La merluza de pincho, su origen, su textura y su sabor
La oscuridad de la noche todavía envuelve la costa gallega cuando el barco zarpa en busca de la merluza. Esta pesca del día, como denominan a la pesca de bajura quienes ofician el mar, se produce a unos 30 kilómetros de la costa, en una pequeña plataforma oceánica, con un desnivel de 200 metros en la superficie marina, en donde la merluza encuentra un hábitat agradable.
La pesca con palangre es el aparejo utilizado para la captura de esta merluza: el barco lanza al mar un cabo principal del que se amarran ramales dotados de un anzuelo cebado con sardina. Así se obtiene la comúnmente llamada merluza de pincho. Este método considerado artesanal ocasiona en el animal un menor sufrimiento al morir que otras artes de pesca más industriales. Gracias a ello, se retrasa la entrada del rígor mortis en el pescado y, al irrumpir, lo mantiene por más tiempo, con favorables consecuencias finales en el sabor y la textura de la carne.
En el momento de su captura, en el propio barco, la merluza pasa por un proceso de desangrado que dilata su tiempo de envejecimiento y elimina las aportaciones de sabor ferroso que la sangre posee. Con el inicio de la caída de la tarde la embarcación regresa a puerto. En menos de 36 horas esta merluza llegará a nuestra mesa de trabajo en el restaurante.
El pescado blanco, como es el caso, posee mucha agua en su estructura molecular. Con el trascurrir de las horas tras la pesca, sus células comienza a soltar esa agua y la carne de la merluza se asienta, las fibras se degradan y se juntan: aparecen las lascas. Las primeras 48 horas surge una carne de color traslúcido, de tonos anacarados, textura firme y potente sabor. Tras ese tiempo, la carne va evolucionando a tonos blanquecinos, que recuerdan a la nata, la mordida gana en fragilidad y los matices en la boca se vuelven más sutiles, menos rotundos.
Podríamos resumir que el paso de los días en la merluza nos sitúa ante el dilema entre ganar textura o perder sabor. Nuestra habilidad en la cocina es encontrar ese equilibrio perfecto.
Durante el cocinado, su comportamiento también difiere. Al contacto con el calor de la plancha, la merluza más fresca sufre el choque térmico en el que sus capas externas, que ya han soltado parte de su agua, se expanden, al contrario que su núcleo interior, que mantiene su fibra viva y se contrae. De ahí la forma curva que el pescado muy fresco adquiere en la plancha.
En Lakasa, asamos el lomo limpio en el horno de brasas; unos momentos antes de introducir la ración (o la media ración) añadimos a esas brasas unos sarmientos, con lo que se crea una atmósfera de humo que durante la cocción impregna la merluza con una fina película, casi crocante, de aromas ahumados. Una vez en la mesa, el comensal, al abrir el lomo de merluza, encontrará en su interior unas lascas de pura carne rebosantes de jugosidad. Hablamos de un bocado delicioso.