La paciencia de los súbditos tiene un límite
El rey emérito pone contra las cuerdas a una institución que o no sabe o no quiere reaccionar.
Juan Carlos I fue un buen rey hasta que dejó de ser un buen rey. Pasó lo mismo con su abuelo Alfonso XIII: un monarca aceptable en una primera fase al que su erróneo comportamiento en lo privado y sus recurrentes fallos en lo público le hundieron hasta llevarse por delante todo el régimen monárquico. Han pasado poco menos de cien años, tiempo más que suficiente como para extraer alguna de las lecciones que deja la historia de España. No ha sido así: el lastre que soporta hoy la Casa Real por las constantes informaciones que apuntan a presuntos delitos de Juan Carlos I representan un golpe, otro más, al prestigio que el propio monarca había dejado maltrecho. A la institución le va a costar recuperarlo, si es que lo logra.
A diferencia de su abuelo, el rey emérito ha dilapidado un crédito que jamás disfrutó Alfonso XIII. Su papel decisivo en la transición desde la dictadura franquista consolidó a la monarquía como una institución clave sin la cual era imposible entender la democracia en España. Hablar de monarquía era hacerlo de Democracia. Subido a la ola de la popularidad, Juan Carlos I excedió las competencias inherentes a su cargo respaldado por una impunidad asentada en la ceguera autoimpuesta de los medios de comunicación y en el vasallaje de un pueblo al que le faltaban manos para aplaudir cualquier cosa que dijera o hiciese el rey.
No pienses en un elefante, titula George Lakoff su obra más influyente. Ni Juan Carlos I ni nadie que analice su reinado podrá jamás quitarse de la cabeza al elefante que el rey abatió en 2006: fue el inicio de su desprestigio, de su deshonra. Sin embargo, el paso de los años no ha hecho más que constatar lo ingenuos que fuimos al llevarnos las manos a la cabeza ante la muerte de un animal. Una minucia comparada con las informaciones sobre la supuesta trama de comisiones ilegales y presuntos manejos de cantidades exorbitantes de dinero —65 millones de euros, ¡65 millones!—con destino a Corinna zu Sayn-Wittgenstein “por gratitud y por amor” elevan la gravedad de los tejemanejes a un nivel insoportable.
El rey campechano se excedió en su campechanía y la institución malinterpretó el significado de ‘monarquía cercana al pueblo’ hasta el punto de que hoy está paralizada. No se trata de tener a una plebeya de reina, ni de hacer charlas confinadas con músicos y cantantes, ni mucho menos pasearse por Benidorm o Canarias saludando a los lugareños con la más impostada de las sonrisas. Se trata, fundamentalmente, de dejar de ser una institución opaca que reconozca, asuma y pague los presuntos casos de corrupción. Se trata de actuar con determinación, sin ambages. Hacer realidad el tan manoseado “caiga quien caiga”.
Lejos de eso, los últimos movimientos de la Casa Real generan un hondo desconcierto. Que anunciase a las siete de la tarde del primer día en estado de alarma que Felipe VI renunciaba a una herencia a la que todavía no podía renunciar decía mucho más, por el tiempo y la forma del anuncio, de lo que parecía: si no se estaba intentando que pasara desapercibido, lo parecía. Que, a raíz de las últimas revelaciones, la Casa Real no haya dicho ni media palabra es algo que induce a colegir que algo se quiere esconder. Que el escándalo en el que ha colocado el rey emérito a la institución no se aborde con un mínimo de resolución, claridad y valentía es algo que, ciertamente, produce tanta inquietud como indignación. Que, en fin, sólo unas pocas personas sepan hoy dónde está Juan Carlos I aumenta la sensación de que se le trata de esconder.
Al abandonar España con destino Marsella, Alfonso XIII escribió un manifiesto a la nación en el que reconocía que ya no tenía “el amor de mi pueblo”. Esa es la gran lección que un monarca jamás debería olvidar: el amor del pueblo, como cualquier otro amor, ni es incondicional ni es eterno.