La sociedad de exclusión (del bienestar a la globalización)
La sociedad de exclusión (del bienestar a la globalización)
En la anterior entrega ('¿Trump como oportuna cabeza de turco?') de este blog me centré en enumerar las amenazas que plantea un personaje que es exponente de una sociedad enfrentada al vértigo, al encogimiento de sus clases medias. También apunté alguna de las causas profundas que explicarían el advenimiento de este peculiar presidente, incontinente e inconsciente tuiteador. Ahora enumero las causas, agregando algunas claves que explicarían por qué ni el fenómeno de Trump, ni el trumpismo (el populismo) son consecuencia exclusiva de la ventolera electoral de unos cuantos millones de norteamericanos... o europeos.
El fin de la sociedad del bienestar
Todo comenzó a derrumbarse en la década de los 80 ante la ceguera de las élites políticas y sociales que pensaban que la realidad del presente se proyectaría indefectiblemente en el futuro. Con Reagan y Thatcher llego la desregulación. La orgía de la funesta teoría de que los mercados en libertad producirían su propia regulación. Fue el imperio imparable del capitalismo financiero tan ciego como brutal.
No se imaginó siquiera que el proceso de consenso social, de sociedad del bienestar había quedado tocado como el Titánic por el iceberg de la economía especulativa.
Una economía fundamentada en los artificios financieros cuya fundamentación no era el capital como motor del progreso material y tecnológico, sino como mero mecanismo de acumulación mediante «brillantes operaciones» de ingeniería financiera. De la economía de casino.
Y el caos, la pobreza, la macrocrisis que hemos sufrido no fue simplemente la consecuencia de «ciclos naturales, bíblicos», de los siete años de vacas gordas-vacas flacas. Fue el lógico resultado de la brutal desregularización, al que ni la socialdemocracia ni el liberalismo ilustrado supieron o quisieron poner freno. Fue la vuelta al liberalismo decimonónico reaccionario en estado químicamente puro, opuesto al liberalismo progresista que destruyó la sociedad estamental del antiguo régimen, que fue partícipe del consenso social postbélico de 1945.
Si observamos hoy la decadencia de la participación en el PIB de la rentas del trabajo frente al expansivo aumento de las rentas de capital, contemplamos como la especulación, la globalización salvaje, la informatización y robotización han dado lugar a la destrucción de la clase media, la verdadera garante de la estabilidad política y social.
Los marcadores socioeconómicos son determinantes:
Hacia la sociedad de la exclusión
Desde mediados de los ochenta la acumulación de la riqueza ha sido constante frente al ciclo anterior de distribución progresiva.
El informe PwC del foro de Davos (¡ciertamente no marxista-revolucionario!) es tan nítido como preocupante: la globalización ha beneficiado principalmente a las élites occidentales y asiáticas, cada vez más ricas, ahondando el foso entre la cúpula y una cada vez más amplia base de empobrecidos y excluidos. La desigualdad se acrecienta.
Casi la mitad de los altos ejecutivos consultados por PwC (¡no los líderes antisistema!) reconocen que la apertura sin restricciones del comercio no ha servido «ni para reducir las desigualdades ni tampoco para tener un sistema fiscal más justo ni para mejorar la lucha contra el cambio climático».
Hoy, ocho personas concentran en sus manos una riqueza equiparable a la mitad más pobre de la población del planeta, compuesta por ¡3.600 millones de personas!, y en España solo tres privilegiados poseen el equivalente al 30 % menos favorecido.
Podríamos decir cínicamente que nunca los pobres han vivido mejor que ahora, pero no es cuestión de escasez sino del creciente peso de la desigualdad. La estabilidad puede producirse en sociedades de baja renta... pero igualitaria. El problema se encuentra en la desigualdad, en el crecimiento de la injusticia, en el índice GINI.
En el primer mundo encogen las clases medias (la estabilidad) en el segundo o tercero los parias se proletarizan (en la explotación de hoy mejor que la miseria de ayer).
De aquellos polvos viene este océano de lodos. Este tsunami creador de la patología social que está convirtiendo a nuestros conciudadanos en votantes de opciones populistas, xenófobas, racistas, incluso criminales. La destrucción de los principios éticos de la democracia desde la propia democracia.
Y reconozcamos también que es difícil, casi imposible, poner puertas al campo: nuestra sociedad postindustrial lleva en su seno el peligrosísimo germen de la destrucción.
En el siglo XIX los trabajadores manuales creyeron que la industrialización acabaría con sus empleos. Que las máquinas destruirían sus puestos de trabajo. Así se entiende la primaria reacción ludista, la destrucción de las fábricas.
Pero aquellos obreros quedaron insertos en un sistema donde se precisó una mano de obra extensa. Nuevas fábricas, minas, que necesitaron de centenares, miles de hombres. Campesinos que pasaron a gestionar máquinas para las que era suficiente un aprendizaje de semanas... aunque, debe reconocerse, en condiciones de explotación como neoesclavos «libres». La respuesta fue la base del socialanarquismo revolucionario.
Ahora no es siquiera una ecuación de explotación. Ahora, la robotización, la informatización expulsa a millones de trabajadores cuya experiencia resulta superflua ante la impecable precisión de robots e informática. Nuevas herramientas creadas y dirigidas por unos pocos técnicos especializados. «Obreros-ingenieros» de bata blanca.
La ventaja de la máquina informatizada, robotizada, es su desconexión sin costo. Su jubilación sin pensión y su actualización-expulsión por otra mejor.
Las cadenas de montaje de vehículos ayunas de los centenares de miles de obreros del ayer son buena prueba de ello, y la ciudad-desierto de Detroit su mejor ejemplo.
En España, el 70 % de los ejecutivos más importantes reconocen que la robotización y la informatización afectarán a sus plantillas ¡lógico!
La globalización salvaje no es una panacea
Globalización y revolución postindustrial son expresiones con su cara, el progreso, y su cruz, el paro sistémico.
Tomemos a la primera economía mundial: EE UU. Allí la globalización fue la responsable del paro en un 13 % de los empleos perdidos... y la robotización-automatización del 87 % restante.
Y estamos hablando de una economía hiperdinámica. Si tomamos la española, con escasas alternativas y gran dependencia del turismo (un paro que afecta al 20 % de la población y al 50 % de los jóvenes), el panorama es más que preocupante.
Los datos (no los píos deseos) son tozudos. Las quince economías de punta en el mundo perderán en los próximos cinco años ¡siete millones de empleos! y solo se crearán dos millones. Tampoco es una estimación de los «antisistema» sino del Foro Económico Mundial.
En España, con un ritmo de robotización-informatización del 20 % de crecimiento se estima que las máquinas ocuparán un 12 % de los actuales empleos. De ellos, un 60 % en los sectores manufactureros, servicios y agricultura. Estimaciones de la OCDE.
Miremos nuestro futuro que es ya presente, con un 50 % de paro juvenil y huérfanos de estrategia económica más allá de buenos deseos y agradables palabras.
Y este vértigo navega en el océano de una economía global con una base tan frágil que solo se mantiene por el consenso de quienes saben que nunca podrán cobrar sus créditos de unos deudores que son conscientes que jamás podrán pagar sus deudas.
El planeta flota en el consenso de no tocar el sideral endeudamiento público y privado. Deuda que cíclicamente se renegocia a su vencimiento dando por solventes a quienes, en el mejor de los casos, pagan sus cuotas... para seguir endeudándose a fin de cubrir los créditos vencidos con otros nuevos.
Si mañana China exigiera el pago de los bonos norteamericanos sin renovarlos sin renovarlos recirculando el resultado positivo de su balanza de pagos, la economía USA (y la china, y la mundial) estallaría en una crisis impredecible.
Estamos ante una economía financiera de casino. Un sistema que no resistiría una sola empresa... pero que se admite como válido (¡qué remedio!) para los estados.
La ecuación de oro del capitalismo, que el volumen fiduciario debe equivaler a la riqueza real, que solo es deudor fiable quien posee activos que cubran su crédito, se conoce y reconoce que hoy no es posible. Que lo válido para IBM, Toyota., Nestlé o Chevron...no puede exigirse a Brasil, Japón, Estados Unidos, Nigeria... o España.
En Cataluña hay un cínico refrán que refleja este «caos-estable»: «día que pasa, año que ganamos».
Los optimistas sin otro fundamento que su esperanza exponen que «la destrucción de la economía obsoleta dará lugar a 'otro' (¿qué otro?) crecimiento. Nuevos procesos que recuperarán los puestos de trabajo perdidos».
Olvidan (o no quieren ver) que un tsunami tecnológico ha arrasado lo que fue hasta ahora un permanente proceso de empleo extensivo. De los esclavos del ayer... a la robotización/informatización de hoy.
Pero ese mundo acabó. Hace unos días Jaume Giró, el Director General de la Fundación Bancaria La Caixa (La Caixa, no los «anticapis» de Podemos) durante la conferencia que pronunció en el Fórum social Pere Tarres, definió la automatización del trabajo como «el desafío más importante que tendrá que encarar el mundo en el ámbito económico y laboral» y advirtió de que «probablemente el ritmo de creación no se equiparará al de pérdida de puestos».
Hoy el paradigma es la globalización (precarización por deslocalización) de la mano de obra ante la que los sindicatos tradicionales son patéticos espantajos, ¿cómo enfrentarse a la desubicación de los procesos productivos, incluso a la transformación revolucionaria de las fábricas hasta ahora integrales en terminales mediales de montaje de partes producidas al mejor (inferior) coste en cualquier lugar del mundo?
La industria del mañana, de hoy, no será sino un difuso centro de control de una marca comercial registrada que «proletarizará como autónomos» los inventos de terceros fabricados posteriormente en factorías ubicadas en diez, veinte lugares de todo el mundo.
Empresarios deslocalizados y también «proletarizados-externalizados» que asumirán los riesgos del mantenimiento de la empresa y, por tanto, precarizarán/temporalizarán los puestos de trabajo. Una cadena sin fin donde los beneficios se acumulan progresivamente en la cúpula.
Y la comercialización/distribución también externalizada concluirá en un máximo valor añadido que residirá en una trademark. Un edificio de oficina supermoderno con dirección multinacional tan apátrida (tan inaprensible) como la propia marca.
¿Qué futuro?
¿Un futuro orwelliano? No, nuestro presente cuyo mañana nació ayer.
En aquella conferencia Jaume Giró (que sepamos no es precisamente comunista) advirtió del riesgo de que la cuarta revolución industrial genere un vacío en la clase media, con la inteligencia artificial y la automatización de nuevos puestos de trabajo: «Los efectos que esto puede tener sobre la cohesión social y sobre la democracia real son imprevisibles».
Y avisó de que
"(...) este vaciamiento ya se da en algunos países en forma de desigualdad, ante lo que apelo a una respuesta política. La mayor o menor fortaleza e inclusividad de las instituciones hará decantar la balanza hacia el progreso o hacia el retroceso".
Porque el ser humano tiene la mala costumbre de vivir todos los días con idénticas necesidades. No existe interruptor. Y cuando es viejo, gastado, no parece muy propio darle de baja, amortizarle como a una máquina. Ya no sirve pero resulta inevitablemente caro mantenerlo vivo y con salud.
Si a ello sumamos que en aquellos empleos donde la mano de obra sigue siendo necesaria (o más barata que la robotización), se produce la externalización, esto es, el traslado a países donde el mercado laboral resulta más barato y dócil, la consecuencia resulta evidente: el trabajo ha dejado de ser extensivo a ser hiperintensivo y exportable.
El inmediato pasado, el presente... y el futuro es de Europa y Estados Unidos a China, de allí a Vietnam y por fin a Camboya. La escalera sin fin de la mano de obra a la baja. El dato clave es que hemos pasado de la sociedad de inclusión (incluso injusta) a la de exclusión (más aterradora si cabe).
Pero nuestra sociedad precisa de un rejuvenecimiento continuo, esto es, una tasa de natalidad (o de reposición) suficiente para el mantenimiento de un mínimo de crecimiento poblacional... que simultáneamente da lugar a un exceso de oferta de mano de obra. El sistema inevitablemente produce el oxímoron del rejuvenecimiento y la limitación del trabajo, el paro juvenil. Un exceso poblacional que inevitablemente concluye en el paro sistémico: la sociedad de exclusión.
Una sociedad donde un porcentaje de la población vivirá en la ciencia y conciencia de ser innecesaria. De vivir, malvivir, del subsidio como una forma de garantizar la paz social.
Pero una población subvencionada es una sociedad envilecida, amoralizada. Una sociedad donde no existen valores que transmitir a los hijos. ¿Para qué esforzarse en la escuela, para qué tener valores éticos si es irrelevante el esfuerzo, si no existe optimismo por el futuro porque el futuro es el presente o el pasado que verán en sus padres cuya única actividad es la chapuza ocasional, el levantarse tarde por la mañana, el alcohol, el sexo (la pornografía) o el fútbol?
Volvamos a Jaume Giró que ratifica lo expuesto:
«En un futuro las ayudas públicas "tendrán que ir a más", porque hay personas que no podrán acceder al mercado y la sociedad tiene la obligación moral y política de acompañarlas».
«La debilitación de la democracia y de las libertades individuales, junto a la emergencia de movimientos xenófobos y excluyentes suponen una amenaza hoy que no podemos menospreciar", avisó, y explicó que son desafíos de dimensión universal».
Y de ello tenemos prueba suficiente en los guetos de exclusión que existen en la sociedad moderna. Guetos que van ampliándose a medida que la desertificación de las clases medias avanza imparablemente como las arenas en el Sahara.
Un futuro, un presente inquietante. Ante el que el silencio o los buenos deseos no son sino la mejor versión de la praxis del avestruz.