Cuanto más creció la RFA en peso económico, militar y político durante los años 1960, 1970 y 1980, más creció a ojos de los líderes de Europa occidental la necesidad de preservar la integración regional como reaseguro contra la tendencia alemana a dejarse seducir por su propio poder”.
Para el excanciller era evidente que “la confianza depositada en la confiabilidad de la política alemana se ha deteriorado. Estas dudas y preocupaciones son resultado de errores en la política exterior de nuestros políticos y gobiernos…”.
Es obvio que el orador se refería al manejo de las ayudas a la crisis griega, portuguesa, de Irlanda del Norte y española por Merkel y los ‘hombres de negro’. “Todos nuestros superávit son déficit de otros países. Nuestras exigencias a los demás son sus deudas. Se trata de una enojosa violación del ‘equilibrio del comercio exterior’ que alguna vez elevamos al estatus de ideal legal. Es una violación que debe intranquilizar a nuestros socios”, reconocía en realidad.
Y sí, “en varias capitales europeas y en los medios de algunos de nuestros países vecinos existe una creciente y renovada preocupación por la dominación alemana”. Desde aquél momento, 4 de diciembre de 2011, esa sensación no ha dejado de crecer.
Los jueces de Karlsruhe han caído en esa tentación dominadora. No han tenido en cuenta la propia historia alemana y el sentido de la integración europea. El viejo estadista socialdemócrata sostenía que el trabajo los alemanes “hemos llevado a cabo en seis décadas no lo hubiéramos podido realizar solos y con nuestro propio esfuerzo…”. Pero en los últimos años se está comprobando que como dice un viejo refrán, “el gallo no se acuerda de cuando fue pollo”.
Desde hace unos años el debate se ha centrado en los ‘ajustes’; sin embargo la socialdemocracia europeísta que representaba Helmut Schmidt tenía un modelo alternativo para el inmediato futuro, que es hoy. El mañana siempre llega. La estrategia de confiar ciegamente en los ahorros presupuestarios –explicaba– es equivocada y peligrosa”. En cambio, defendía ardorosamente otro paquete de medidas para la Eurozona. Y sobre todo creía que era “inevitable asumir una deuda común (…) no debemos oponernos a eso por razones nacionales egoístas”.
Los jueces del Tribunal Federal Constitucional son la punta de un iceberg que cree que los nacionalistas son siempre los demás. Son los actuales políticos alemanes, y el tejido económico, sus patronales, sus sindicatos, los que deben cortar la inercia del ‘tic dominador’ y creer que Europa es posible acudiendo a las ‘cuentas de la vieja’.
El mejor futuro para Alemania es más Europa y no menos. Tratar de erosionar las instituciones de la UE, como el BCE, con maniobras de leguleyo engreído, no deja de ser nacionalismo de ombligo.