La resistencia
Me lo contó, una anodina tarde en Las Ventas, un ayudante de dirección de Ladislao Vajda: cuando solicitaron un figurante, que debía dejarse coger por el novillo, para la película Tarde de toros, la menesterosa cola dispuesta al percance parecía más propia de MasterChef que de aquel casting de gladiadores anónimos.
El elegido, mientras era retirado en volandas, sangrante y magullado, pedía otra toma, pensando en el sueldo extra que supondría un nuevo puntazo.
Hay quien cifra su porvenir en los siguientes cinco minutos (a mí me ocurre en los polvos); quien abre el paquete y, al encontrar nada más que dos pitillos macilentos, ofrece el que le sobra sin pensar en toda la noche que aún queda por delante. Quien saber sostener un chato de tinto, sin llegar a apurarlo, mientras el frío se adueña de la calle.
Luego están aquellos a quienes Machado maldecía porque pretendían saber sin beber el vino de las tabernas, "pedantones al paño" que nada bueno han dejado, ni dejarán nunca.
De entre los primeros, a quien más admiración profeso es, sin duda, a Pedro Beltrán, poeta maldito por decisión propia; actor hierático que encarnaba como nadie la España oscura que tanto odiaba; guionista experto en recovecos y en vendavales de imaginación (El extraño viaje, Mambrú se fue a la guerra...), y bohemio a tiempo completo. Sableador de amigos, parientes, conocidos y público en general.
De él se dijo que formaba parte del mobiliario del Café Gijón, donde recitaba a media voz poemas que no quería publicar para no meterse en problemas.
Él mismo contaba que sus cofrades protestaron a gritos durante la exhibición, en los añorados sótanos de la Gran Vía, de un faquir que, encerrado en una urna (la única permitida entonces), descansaba en un colchón fumando cigarrillos de la marca que lo patrocinaba. Ellos defendían que con aquel régimen Pedro Beltrán hubiera engordado.
Y engordó, y mucho, entre dos planos de Calabuch. En el primero, rodado en Madrid, en estudio, y vestido de guardia civil, abría una puerta. En el contraplano correspondiente, rodado en Peñíscola tras un par de semanas de dietas abundantes, se le había quedado pequeño hasta el tricornio.
Esquilmabas lo madre de la Tierra
con raíces de hombre. Miguel; árbol.
¿No bastan estos dos versos, que abren su poema dedicado a Miguel Hernández, para sentarlo en la mesa de los grandes?
Espero que la serie Arde Madrid, de merecido éxito y previsible continuidad, sepa acordarse de él. Brindo al inspirado Paco León mi papada cardenalicia y mi careto macilento para encarnarlo, aunque sólo sea vuelta y vuelta (omito mi lista tonta de cameos para no extenderme).
Llegué a tratarlo en la mesa de Viridiana, e hizo bueno el pensamiento de Ortega según el cual hay gentes que destacan, desmintiendo el igualitarismo, aun sin pretenderlo. Como muestra, basta con don Camilo, que presidía un trono de admiración incluso cuando callaba.
Beltrán paseó el Gijón y otros cafés que ya no quedan (Fornos, Pombo, La Pecera, Colonial, Lyon, El Gato Negro...), pero en cuyos locales aún rebota la atiplada voz de Borges, los exabruptos de Valle, los relámpagos de Ramón, los quiebros de Bergamín...
Y los navajazos resentidos y clasistas de Cansinos Assens, aquel impresentable sin más mérito que su amistad con el Ciego, "saludar a las estrellas en siete idiomas" y ser tío putativo de Rita Hayworth.
Los tenebrosos pinceles de Solana hicieron bien ignorándolo.
Por el declive de los cafés deambuló también, mientras se deshojaban los años ochenta, Liberto, filósofo callejero y "liberador de mercados" que declamaba su discurso paseando entre las mesas al tiempo que vendía sus libelos a los alucinados parroquianos:
Atletas, atletas de la vida, defended las alas.
A la puerta de los cines y (en gloriosas tardes de Gran Premio) también a la entrada del Hipódromo, se colocaba "Coconito" -así la bautizó Nieva en una de sus obras-, una anciana que vestía de colores su penuria, para vocear los chistes de amor que entregaba, en cuartillas de letra preciosista y cuidadosamente dobladas, a cambio la voluntad del viandante.
Todos ellos resistentes de su propia vida, falsamente frágiles, ensimismados y entregados al mundo a un mismo tiempo.
Como resistente fue Onetti, encerrado en su casa de Madrid durante sus últimos años, acomodado en la cama, dedicado al whisky y a los cigarrillos que le dictaron tantas de sus obras.
Contaba el uruguayo que escribió El pozo, esa novela de dureza y humedad, en un fin de semana en que se quedó sin tabaco. Las leyes prohibían su venta desde la tarde del viernes hasta la mañana del lunes, por lo que comenzó a teclear desaforadamente intentando olvidar. Y la opresiva niebla de Santa María suplió al humo.
O Vicente Aleixandre, poeta que nunca negó paso, atención ni consejo a cuantos adolescentes se acercaron a su casa de la calle Vellintonia (hoy luce su nombre) con la carpeta repleta de ripios mal mecanografiados bajo el brazo.
Fue, junto con Federico, el gran poeta del amor oscuro; sus versos, incandescentes, iluminaron de irrealidad aquella España machista, vencida y cabizbaja.
¿Quién dijo que ese cuerpo,
tallado a besos, brilla
resplandeciente en astro
feliz? ¡Ah, estrella mía,
desciende! Aquí en la hierba
sea cuerpo al fin, sea carne
tu luz. Te tenga al cabo,
latiendo entre los juncos,
estrella derribada
que dé su sangre o brillos
para mi amor. ¡Ah, nunca
inscrita arriba! Humilde,
tangible, aquí la tierra
te espera. Un hombre te ama.
Cantando el tiempo, quien ensalzaba la poesía a diario, con sólo respirar, era José Hierro, que escribía sus poemas en los bares cercanos a la estación de Atocha, arrullado por la infame música de las tragaperras, apoyando papeles y chinchón en el mostrador de formica, o dibujando con café en los manteles de papel.
Dibujos que me regaló, entre anís y toses, sin darles la importancia que tenían.
A mí sus poemas me quitaban el sueño.
-"A mí -me dijo-me lo quitan los sonetos que revolotean por los cajones a falta de una letra"
Abrió sus brazos resignados, golpeó la madera, bailó el Machaquito.
-"Una letra; una esquiva y puta consonante"
Su calvorota iluminaba mi chiscón, y su pinta de paseante del andamio ennoblecía aún más la luz de sus escritos.
A quien haya tenido el privilegio de escucharle escanciar sus versos, los declamados por otros le sonarán a voces de plástico.
Bendito sea Dios que inventó los prodigios
que contaba mi padre
perfumado de espliego y de tomillo.
Eran historias de ciudades mágicas
en las que el agua circulaba
por venas de metal, agua caliente y fría
(nos lo contaba al borde del regato,
helado en el invierno, seco en estío:
«Venga, a lavarse, coño, guarros».
Y obedecíamos).
Cuántas veces habré maliciado que Lorca habría muerto de un soponcio ante el impostado atropello que hizo con la musicalidad de sus versos Rafael Alberti.
Luminosa parva, avena loca que se aventa en mi memoria, desastrados que deletreaban siempre la cuarta pregunta. Benditos locos de desatar, pero siempre lúcidos, apasionados, apasionantes, y sin más horizonte que ese delirio llamado poesía.
¿Cómo será esa mañana de niebla (en breve, todas) en que Pedro Beltrán me asalte por las selvas del Retiro, junto al Ángel Caído, y, armado con su sonrisa desconcertante, me espete:
-Venga, señor García, invíteme a una copita, hombre, y le recito unas soleás que anoche me vinieron al caletre. Y si quiere, le cuento como encordamos Fernando y yo el guion de Mambrú... Por cierto ¿no tendrá un pitillito?