La Reina del Carnaval
Mi abuela era la reina del carnaval. Ella y su escoba repasaban la tarde acordándose los nombres y los ojos de quienes habían pasado por su vida. Llega un momento en que todos los amantes se hacen un solo cuerpo. Un hombre colosal como una estatua rara en medio de esa plaza extraña que es la memoria.
Ella siempre decía que su belleza había logrado hacer democrático a todo el ambiente limeño. Por ella habían pasado ministros, sacerdotes, presos políticos, inventores de máquinas inútiles, guardianes de la libertad y pescadores inauditos. Rubios, negros, chinos y seres a los cuales la felicidad se hizo eterna, cuando mi abuela los tuvo en el paraíso oscuro de sus piernas.
Abuela decía que también habían pasado viudas por su cama. Repetía que ellas se volvían un poco médium, posesas de sus propios maridos. Ellos dentro de ellas, para seguir gozando de sus senos que sabían a café, a borrachera feroz. Ella hablaba de sus senos y me los hacía tocar cuando la tarde parecía la madrugada de algo mejor. Sus senos no habían dado de mamar a sus hijos, pero sí habían repartido su calor entre todos los hombres que la hicieron suya. Ella argumentaba que en vez de leche era mejor dar luz o sueños mejores, para soportar una vida tan dura como la vida de mi país sudamericano. Mi abuela contaba que no era cosa de avergonzase, la verdad nunca humilla. Nos humillan los que hacen de una verdad un dogma.
Las demás abuelas cuentan cosas difíciles de creer con respecto a Dios. Ella había podido tener muchos dioses, ella los había construido, a besos, a portazos, a escondidas, a luz plena. Unos dioses manejaban camiones, otros eran mineros, otros eran dioses de barro discutiendo por la nada en un congreso, otros eran nefastos y la besaban hasta hacerla sangrar. Esos dioses que las demás abuelas nunca habían tenido eran los que alumbraban su soledad en las tardes de niebla y desconsuelo peruano.
Mi abuela cuando hablaba así, decía mi padre que se había vuelto loca por extrañar a su marido. Pero ella replicaba que loca había tenido que estar cuando su marido, mi abuelo, le había dicho que dejara ese oficio de regalarse y gozar lo que había. Él la había querido tanto que nunca había sellado la jaula de su deseo.
Pero una tarde de toros limeña mi abuela quedó viuda de un torero español que toreaba sólo en América. Como todos esos seres a los que la suerte nunca había tocado su puerta, ese torerito nunca se imaginó, que mi abuela había sido lo único maravilloso que la vida le había puesto en su vereda. Mi abuela volvió de Plaza de Acho, así se llama la plaza en Lima. Volvió lívida. Era también carnaval. No lloró. Echo lejía viva a sus macetas, colgó sus aretes al lado de un espejo, soltó a todos sus canarios, encerró a sus gatos para que nunca salieran a los tejados. Una viuda extraña, casada, con marido vivo. Maternal; dueña de una soledad que hasta ahora le hace odiar todos los "olés" del planeta.
Allí dejó su lujuria y su caridad sexual. Allí la escoba se volvió su comadre compañera. Y desde esa atalaya guarecida, me hizo odiar a los toros, amar a los hombres aventureros y hacer de la madre patria, un lugar donde florecen sueños y quimeras.