La mejor forma de salvar a alguien del suicidio
"¿Y si fuera esto lo que hay que hacer? ¿Y si fuera así de sencillo?"
Todavía estaba oscuro fuera cuando Amanda se despertó al oír la alarma, se levantó de la cama y decidió que iba a suicidarse. No lo haría en ese momento, no un viernes a las 5:30 de la mañana. Se dijo que lo haría cuando encontrara un hueco después de trabajar.
Amanda se duchó. Se puso unos pantalones color caqui y una sudadera. Dio de comer a Abby, su gato. Antes de salir por la puerta, le envió un correo electrónico a su terapeuta: "No he pasado una buena noche, he tenido un sueño inquietante", escribió. "Tengo que intentar superar el día, a ver si puedo cambiar el chip lo suficiente como para concentrarme. Solo pienso en volver a casa y echarme la siesta".
Amanda era enfermera y tenía 29 años. Era delgada y de piel pálida. Acataba las normas sin rechistar. Había pensado en faltar al trabajo por enfermedad, pero no quería molestar a sus compañeros de trabajo ni ser el centro de atención. Normalmente llegaba a su puesto de trabajo antes que casi todos los demás, ya que necesitaba más tiempo para ponerse cómoda. Había aceptado una bajada de sueldo para empezar a trabajar en una clínica de las afueras de Seattle (Estados Unidos), en parte porque quería tratar a madres con rentas bajas y a embarazadas. Entre sus pacientes había personas que estaban en rehabilitación, otras que no tenían hogar y varias que habían huido de hombres que las maltrataban físicamente. Se sentía inspirada por su resistencia ante las adversidades y sentía celos, en cierto modo, por las pacientes que habían encontrado antidepresivos que les servían de ayuda. Ese 28 de septiembre de 2007 fue la primera vez que le tocó atender pacientes sin la presencia de un supervisor.
La agenda de Amanda estaba relativamente descargada: tres pacientes, quizás cuatro. Les tomó la tensión y las pesó. Les hizo las preguntas de rigor: ¿Ha sufrido reincidencias desde la última visita? ¿Puede permitirse pagar una sillita de coche para su recién nacido? ¿Ha tenido usted problemas de salud mental en algún momento de su vida? Odiaba hacer esas preguntas. Ella misma se habría negado a responderlas. Eran demasiado invasivas, demasiado personales. En un correo electrónico que le había enviado a su terapeuta hacía un mes, le había confesado que a veces se ponía una "máscara de normalidad". Sus pacientes siempre resaltaban lo feliz que la veían, pero "la parte que no veían", según escribe, es cuando se daba media vuelta, salía del cuarto, se metía en el coche al final de la jornada, respiraba hondo y lloraba durante todo el trayecto de vuelta a casa. "Siempre hago lo que hay que hacer y cuando puedo dejar de fingir, dejo que todo aflore".
La primera vez que pensó en el suicidio fue poco después de cumplir 14 años. Sus padres estaban gestionando mal el divorcio y justo brotó con fuerza su ansiedad social y su perfeccionismo en el colegio. Con 20 años, se intentó suicidar por primera vez. Durante la siguiente década, Amanda no hizo uno ni dos intentos, sino decenas. La mayoría de esas veces, se tomaba un buen puñado de pastillas antes de irse a la cama para que sus compañeras de cuarto pensaran que estaba durmiendo. Por las mañanas, sin embargo, se despertaba exhausta y ausente, desesperada por haber fracasado hasta en eso. Entonces decidía no contárselo a nadie. Para ella, los intentos de suicidio no eran llamadas de socorro, sino secretos que guardar con celo.
"¿Qué demonios necesito para sentirme mejor?", escribió Amanda en un diario en 2004. La terapia no le servía de mucha ayuda. Demasiado a menudo, su sufrimiento era ninguneado o algo peor. En una ocasión, un terapeuta se negó a hablar durante la sesión si no se abría ella primero; jamás volvió a su consulta. La universidad en la que estudiaba Enfermería la forzó a tomarse un tiempo libre debido a su depresión y su ansiedad. El día que se lo notificaron volvió a intentar suicidarse.
Ursula Whiteside, la nueva terapeuta de Amanda, era diferente. Solo tenía 29 años, era estudiante universitaria y trabajaba bajo la supervisión de un laboratorio de la Universidad de Washington. Amanda fue una de sus primeras pacientes. Sin embargo, Whiteside tenía una sensibilidad sobrenatural. Era capaz de detectar cómo se avivaba la ansiedad social de Amanda simplemente por el hecho de estar sentada en la sala de espera. Dejó claro desde el principio que iría a extremos imaginativos para conseguir que Amanda hablara. En una ocasión, Whiteside se puso a hacer el pino. En otra ocasión, se llevó a Amanda a una sala infantil de juegos con la esperanza de que un cambio de escenario tan absurdo hiciera que algo en ella se soltara. Las raras ocasiones en las que Amanda reaccionaba con algún comentario irónico eran oro.
Aun así, había sesiones que acababan siendo frustrantes, de modo que acordaron intercambiar correos electrónicos entre cada sesión. Amanda le escribía un correo a Ursula cada vez que se sentía abatida, casi siempre entrada la noche. Los correos podían ser breves, unos pocos párrafos, pero era ahí, más que en cualquier otro medio, donde más indiferente se mostraba con sus pensamientos suicidas: "Quería contarte por lo que he pasado este fin de semana y estoy segura de que no seré capaz de hacerlo en persona", escribió el 26 de agosto. "He sobrevivido al fin de semana, que supongo que era el objetivo. [...] Entré en pánico el viernes por la noche y me tomé dos pastillas de más. Normalmente me tomo una, pero el viernes por la noche me tomé tres. Fui una estúpida, simplemente quería dormir. Fui una estúpida porque tampoco habrían hecho nada. [...] Al final, anoche me fui a casa de una amiga. Me mantuvo a salvo, aunque ella no lo sabe".
Las respuestas de Whiteside a menudo llevaban exclamaciones y palabras subrayadas. Sabía que mantenerla animada era importante. Sin embargo, un mes después, cuando recibió un correo de Amanda un viernes por la mañana antes de ir a trabajar, respondió de inmediato con poca de su habitual gracia. Habían tenido una sesión el día anterior y Amanda parecía estar ocultando algo más de lo habitual. Whiteside sintió que era necesario sorprenderla para que se mostrara más comunicativa.
"Si estás pensando en suicidarte esta noche o este fin de semana, necesito saberlo", escribió Whiteside justo antes de que dieran las 7 de la mañana.
Luego esperó. Dieron las 10. Mediodía. Sin respuesta. A las 13:30, Whiteside llamó a su supervisor para debatir sobre la mejor estrategia que debían adoptar. Si el instinto de Whiteside estaba en lo cierto y pedía a la Policía que fuera a comprobar si estaba bien, podía estar salvándole la vida a Amanda. Si se equivocaba, podía destrozar la confianza que había construido con ella a lo largo de varios meses y puede que Amanda no volviera a asistir a una sesión con ella. Whiteside empezó a tomar notas. "Me alegra que me esté contando cosas, pero hay algo que le está impidiendo abrirse completamente. Por muy buena que sea, no puedo ayudar a nadie a sentirse mejor por arte de magia. Es aterrador que vaya directa al fondo", escribió.
Amanda salió del trabajo a las 16:30 y paró en una farmacia para comprar un medicamento con receta. Quería asegurarse de tener suficientes antidepresivos para morir de sobredosis. Luego llegó a casa y buscó somníferos para hacer una mezcla con las pastillas que acababa de comprar. No llegó a responder a Whiteside. Al anochecer, se puso el pijama y se cepilló los dientes. Respiró hondo y fue tragándose una pastilla tras otra, decenas de ellas; se tumbó en la cama y se dejó llevar por el sueño.
Mientras tanto, aunque Whiteside tenía mucho trabajo, su mente no dejaba de pensar en Amanda. Estaba tan preocupada que se olvidó de que había ido en coche a la universidad por la mañana y tomó el bus para volver a casa. No dejaba de mandarle mensajes de voz y de texto para decirle a Amanda que se preocupaba por ella y que estaba segura de que la terapia funcionaría. Por la noche acabó llamando a la Policía. Conocía los riesgos, pero a esas alturas ya no le importaban.
No obstante, cuando llegó la Policía, Amanda seguía ilocalizable. La dirección que tenía Whiteside no era la actual. Por suerte, un vecino mayor le dio a la Policía el número de una amiga de Amanda. La amiga, sin embargo, insistió en ver a los policías en persona, lo que consumió un tiempo valiosísimo. Para cuando los condujo al piso de Amanda, ya era tarde; habían pasado unas cinco o seis horas desde que se había tomado las pastillas. Encontraron a Amanda en la cama, viva pero claramente ida. Había botes de pastillas vacíos cerca y juguetes de gato por el suelo. Su amiga la zarandeó para despertarla. En un susurro somnoliento, Amanda confirmó lo que había hecho.
Varias horas más tarde, Amanda ingresó en urgencias. Llevaba un gotero en el brazo. Una máscara de oxígeno le cubría el rostro. Tenía la tensión extremadamente baja. Le hicieron una radiografía del pecho. Apenas podía hablar, pero lograron obtener suficiente información como para describirla en su expediente médico como "mujer de 29 años anteriormente sana, salvo por problemas psiquiátricos".
Tiempo después, la trasladaron a otra parte del hospital, donde le asignaron un "canguro" para vigilarla en caso de que decidiera autolesionarse. En las sesiones de evaluación psicológica se ensimismaba con frecuencia. No podía creer que estuviera de nuevo ahí. No había llamado a ningún amigo ni familiar. Su estado mental era exactamente el mismo que en el momento de empezar a tragarse las pastillas. Amanda seguía queriendo morir.
Durante las dos últimas décadas, el suicidio ha ido aumentando lentamente hasta convertirse de forma repentina en una absoluta emergencia nacional en Estados Unidos, acrecentada por los cierres de empresas y los recortes en ayudas públicas del gobierno. El suicidio acosa a las bases militares tras el 11-S y asola los institutos de Silicon Valley. Prácticamente por todas partes, los centros psiquiátricos y las líneas de asistencia telefónica están saturados. Según los datos más recientes de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, en la actualidad se producen en Estados Unidos más del doble de suicidios (45.000 al año) que de homicidios. Ya son la décima causa de muerte más frecuente. Hace falta remontarse a la Gran Depresión de los años 30 para encontrar un aumento similar de la tasa de suicidios en Estados Unidos. En otros países occidentales industrializados, los suicidios permanecen estables o se han ido reduciendo poco a poco. No así en España, donde en 2017 las tasas de suicidio experimentaron un incremento del 3%. Cada día se quitan la vida unas 10 personas, 7 hombres y 3 mujeres. El suicidio sigue siendo la primera causa de muerte externa en nuestro país, según datos del INE.
Lo que hace que estas cifras sean tan preocupantes es que no pueden explicarse según ningún criterio demográfico: mujeres negras, hombres blancos, adolescentes, ancianos, latinoamericanos, nativos americanos, ricos, pobres... todos los sectores de la población lo sufren. El suicidio ha ido aumentando en todos los estados de EEUU menos uno (Nevada) desde 1999. Las muertes de Kate Spade y Anthony Bourdain sorprendieron a todo el mundo menos a los epidemiólogos que conocen estas estadísticas.
Y estos suicidios son solo los oficiales. Ninguna estadística lleva la cuenta de las miles de muertes por sobredosis de drogas que son suicidios, solo que con otro nombre. Si se amplían las estadísticas para incluir a los estadounidenses que han pensado alguna vez en suicidarse, el problema empieza a tomar la forma de una epidemia: en 2014, el gobierno estadounidense estimó que 9,4 millones de estadounidenses adultos se habían planteado seriamente la idea de suicidarse.
El suicidio lleva inherentemente ligada una falta de conclusión. Aun cuando las víctimas redactan una nota de despedida, solo revelan una parte. Los suicidios suelen hacer que los seres queridos, conocidos y compañeros de trabajo se hagan preguntas durante el resto de su vida. En este duelo también ellos pueden adentrarse en el terreno de los pensamientos peligrosos. "Con los suicidios se produce un trauma añadido", sostiene Julie Cerel, presidenta de la Asociación Americana de Suicidología. "La pregunta de 'por qué' en busca de una explicación cuando no hay explicación o los Ojalá hubiera dejado una nota... Ojalá pudiera hablar con la última persona con la que habló... Esos 'ojalá' pueden ser una tortura". El año pasado, Cerel publicó un estudio que analizaba las consecuencias del suicidio y descubrió que cada caso puede llegar a afectar a otras 135 personas.
El misterio fundamental del suicidio lo ha convertido en objeto de temor y desdén por parte de la comunidad médica. Desde los años 50, los responsables de la sanidad pública han probado con líneas telefónicas de asistencia, terapias grupales, terapia de choque e ingresos hospitalarios forzados. El personal médico ha retirado cordones de zapatos y cinturones a las víctimas de suicidios fallidos y las ha sometido a controles de vigilancia cada 15 minutos para asegurarse de que siguen a salvo. Han coaccionado a pacientes para firmar contratos en los que juran que no se suicidarán. Han creado más medicamentos psiquiátricos con efectos secundarios cada vez más invasivos y no han conseguido más que ver cómo el número de suicidios sigue aumentando.
Incluso en la actualidad, la mayoría de los profesionales de la salud no tiene ni idea de qué hacer cuando una persona con pensamientos suicidas entra a su consulta. Les falta esa formación, no cuentan con recursos suficientes y, como consecuencia, sus comentarios pueden ser terriblemente insensibles. En urgencias, quienes han sobrevivido a un intento de suicidio pueden acabar atados a una cama durante horas hasta que son admitidos, y a veces pasan días. Encontrar ayuda más allá de urgencias resulta incluso más complicado.
"Coges a alguien que no está pasando por una buena situación, que se está derrumbando, y lo lanzas dentro de un sistema que les exige tener la mayor capacidad de solución de problemas y de control emocional", resume Jeff Sung, psiquiatra y colega de Whiteside que trabaja con pacientes de alto riesgo e instruye a otros profesionales. Según los datos del gobierno estadounidense, la mayoría de las personas que necesita asistencia para su salud mental no llega a recibirla.
Cuando se le habla de la frialdad de sus colegas, Whiteside se exaspera. Aunque los muertos son invisibles para la mayoría de la gente, ella los conoce. Comprende que los pensamientos suicidas tienen una lógica seductora y que hay consuelo al pensar que existe un modo seguro de terminar con el sufrimiento propio. Comprende por qué hay personas que tienen estos pensamientos cuando sufren una crisis, aunque sea tan nimia como perder el bus para ir al trabajo o doblar por accidente la esquina de la portada de un libro muy querido. Por eso los impulsos suicidas son mucho más peligrosos que la depresión; la gente puede ver la muerte como una solución a un problema. Whiteside sabe que muchos de sus pacientes siempre se sentirán vulnerables ante estos pensamientos. Describe su trabajo como una guerra incesante.
Whiteside nació en Colville, Washington (Estados Unidos), hace 40 años, como primogénita de unos padres atraídos por la aventura de buscar trabajo allá donde podían encontrarlo: construir un oleoducto en Alaska, criar ganado, realizar chequeos médicos a niños en el Washington rural, conducir camiones por el Medio Oeste... Cuando empezó el penúltimo año de instituto en Minnesota, Whiteside ya había asistido a seis colegios distintos en tres estados. Tantas mudanzas, en vez de convertirla en una joven tímida o resentida, parecieron acentuar sus capacidades empáticas. Se convirtió en una de esas poquísimas personas capaces de intuir cuándo estaba sufriendo alguien a su alrededor.
A veces era bastante impulsiva en sus intentos por ayudar. Cuando tenía 13 años, una de sus mejores amigas la llamó por teléfono llorando y muy agobiada. Su amiga no quiso entrar en detalles, pero dijo que necesitaba escapar de casa inmediatamente, de modo que Whiteside planificó un rescate. Poco después de medianoche, se coló por una ventana en el sótano de casa y robó el coche de su madre. No se paró a pensar que no tenía edad legal para conducir, ni que la casa de su amiga estaba a 13 kilómetros, ni que la carretera estaba nevada y resbaladiza. No le importó que con sus escasos 36 kilos apenas llegaba a ver por encima del volante. Consiguió pasar el McDonald's colina abajo y llegar a la carretera rural de un solo carril que conducía a casa de su amiga antes de chocar en una cuneta frente a la casa.
Conforme fue creciendo, fue haciéndose evidente que a Whiteside se le daba mejor cuidar de los demás que de sí misma. En el instituto tuvo problemas de imagen personal, depresión y ansiedad. Al igual que a sus futuros clientes, le resultaba insoportable la idea de hablar de lo que le sucedía. La idea de pedir ayuda era "lo más aterrador" que podía imaginarse, según ella. En una ocasión, ya en la universidad, le envió a su madre, cuyo hermano se había suicidado tiempo atrás, una extensa carta en la que detalló sus altibajos. "Te escribo esta carta porque muchas veces me cuesta horrores decir en voz alta lo que siento. Soy una gallina", confesó.
Ansiaba conocer el funcionamiento de la desesperación, incluida su propia desesperación. "Todo lo que hago tiene que ser extremo", escribió en su diario. "Paso por fases en las que me quiero muchísimo y paso por otras en las que no hago más que pensar en puentes y cuchillos". En la Universidad de Minnesota Duluth leía libros de salud mental y revistas científicas en su tiempo libre. Se sintió atraída por esta área del conocimiento como un modo práctico de desentrañar los problemas más espinosos de la vida. "Asistí a mi primera clase de Psicología y me quedé: 'Madre mía, de verdad se pueden cambiar las cosas'. No es magia", comenta.
Whiteside cursó el tercer año de carrera en la Universidad de Washington para aprender de Marsha Linehan, una eminencia en el campo de la investigación sobre el suicidio. Linehan había desarrollado un poderoso tratamiento pionero llamado terapia dialéctica conductual (TDC), que enseña a sus pacientes a reconducir sus impulsos suicidas. Puede resultar un trabajo extenuante y emocionalmente agotador que requiere que los pacientes pasen varias horas a la semana en terapia individual y grupal, y los terapeutas deben hacer tantas sesiones como sean necesarias durante la semana para comprobar que los pacientes se encuentran bien: los pacientes son lo primero; la vida personal, secundaria.
A Whiteside le venía como anillo al dedo. "He descubierto cierta pasión", escribió en su diario. "Tengo que pensar en mí misma, tengo que pensar en mi alma y tengo que acordarme de los más necesitados, los que están sufriendo más de lo que me imagino". En una carta de recomendación, Linehan escribió que Whiteside se había "vuelto imperturbable".
Y entonces Whiteside se dio de bruces con el muro del sistema sanitario moderno en materia de salud del comportamiento. Empezó a hacer prácticas clínicas en el departamento psiquiátrico del Harborview Medical Center, en Seattle, una institución sombría y con pocos recursos. El objetivo principal, según oía constantemente, era clasificar pacientes. Estaba ahí para estabilizar a los pacientes con impulsos suicidas, nada más, porque nadie tenía tiempo de hacer nada más.
A Whiteside se le encomendó la labor de evaluar a los pacientes según su historial y su estado mental. Entre ellos había un hombre que mató a su perro y se disparó después en el estómago, un inmigrante que se había prendido fuego a sí mismo, un estudiante universitario al que habían encontrado en mitad de la calle aferrado a un osito de peluche. Whiteside percibía que todos ellos buscaban de un modo u otro alguna forma de ayuda o bondad.
"Estaba completamente loco, me daba totalmente igual la vida", comenta un antiguo paciente de aquella época. "No tenían ni idea de qué hacer conmigo. Sin embargo, Ursula me miraba y de verdad esperaba que reaccionara. [...] No me decía: '¿Qué síntomas tienes? ¿Qué medicamentos estás tomando?'. Me decía: 'Háblame un poco de tu historia". Whiteside sabía que la gente que abandona el hospital tras un intento de suicidio corre un riesgo mayor de volver a hacerse daño en los primeros 90 días. Y, pese a eso, los médicos de Harborview solo les recomendaban otras clínicas que los pacientes nunca visitaban o los ponían en listas de espera de terapeutas que a lo mejor no eran los que más encajaban con sus problemas. "Los pacientes se encontraban básicamente en esta encrucijada y nosotros no hacíamos más que joder todo más", se lamenta Whiteside.
Cuando sus pacientes salían del hospital, no podía dejar de pensar en ellos, de modo que empezó a hacerles un seguimiento por su cuenta. Les llamaba por teléfono para ver si necesitaban ayuda o simplemente para hacerles saber que no se olvidaba de ellos. Les daba su número de teléfono antes de que recibieran el alta y les dejaba una nota personal en la parte posterior de la hoja. Cualquier cosa que sirviera para mantenerlos conectados al mundo. Durante seis meses estuvo llamando a una mujer que había intentado suicidarse tras una ruptura. La mujer le cogía las llamadas al principio, pero un día dejó de hacerlo. Whiteside sigue sin saber qué fue de ella.
"Fue casi como una crisis existencial para ella", asegura Sarah Stuckey, una de las mejores amigas de Whiteside dentro del mundo clínico. "Es sobresaliente en muchos aspectos. Es una mujer preciosa capaz de hablar con voz aterciopelada sobre esta clase de cosas horribles. Pierdes a gente. Eso te afecta. Mantienes conversaciones muy personales con la gente. Eso te afecta".
A Whiteside le estaba provocando tanta ansiedad su trabajo que pasó días sin apenas dormir ni comer. Una noche después de sus prácticas abrió una botella de vino. Bebió hasta dejar de preocuparse por si volvería a despertarse. Esto la asustó. Durante unos segundos supo lo que era tener pensamientos suicidas.
Meses después, Whiteside se reunió con su terapeuta para ver cómo podía gestionar esa sensación de impotencia. Whiteside mencionó la obra de un psiquiatra e investigador sobre el suicidio retirado hacía mucho tiempo, llamado Jerome Motto. No era muy conocido. Sin embargo, la mentora de Whiteside, Marsha Linehan, lo admiraba porque era el único estadounidense que había logrado reducir drásticamente los suicidios. Su método no requería seguir un complicado manual de instrucciones de mil páginas ni una inversión de mil millones de dólares en investigación y desarrollo farmacéuticos. Lo único que hizo fue enviarles cartas periódicas a las personas que estaban en riesgo de suicidarse.
Ahí, en terapia, Whiteside empezó a contar todo lo que sabía sobre el método de Motto y su carrera. Se puso a llorar. "Dios mío", murmuró. "¿Y si fuera esto lo que hay que hacer? ¿Y si fuera así de sencillo?".
Era diciembre de 1944, en plena Batalla de las Ardenas, y la Compañía 3989 de Intendencia de Transporte Terrestre llevaba días atascada en una granja en Bastoña (Bélgica), rodeada por todos los flancos por las tropas alemanas. En esos momentos de quietud, cuando el cielo era del color del algodón y la nieve alfombraba el suelo, el teniente primero Jerome Motto rezó para que los aviones aliados vinieran a salvarlo a él y a sus soldados. Con la frecuencia justa, aparecía un avión de transporte militar C-47 con las provisiones que necesitaban para mantenerse con vida. Los soldados salían corriendo y trataban de permanecer ocultos al tiempo que caía comida, ropa y medicamentos en fardos gigantes atados a paracaídas rojos y azules y verdes y amarillos. A Motto le daba la impresión de que el cielo se vestía de lunares de colores.
Motto, un hombre alto y de ojos azules, hijo de inmigrantes judíos, callado y discreto, había crecido en Santa Bárbara (California) con el sueño de ser concertista de piano. Sin embargo, cuando estalló la guerra, quiso ayudar en la medida de lo posible. Al ingresar en el Ejército, solicitó que le asignaran labores clericales o lo incluyeran en una banda militar con otros hombres introvertidos y artistas. En vez de eso, le enviaron al regimiento de caballería y lo pusieron al cargo de la seguridad de otros 39 hombres.
El joven de 23 años solía aislarse y conducía por la Europa ocupada con un manual de gramática francesa en el regazo. Por primera vez, vio el mundo como un paisaje de personas traumatizadas. Su convoy atravesaba pueblos plagados de escaparates destrozados y casas sin techo, con unas calles vacías de jóvenes como él.
En medio de la devastación, Motto trataba siempre de distraerse con pequeños detalles. Hacer fotografías le ayudaba. También las cartas que escribía a sus familiares. Les habló de su incipiente interés por la psicología, surgido a raíz de ver cómo incluso al más viril de sus compañeros le costaba no derrumbarse. Las respuestas de sus familiares no siempre le reconfortaban. Le regañaban por no escribirles suficientes cartas, y cuando leyó que una hermana mayor se había divorciado o que su padre tenía una enfermedad misteriosa, solo pudo sentirse culpable, ya que no había nada que pudiera hacer para ayudar desde tan lejos.
Para su sorpresa, su mayor consuelo se lo proporcionaban las cartas de una mujer que apenas conocía. Motto había salido con Marilyn Ryan media docena de veces durante su instrucción al noroeste de Arkansas en verano de 1943. Nada serio: un par de espectáculos, una cita doble... Pero tiempo después de haber tenido que marcharse, ella le escribió una carta. En un principio no reconoció su nombre. Respondió simplemente para mantener la correspondencia.
Le seguían llegando las cartas de la mujer, hubiera respondido él o no. Con el paso del tiempo, se encariñó tanto de esas cartas que sintió la necesidad de analizar por qué. No eran exactamente cartas de amor. "Solo escribe sobre asuntos corrientes: qué ha hecho ese día, cómo está llegando el frío, qué canciones hay en la lista de éxitos en ese momento, saludos a Jim y esa clase de cosas", le confió a su hermana mayor en una carta. "De vez en cuando hace algún comentario melancólico sobre lo mucho que le gustaría que nos volviéramos a ver. Nada hay de palabrería apasionada, solo deduzco que cualquier persona que le escriba de forma tan constante a otra debe estar sinceramente interesada".
De forma casi inevitable, tras meses de correspondencia, Motto se dio cuenta de que se había enamorado de Ryan. Él trató de sacar el tema de una relación más profunda: "¿Por qué demonios no nos quitamos la espina del corazón en vez de seguir evitándolo de forma tan dolorosa?". La respuesta de la mujer se perdió en el curso de la historia. Lo único que se sabe es que se siguieron escribiendo, que Motto le habló varias veces a su familia de una chica de Arkansas ("un modelo moral imponentemente poderoso") que estaba "contando las horas" para su regreso, y aunque coquetearon con la idea de reunirse, Jerome Motto murió en 2015, más de 60 años después, sin haberla vuelto a ver.
Sin embargo, su influencia moldearía el resto de la vida de Motto. Tras la guerra, estudió Psicología en Berkeley, cursó Medicina en la Universidad de California en San Francisco e hizo un programa de residencia en la Universidad John Hopkins, en el estado de Maryland, antes de regresar al Área de la Bahía de San Francisco. Se interesó por los pacientes con pensamientos suicidas, hombres y mujeres que le recordaban a los soldados con neurosis de guerra que antes transportaba. "Alguien tiene que hablar por los que no son tan fuertes, los que tienen miedo, los que están desmoralizados, los que desconfían de quienes intentan ayudar, los que están desesperados, los que son retraídos", recuerda que pensó en aquel momento.
Era una filosofía tremendamente radical en los años de posguerra. Prácticamente en todos los círculos sociales y médicos, el suicidio era considerado un pecado más que una tragedia. Los obituarios encubrían los suicidios como accidentes. Los católicos no permitían que las víctimas de suicidio fueran enterradas en terreno sagrado. En algunos estados de EE UU, intentar suicidarse era un acto delictivo. Las facultades de medicina tendían a ignorar por completo el tema y muchos médicos consideraban que era "un éxito" en su ejercicio si conseguían evitar a los pacientes suicidas, según Seymour Perlin, colega de Motto. Unos años más tarde, otro colega suyo estaba en urgencias cuando llevaron con prisas a una joven. Se había cortado las venas de las muñecas y apenas estaba consciente. Entonces llegó el cirujano, se aseguró de que la joven estaba suficientemente despierta como para prestar atención y le dijo: "¿Por qué no te tiras la próxima vez por el Puente Golden Gate?".
A su alrededor, Motto veía que todo el mundo hacía que los pacientes con impulsos suicidas se sintieran solos. En 1965, se tropezó con una serie de artículos de un psicoanalista alemán llamado Hellmuth Kaiser. Kaiser sostenía que los pacientes más perturbados podían sentirse mejor si percibían cierta conexión con alguien, aunque fuera en el subconsciente. Esto hizo que Motto pensara en Marilyn Ryan y en cómo sus cartas le habían animado a lo largo de la guerra con su sinceridad alimentándole como un gotero constante.
"Es mi propia experiencia y eso no demuestra nada, evidentemente", me dijo Motto años después. Sin embargo, se preguntó si el simple hecho de demostrar a sus pacientes que estaba ahí para ayudarlos sin esperar nada a cambio podía hacer que los pacientes con impulsos suicidas se sintieran menos aislados, menos en conflicto consigo mismos.
Así pues, a finales de los años 60, con una beca del Instituto Nacional de Salud Mental, Motto diseñó un experimento. Realizaría el seguimiento de pacientes que habían recibido el alta de uno de los nueve centros psiquiátricos de San Francisco tras un intento de suicidio o tras sufrir un episodio de intensos impulsos suicidas, y se centraría en los que se habían negado a continuar el tratamiento y que, por lo tanto, ya no tenían relación con los médicos. Iba a dividir a estos pacientes aleatoriamente en dos grupos. Ambos grupos serían sometidos a una rigurosa entrevista acerca de su vida, pero el grupo de control no recibiría más comunicación tras la entrevista. El otro grupo, con el que se mantendría en contacto, recibiría una serie de cartas tipo.
Era una empresa extremadamente ambiciosa. Para conseguir resultados significativos, el estudio tendría que durar años y requeriría la participación de miles de pacientes, cientos de miles de páginas de notas y la escritura constante de cartas que siguieran la esencia de las de Marilyn Ryan. Motto consiguió hacerse con una oficina justo encima de la planta de urgencias del Hospital General de San Francisco y formó un grupo poco ortodoxo de investigadores para entrevistar a los pacientes y mantener correspondencia con ellos. Su equipo llegó a incluir en diversas etapas a una mujer que estudiaba para convertirse en rabina, un hombre que acababa de abandonar el seminario para dedicarse a su doctorado en Psicología, un sacerdote gay rechazado por su congregación y una antigua monja.
"Algo que aprendí trabajando con personas con impulsos suicidas es que el problema del suicidio abarca muchísimas disciplinas", contó Motto al escritor Peter Shore en 2006. "No era solo un problema psiquiátrico; era un problema psicológico, sanitario, social, filosófico y teológico. Cuando digo teológico me refiero a que los pacientes te preguntaban: '¿Qué sentido tiene continuar? Es doloroso. Voy a morir tarde o temprano. ¿Para qué estoy aquí? ¿Qué sentido tiene mi vida?'. Y bueno, me di cuenta de que no me habían dado respuesta para eso en Medicina".
Motto elaboró un cuestionario de 39 preguntas para documentar los aspectos más positivos de la vida de los pacientes que se quisieran someter voluntariamente al experimento. Les pedía a sus investigadores que les preguntaran cuántos años se llevaban con el hermano o hermana con una edad más similar a ellos, cómo se ganaba la vida su pareja, cuántas veces se habían mudado en los últimos cinco años, si vivían en ese momento en un piso o en un hotel o cómo de grande era el hotel. A diferencia de otros profesionales de la salud, también les pedía a sus investigadores que hicieran preguntas explícitas sobre sus intentos de suicidio: qué les había llevado a tomar esa decisión, si habían buscado ayuda antes de hacerlo, qué repercusiones tuvo el intento de suicidio en su conciencia o cómo se suicidarían si volvieran a intentarlo.
Motto insistía en que sus investigadores se aprendieran las preguntas de memoria para que las entrevistas no parecieran interrogatorios clínicos de rigor y les indicaba que mostraran aceptación incondicional ante sus respuestas. La entrevista podía comenzar de este modo: "Cuénteme más sobre cómo ha llegado hasta este punto". Algunos pacientes estaban deseosos de hablar. Otros no podían. Algunos aún lucían heridas recientes en el cuello por intentos de ahorcamiento. Durante el primer año y medio, 16 pacientes se suicidaron antes de ser clasificados en uno de los dos grupos. Hasta los investigadores más experimentados se mostraban desconcertados ante la gravedad del sufrimiento que cargaban estas personas. Chrisula Asimos, que acabaría siendo la investigadora que más tiempo formó parte del estudio, le pidió ayuda a Motto en una ocasión con un participante particularmente reservado. "Motto simplemente me dijo: 'Siéntate con esa persona y quédate a su lado el tiempo que haga falta. Tarde o temprano, lo entenderá", recuerda Asimos.
Patricia Conway, antigua monja, pasó muchas horas a lo largo de varios días con una madre que apenas era capaz de decir palabra tras su intento se suicidio. Una tarde, la mujer parecía fascinada por otro paciente que no dejaba de chillar y alborotar cerca de ella. Tras un largo silencio, dijo: "Tiene suerte, ¿no cree?".
Conway preguntó por qué.
"Puede que piense que está loco, pero al menos es capaz de decir cómo se siente. Es capaz de chillar, alborotar y hablar de ello. Yo no puedo".
Parecía ridículo: cartas capaces de sacar a una persona de un abismo tan profundo. Ni siquiera se trataba de cartas personales, sino de cartas tipo mecanografiadas con una de las máquinas de escribir IBM Selectrics que había en la oficina. Motto quería que fueran simples y directas, sin jerga clínica ni letra pequeña para cubrirse las espaldas. Y lo más importante: no debían pedir nada: "Nada de 'debería retomar la terapia' o 'rellene este cuestionario sobre la depresión para que podamos evaluar su estado". Debían provocar una verdadera sensación de afinidad. "Simplemente, lo que uno le diría a un amigo".
Motto no tardó mucho en escribir la primera carta que recibiría uno de los pacientes. Tenía claro lo que quería decir. Solo dos frases amables: "Ya ha pasado un tiempo desde que estuvo en este hospital y esperamos que todo le vaya bien. Si quiere dejarnos algún mensaje, estaremos encantados de saber de usted".
Dentro de cada carta que enviaban, los investigadores incluían un sobre con la dirección del remitente ya escrita. Motto insistía en que este no incluyera sello. "Eso es importante", explicó más adelante, "porque algunas de estas personas eran tan sensibles que incluir un sello habría sido presionarlas, ya que se habrían sentido forzadas a responder para no desaprovecharlo".
Las cartas debían enviarse según un calendario fijo: una vez al mes durante los primeros cuatro meses, cada dos meses durante los siguientes ocho meses y cada tres meses durante los siguientes cuatro años. En total, la correspondencia constaba de 24 cartas enviadas a lo largo de 5 años, con ligeras variaciones según el caso. Algunas plantillas eran tan simples como las siguientes:
"Esta carta es un simple mensaje para asegurarle que nos sigue importando cómo le va todo".
"Se trata solo de una carta para decirle que esperamos que todo le vaya bien, ya que nos sigue importando su bienestar. Siéntase libre de mandarnos un mensaje cuando quiera".
"Somos conscientes de que recibir una carta de forma periódica expresando nuestro interés en cómo le va todo puede resultar un poco rutinario. Sin embargo, nos sigue importando usted y cómo le van las cosas. Esperamos que estas breves notas sirvan para demostrarlo".
El estudio de Motto tenía suficiente potencial para acabar con su reputación. Charlotte Ross, fundadora de un centro de crisis y prevención de suicidios en el Área de la Bahía de San Francisco y colaboradora frecuente de Motto en diversos artículos, lo expresó con contundencia: en aquella época, la idea de realizar el seguimiento a los supervivientes de intentos de suicidio después de que estos contactaran con una línea telefónica de asistencia era "tan respetable como ser un picapleitos". Cuando Asimos les habló sobre el proyecto a sus colegas del centro psiquiátrico, lo consideraron una locura. "¿Me tomas el pelo?", le dijo alguien. "¿Qué os hace pensar que enviar notitas va a suponer alguna diferencia?".
También había otros obstáculos más prácticos. Los investigadores no disponían de muchos medios para saber si sus cartas llegaban a su destino (podían llegar a una dirección antigua o traspapelarse en las oficinas de correos. Lo único que Motto y su equipo de investigadores podían hacer era captar pacientes, enviarles las cartas tipo y esperar. Entre 1969 y 1974, los investigadores de Motto entrevistaron a más de 3000 pacientes.
Aunque los miembros de su equipo iban y venían, por cambiar de trabajo o continuar con sus estudios, la particularidad del trabajo con Motto —las largas horas, las vidas en peligro— unía mucho a la gente. Organizaban comidas y partidos de tenis, que Motto siempre ganaba. Conway recuerda ir a espectáculos de jazz con otro investigador que le advirtió: "Esto no va a ser muy monjil". Las secretarias fueron a una marcha feminista y luego convencieron a Motto para que les dejara ir en pantalones al trabajo. Y los investigadores siguieron buscando nuevas formas de conectar con personas con pensamientos suicidas. Diseñaron un grupo de apoyo para supervivientes de intentos de suicidio y los sacaron a bailar. Cuando el estrés por el proyecto se hacía insoportable, recurrían los unos a los otros en busca de aliento. Eran principios de los 70, todavía había muchas palmaditas en la espalda en la oficina.
Conway a veces se quedaba hablando con Motto durante el café matutino o en su despacho durante el almuerzo. Hablaban sobre lo que estaban leyendo —a Motto le gustaba el poeta rebelde Kahlil Gibran— y ella se sintió inmediatamente atraída por lo apasionado que era Motto. Le gustaba que él echara chispas al hablar de la Guerra de Vietnam; de hecho, llegó a mandar tantas cartas a un congresista que un funcionario le contestó pidiéndole que parara. (Y Motto siguió escribiéndole, en cualquier caso). Sus conversaciones pronto dieron lugar a algo más y, un año después de su primera cita, el judío de 48 años convertido al cristianismo unitario y la exmonja de 33 años se casaron. La madre de Conway se alegró porque Motto era "la persona más parecida a Jesús" que había conocido nunca.
A finales de los años 70, después de que Conway dejara el estudio para formar una familia, surgieron indicios de que el experimento de Motto funcionaba. Por fin los pacientes respondían a las cartas. Algunas respuestas eran brevísimas, como "estoy bien, gracias", lo que Motto entendía como "una despedida". ("Por supuesto, no los dejamos solos", aclaró Motto años después). Otras eran mucho más reveladoras. Un paciente le pidió una receta de Valium. Otro pedía ayuda para encontrarle un hogar a su gatito gris. Un joven temía que lo enviaran a Vietnam y confiaba en que el equipo de Motto pudiera enviar al Ejército una carta confirmando su hospitalización previa. "Antes me quitaría la vida que destruir la de otro", escribió. Una persona que se había tirado por el Puente Golden Gate (y había sobrevivido) envió una carta en la que cada frase empezaba con la letra p.
Motto recuerda recibir cartas de agradecimiento a él y a su equipo por acordarse de ellos. Uno escribió: "Nunca sabrás lo que estas pequeñas notas significan para mí". Aunque el tema de estudio era oscuro —"por favor, llamadme, no me importa en qué momento. Quiero a mis hijos pero necesito un descanso, porque creo que estoy teniendo una crisis nerviosa", escribió una mujer en 1973—, propiciaba una sensación de intimidad.
La respuesta más clave la recibió Douglas Kreider, uno de los investigadores de Motto, por parte de un participante del estudio que vivía en un apartamento en el distrito Haight-Ashbury de San Francisco. El hombre, que 18 años antes había escrito una carta de "despedida", se describía a sí mismo como una vasija rota cuyos trozos había reunido con sus propias manos. Su carta abarcaba cinco páginas escritas a máquina a un espacio y parecía que le había llevado días escribirla. Cuarenta años más tarde, Motto era capaz de acordarse de la primera frase: "Eres el hijo de puta más insistente que he conocido nunca, así que tu interés por mí debe ser sincero". Ahí estaba: era un compendio perfecto de los objetivos del estudio. Motto la llamó "la carta de bingo".
Aun así, por muy prometedoras que fueran las respuestas, eran solo pruebas anecdóticas. Para obtener pruebas sólidas, Motto reunía a varios investigadores en su camioneta una vez al año y conducía una hora y media al noroeste de Sacramento. Llegaban al Departamento de Salud Pública a las 8 de la mañana y revisaban los registros de defunciones del Estado. Se quedaban ahí hasta que revisaban hasta el último nombre de los participantes del estudio. Querían ver si alguno de ellos se había suicidado.
"Era como una tarea solemne", comenta Kreider. "De fondo estaba la idea de 'espero no descubrir algo sobre algún conocido". En una ocasión, ocurrió. Kreider, como la mayoría de los investigadores, había desarrollado un vínculo real con sus pacientes. Este era más o menos de su edad. Al hombre le costaba mantener el contacto visual y sufría paranoias. Kreider recuerda que nadie hablaba mucho cuando volvían a casa desde Sacramento.
Después de unos cuatro años haciendo esos viajes, Motto y su equipo ya tenían suficientes datos como para determinar que su trabajo no tenía precedentes en la historia de la investigación sobre el suicidio. En los dos primeros años tras su hospitalización, la tasa de suicidio del grupo de control casi duplicaba la del grupo de contacto. Y no era solo que ningún otro experimento hubiera demostrado una reducción en las tasas de suicidio. Motto había demostrado algo más profundo: también había alternativa para la gente que intentaba suicidarse y no quería tener nada que ver con el sistema sanitario.
Cuando Motto publicó sus datos en 1976, el campo de la suicidología todavía era muy pequeño y muy nuevo. Los resultados se publicaron en el único boletín del país dedicado a la investigación sobre el suicidio —con una tirada de 1002 ejemplares— y su importante hallazgo fue prácticamente ignorado. Aun así, Motto siguió con el estudio; su equipo envió cartas prácticamente hasta el final de la década y siguió controlando los resultados de cada participante a lo largo de 15 años. En un informe actualizado sobre sus descubrimientos, Motto mostró que quienes recibieron cartas mantuvieron unas tasas de suicidio ligeramente menores durante años, aunque las cartas disminuyeran su frecuencia y luego dejaran de enviarse, directamente.
Motto no dio mucho bombo a su hazaña aparte de comentarla con pequeños grupos en conferencias y ceremonias de premios. Él, con su discreta actitud, se sentía satisfecho de que su trabajo hubiera significado algo, y volvió a otros proyectos. Continuó enseñando y publicando artículos. Pidió sin descanso que se pusieran barreras antisuicidios en el Golden Gate.
Y Motto se aferró a la gente. Cada día, llamaba a su hermana Sandy, la que se había divorciado durante la guerra. Mucho después de jubilarse, e incluso cuando estaba prácticamente sordo, dejaba que sus antiguos pacientes lo llamaran con regularidad. "Entre mis recuerdos más vívidos están las llamadas de Navidad y Nochebuena. El teléfono sonaba y él subía al piso de arriba y se quedaba allí una hora", cuenta su hijo Josh. El acto de escuchar era sagrado para él. Es lo que hacía a Motto sentirse más vivo: decir "cuéntame más".
Un psiquiatra una vez preguntó a Motto: "¿Soy el cuidador de mi hermano?". Y Motto contestó: "No, no lo eres, pero eres el hermano de tu hermano".
Parecía que no paraba nunca, aunque su postura empezó a encorvarse y su despacho se convirtió en un laberinto construido de torres de artículos académicos y libros amarillentos, sin dar importancia a la piscina que nunca usó y al garaje lleno de más libros y papeles. Y metida justo ahí, dentro de una carpeta entre sus documentos, estaba la carta de bingo, que Motto mantuvo en condiciones impecables hasta el día de su muerte, esperando a ser descubierta.
Ursula Whiteside es, ante todo, amante de los chistes malos y del humor gatuno. Parece que nunca ha visto un GIF de un pingüino, o de Beyoncé. Sus prácticas terapéuticas recurren mucho a estas formas cursis. A una de sus pacientes le costaba salir de la cama por las mañanas, así que Whiteside le escribía mensajes como: "Aquí llega el mágico despertador de cabra para hacer este día menos beeehhh". Y al día siguiente: "El conejo necesita que le des de comer. Solo podrás darle comida si saltas de la cama". Cuando la misma paciente se fue de vacaciones el año pasado, Whiteside le envió un mensaje exigiéndole que se sintiera "LIBREEEE" junto con un dibujo de un perro sacando la cabeza por la ventana. (Estos mensajes, como otros que se muestran en el reportaje, los proporcionaron los pacientes, no Whiteside).
Aunque sus mensajes no imitan la voz directa de Motto, captan perfectamente el espíritu de su trabajo. Whiteside empezó a enviarlos cuando fue a una consulta privada hace cuatro años e inmediatamente descubrió su poder. Muchos de sus pacientes se peleaban entre sesiones. Se molestaban por la frontera artificial de los 50 minutos de conversación. Los mensajes actuaban como la prueba de una relación, como muestras que sus pacientes podían tomarse como la evidencia de que alguien se preocupaba por ellos. Es exagerado lo diferente que es esto de la correspondencia que los pacientes suelen recibir de un centro médico. Whiteside tiene un amigo psicólogo que llama "cartas te odio" a las notas automáticas que recibe una persona cuando falta a una cita.
Aun así, Whiteside pone reglas a sus pacientes: tienen que estar de acuerdo en recibir mensajes. No tienen que contestar necesariamente. Si lo hacen, deben entender que quizá no reciben una respuesta al menos en una hora. Puede que ella esté en una sesión con otro paciente, o en el almuerzo. También quiere que sus pacientes le den un feedback claro sobre lo que les gusta y no les gusta. Una persona le dijo que odiaba los memes de pingüinos y que prefería imágenes de naturaleza. "Siempre estás prestando atención a lo que les parece divertido, a lo que dicen cuando van a ponerse a llorar".
También se pone reglas a sí misma: no pasa nada por tener faltas de ortografía. Tampoco pasa nada si el mensaje es un poco molesto. Cada mensaje no debería llevarle más de 90 segundos, porque si es más largo puede leerse como que le ha dado muchas vueltas para escribirlo, no como si fuera algo entre amigos. También se asegura de espaciar sus mensajes para que no lleguen solo cuando los pacientes están en plena crisis. En general, deberían aparecer sin ningún motivo particular, simplemente porque ella está pensando en ellos.
"Creo que las personas se mueren cuando se sienten completamente solas", sostiene Whiteside.
Cuando ella desarrolló su sentido de la misión, un pequeño grupo de terapeutas e investigadores de todo el mundo ya había reconocido el valor del enfoque de Motto. Gregory Carter, que dirigía un servicio de psiquiatría en New South Wales (Australia), orquestó un estudio en el que las palabras de Motto estaban impresas en una postal ilustrada con el dibujo de un perro con un sobre en la boca. Las notas se enviaron ocho veces en el transcurso de 12 meses a pacientes muy difíciles de tratar. La mayoría tenía historias de traumas, entre ellas de violación y acoso. Algunos habían cometido intentos de suicidio en repetidas ocasiones. Pero Carter descubrió que había una reducción del 50% en los intentos de quienes recibían las postales. Cuando revisó a los participantes del estudio cinco años después, el efecto de las cartas seguía siendo fuerte. Y el coste por paciente era de menos de 11 dólares.
En Teherán (Irán), los investigadores llevaron a cabo un experimento similar, modificado para ajustarse a la cultura local. "En mi opinión, [el texto de Motto] habría resultado aburrido a nuestros pacientes", comenta Hossein Hassanian-Moghaddam, profesor asociado de la Universidad Shahid Beheshti de Ciencias Médicas. "Quizás pensaban que era un robot el que les enviaba ese tipo de mensaje". En su lugar, los iraníes escribieron tarjetas de felicitación sentimentales con lemas inspiracionales o textos religiosos. Algunas iban intercaladas con citas de Albert Einstein. Otras, de Buda o el presidente John F. Kennedy. También enviaban tarjetas a los pacientes por su cumpleaños (uno de los detalles favoritos de los participantes). Los resultados fueron igualmente positivos.
Kate Comtois, una reputada investigadora sobre el suicidio en Seattle (EE UU), trató de probar estos métodos con un nuevo público, uno cercano a Motto. Para su grupo de control aleatorio, financiado por el Departamento de Defensa, ella y su equipo enviaron mensajes a cientos de soldados y marines del Ejército en activo. Cada uno de ellos recibió 11 mensajes al estilo de los de Motto a lo largo de un año.
Cuando los investigadores hicieron un sondeo sobre los mensajes de los soldados, les dijeron que para que esto funcionara con los marines, los textos no deberían insinuar debilidad. "Nos dieron una lección", explica Comtois. "No querían que usáramos la palabra 'necesitar".
Así que ella y su equipo siguieron enviando mensajes, pero cambiaron de tono: "Espero que la vida te esté tratando bien" y "espero que todo vaya bien y te estés cuidando". Como eran mensajes, los investigadores podían responder a los soldados con emoticonos o con lo que les pareciera más natural. El estudio, que terminó hace poco, demostró que los destinatarios tenían menos probabilidades de tener pensamientos suicidas o de intentar suicidarse. Comtois estaba sorprendida por lo distintas que eran las interacciones. "La mayoría de las veces nos dirigíamos a alguien que se alegraba de tener noticias nuestras", dice. "En la prevención de suicidios no suele ocurrir esto".
Pero quizás el trabajo más ambicioso relacionado con Motto que se está llevando ahora a cabo es el de una pequeña clínica de salud mental en Berna (Suiza). Uno de los cofundadores de la clínica, Konrad Michel, centró todo su enfoque en las historias de los pacientes. Al principio grabó sus sesiones de terapia con pacientes y luego les hizo reflexionar sobre la experiencia en entrevistas grabadas llevadas a cabo por un colega. Ellos le decían lo que pensaban de sus preguntas, de sus costumbres, de cómo les hacía sentir. Un trabajo así te pone los pies en la tierra.
Con el tiempo, él y la otra cofundadora de la clínica, Anja Gysin-Maillart, desarrollaron un nuevo modelo de terapia de breve intervención, llamado Attempted Suicide Short Intervention Program (ASSIP). Es una forma mucho más intensa y compasiva de tratar el suicidio, acompañada de la terapia y la medicación habituales. En la primera sesión, que dura aproximadamente una hora, se graba al paciente contando la historia de un intento de suicidio y qué le llevó a ello, sin que intervenga el psicólogo. En la siguiente sesión, el mismo psicólogo se sienta con el paciente y ven juntos el vídeo. El psicólogo pulsa el botón de 'pausa' cuando hay una oportunidad para profundizar, en busca de hallazgos. En la tercera sesión, enumeran los desencadenantes potenciales y vulnerabilidades que podrían llevar al paciente a volver a un modo suicida. Luego planean juntos los objetivos y estrategias a largo plazo para minimizar el riesgo de otro intento. Si se necesita una cuarta sesión, vuelven a ver la grabación de la primera sesión y afinan el plan de seguridad para ajustarlo a las necesidades del paciente.
El trabajo, dice Gysin-Maillart, aporta claridad a los pacientes, que suelen sentirse abrumados después de un intento de suicidio. Y aunque suene dramático, esa es la clave. Se espera que el psicólogo y el paciente creen un vínculo a través de esa experiencia. El paciente entonces recibe una versión de la carta de Motto a intervalos regulares durante dos años.
Hasta ahora, los resultados han sido sorprendentes: en 2016 se publicaron los hallazgos de una prueba clínica que mostraba una reducción del 80% en el riesgo de intentos y un menor tiempo de ingreso en hospitales. Se han creado nuevas clínicas cerca de Zúrich, así como en Finlandia, Suecia y Lituania. A finales del año pasado, Michel empezó a formar a terapeutas en Siracusa, Nueva York, para llevar a cabo su propia consulta con financiación federal.
Cuando visité la clínica en Berna, me interesó más lo que no vi. No había médicos diagnosticando a pacientes ni precribiéndoles medicamentos. En cambio, era un lugar de escucha atenta. Vi una primera sesión entre Gysin-Maillart y una paciente con un largo y complejo historial de intentos de suicidio. Gysin-Maillart le preguntó qué le había llevado a plantearse el suicidio como una opción. Y durante los siguientes 25 minutos, la escuchó sin hacer una sola interrupción. "¿Tuviste la impresión de que desaparecía?", me preguntó después Gysin-Maillart. Le preocupaba que su lenguaje corporal fuera excesivo, especialmente cuando asentía con la cabeza. "Es mejor no asentir", dice. "Pero su historia era tan dura que tenía que hacerle alguna señal".
Varios de sus pacientes me dijeron que, a diferencia de otros doctores, Gysin-Maillart nunca intenta evaluar su riesgo. En su lugar, ella les hace sentir comprendidos y esperanzados. Verse a sí mismos en vídeo les ayudaba a entender la gravedad de lo que habían vivido. No podían minimizar lo que habían hecho. Y las cartas no hacían más que consolidar su sensación de conexión con ella.
De todos los pacientes que conocí ninguno parecía tan metido en las cartas como una estudiante universitaria llamada Anna, que me dijo que antes de llegar a la clínica se sentía "muy perdida en el mundo". Sus respuestas a Gysin-Maillart acabaron tomando la forma de largas confesiones, llenas de detalles sobre su vida que no había compartido con su psicóloga (a quien admiraba) ni con su madre (con quien se llevaba bien). Anna llegó a ver a Gysin-Maillart como guardiana de todos sus secretos.
"Recibí tu carta y casi no quería abrirla, porque quería conservar esa sensación de alegría un poquito más", respondió Anna a la primera nota de Gysin-Maillart. "Como cuando no abro un regalo directamente".
Durante los siguientes dos años, Anna le contó por carta a Gysin-Maillart que le costaba encajar en su entorno después de su intento de suicidio, que ni siquiera la entendían sus amigos y que no podía llorar. Para sobrellevarlo, había empezado a practicar remo. "Remar en el Rin", escribe, "cuando todo está quieto y calmado y la niebla sale del agua y el sol empieza poco a poco a calentar, con el lento golpear de los remos y el chapoteo del agua a mi alrededor. Eso me da una sensación indescriptible".
Tres meses después de recibir su última carta de la clínica, el insomnio de Anna se intensificó y empezó a pensar de nuevo en el suicidio. Así que cogió lo que había aprendido de sus sesiones y se puso a escribir un correo electrónico a Gysin-Maillart. Como había hecho en cartas anteriores, vertió todos sus pensamientos. Pero cuando acabó, se dio cuenta de que no necesitaba enviarla. Escribirlo había sido suficiente.
El enfoque de Motto es como un prometedor medicamento experimental contra el cáncer. Tiene el poder de remitir o reducir las ansias suicidas hasta un nivel manejable. Es la mejor esperanza para unas personas tan abatidas. Pero esto no significa que los psicólogos estén deseando probarlo o que sea fácil desarrollarlo, especialmente dentro de un sistema sanitario tan sumamente caótico como el de Estados Unidos.
April Foreman, miembro del Comité Ejecutivo de la Asociación Americana de Suicidología, utiliza el término "teatro de virtudes" para describir el estado actual del cuidado de la salud mental en Estados Unidos. Aparentemente apunta a la esperanza, pero por dentro el personal clínico se ve consumido por el papeleo, el estrés por la financiación, la preocupación por las responsabilidades, la cantidad de casos imposibles y los siempre cambiantes y decadentes requisitos que tiene que cumplir la gente para que se les ofrezca ayuda. "Entrenamos a profesionales de la salud mental para que se aterroricen de todo", lamenta. El trabajo al final se convierte en evitar pleitos y pacientes de alto riesgo, y no en experimentar formas nuevas de tratar a la gente que más lo necesita".
Esto ayuda a explicar por qué las compañías aseguradoras no han aplicado todavía los métodos de Motto. La industria tiene un largo historial de no querer pagar los servicios de salud mental, y muchas veces solo los cubre cuando se les obliga. Hasta hace diez años, la norma era poner estrictos límites a los tratamientos; solo se cubría un relativamente pequeña cantidad de visitas al año. Los incentivos económicos siguen desfasados a día de hoy. Los seguros pagan a los psicólogos la misma cuota independientemente de si están atendiendo a un veinteañero con depresión leve o a un hombre de cincuenta y tantos con pensamientos suicidas crónicos, adicción a los opiáceos y un arma en su mesita de noche. Como consecuencia, puede que los profesionales estén menos dispuestos a aceptar a clientes con un historial de intentos suicidas. Sin subvenciones adicionales, muchos hospitales y clínicas no se ven inclinados a dedicar recursos a una intervención que no les van a reembolsar.
Incluso más frustrante es el hecho de que haya muchísimas personas dentro de la industria aseguradora que saben lo potente que puede ser el enfoque de Motto. Un director médico de Cigna me confesó que cree "totalmente" en ello, mientras que otro de Premera Blue Cross lo consideró "increíblemente valioso". La directora de Premera me dijo que ella envía mensajes a los clientes por su cuenta, pero no puede imaginarse que su empresa llegue a pagar a los médicos por enviar mensajes o mails.
Esto no quiere decir que el enfoque de Motto no conlleve riesgos reales. La idea de tener que defender gifs de pingüinos en una demanda legal por la muerte de alguien es realmente aterradora. Y por motivos de privacidad, muchos hospitales y clínicas no permiten a sus médicos comunicarse con pacientes fuera de un portal seguro. Si el contenido de estas conversaciones se hackeara y se hiciera público, podría ser catastrófico para todos los implicados. Algunos psicólogos incluso expresaron su preocupación de que su pareja viera los mensajes y pensara que se trataba de un affaire.
Y luego está la dificultad de escribir los mensajes en sí. Piensa en todas las veces que un mensaje tuyo sufrió malentendidos y tuviste que responder explicando que no, lo que quería decir en realidad era esto. O las veces en las que no fuiste capaz de descifrar si un mensaje sarcástico de un colega era de broma o estaba criticando un aspecto de tu personalidad, así que te quedaste un rato preocupado. Luego imagina que esa interacción tiene lugar cuando la vida de alguien está en peligro.
Este tipo de problemas se hace cada vez más difícil de sobrellevar a nivel institucional. Kate Comtois, que revisó el exitoso estudio militar, comenta que como muchos terapeutas carecen de formación sobre cómo tratar a supervivientes de intentos de suicidio les cuesta gestionar la oleada de pacientes que busca ayuda después de recibir una carta o un mensaje afectivo. Y escribir las cartas puede ser delicado. Cuando el Departamento de Asuntos para Veteranos de Estados Unidos recomendó que se enviaran tarjetas a veteranos enfermos, nadie impuso un lenguaje específico y muchos de los mensajes acabaron desviándose del ideal terapéutico. Algunos regañaban a los pacientes por no coger el teléfono cuando les llamaba el psicólogo; otros les atosigaban para que comieran mejor. Les pedían demasiado (rompiendo la regla de Motto) y, además, expresaban preocupación. La preocupación, me dijo Linehan, envía un mensaje equivocado porque es "la afirmación de que en realidad no crees en ellos".
Pero quizás el mayor obstáculo que impide que el enfoque de Motto sea más universal es que cruza una de las fronteras más inviolables en terapia: la que separa las sesiones de la vida exterior. Desde el principio, a los médicos se les enseña a guardar una distancia emocional de sus pacientes para evitar el agotamiento y proteger su objetividad. Los psicólogos y trabajadores sociales aprenden principios similares. Básicamente, cuando acaba tu jornada laboral, dejas atrás las luchas del paciente y vuelves a tu propia vida. Hay un motivo por el que el mensaje del buzón de voz de un psicólogo le dice a sus pacientes que llamen a una línea contra el suicidio o a emergencias si llevan varias horas en crisis.
Paul Appelbaum, profesor de Psiquiatría, Medicina y Derecho en la Universidad de Columbia, cree que los mensajes son peligrosos porque pueden ser "el primer paso para cruzar otras fronteras". "¿Es una vez al día? ¿Una vez cada hora? ¿Puedes beber y contestarle, aun sabiendo que habrás perdido facultades? ¿Puedes disfrutar de una boda familiar sin apartarte a una esquina para contestar a los mensajes?".
Al menos un estudio contradice estas preocupaciones. En 2004, los investigadores descubrieron que cuanto más abiertos se mostraban los psicólogos a atender llamadas de clientes entre sesiones, menos recibían. Stacey Freedenthal, trabajadora social clínica y profesora asociada de la Universidad de Denver, cree que una forma de resolver el problema de las fronteras es que los trabajadores sociales de salud mental tengan un mejor entendimiento del riesgo. Los psicólogos deben ser capaces de diferenciar entre pacientes con intensos pensamientos suicidas (los que están en peligro ahora mismo) y las personas que llevan años contemplando la idea del suicidio pero que la mayoría de las veces no se plantean actuar.
Todas las personas del ámbito de la salud mental deberían saber cómo tratar los pensamientos suicidas agudos, desarrollando un plan que los mantenga a salvo, hablando con sus familiares para que mantengan lejos de su casa cualquier arma. Igual que todos los médicos deberían saber realizar la reanimación cardiopulmonar. Pero Freedenthal piensa que los psicólogos que no se sientan emocionalmente preparados para ayudar a suicidas crónicos deberían recibir formación cuando acepten esa responsabilidad. "Algunas personas viven en la luz y dicen a la otra persona que está en la oscuridad: 'Ven aquí, aquí hay luz y esperanza'. Pero a veces lo que necesita la persona suicida es que el psicólogo se reúna con ella en la oscuridad y le muestre el camino de salida", opina la experta.
En una mañana soleada de junio, voy hasta el modesto adosado de posguerra de Whiteside, en el barrio Capitol Hill de Seattle, para ver cómo es un día normal para ella. Sé que tiene sesiones con clientes y papeleo que arreglar, pero estoy más interesado en lo que ocurre entre tanto.
Whiteside llega a la puerta llena de energía, con la cara elástica y expresiva. El salón es una mezcolanza de muebles de bazar, y se disculpa por que las paredes estén prácticamente vacías. Los dos marcos de fotos en las mesas de madera oscura tienen las fotografías de modelos sonrientes que vienen por defecto al comprar los marcos. Ursula Whiteside lleva más de un año ahí pero no ha tenido tiempo de reemplazarlas por fotos propias. En los armarios de su cocina, entre sartenes y cacerolas, hay ficheros de la investigación.
Whiteside se acurruca en su sofá con una mantita roja y se dispone a comprobar qué tal le va a Mary, una de sus pacientes habituales. La psicóloga tiene unos 10 pacientes al mismo tiempo, y sobre todo le preocupan quienes no envían mensajes ni llaman. Y en ese momento lleva un par de días sin saber de Mary.
Mary (no es su nombre real) tiene 41 años y un buen trabajo en una escuela cercana. Se ha esforzado mucho por ocultar sus pensamientos suicidas a sus amigos y compañeros. Pero por la noche, le cuesta alejarse de las webs de armas. Ha probado decenas de tratamientos y varios psiquiatras en los últimos años. Me dijo que veía a Whiteside como su última oportunidad para mejorar. Aun así, muchas de sus sesiones no han sido fáciles, y Mary algunos días deja la consulta enfadada por todo el trabajo emocional que le pide Whiteside. De hecho, puso un tono especial a los mensajes de Whiteside porque hay veces en las que prefiere no mirar hasta sentirse preparada.
El día anterior fue el cumpleaños de Mary, y Whiteside no estaba muy segura de cómo se lo tomaría. Le envió un mensaje antes de llegar yo: un simple meme de El resplandor en el que un gato (en vez de Jack Nicholson) rompe la puerta del baño con un hacha. Whiteside es totalmente consciente de que Mary odia el humor de gatos, pero estos mensajes se han convertido en bromas internas entre ellas. "Mientras se lo enviaba, pensé, ¿será esto peligroso? ¿Podrá interpretarlo de otra forma?", plantea. Al principio, no esperó ninguna respuesta. Ahora, horas después, está ansiosa por recibir una.
Whiteside se sienta en el sofá un minuto, sin dejar de mirar la pantalla de su teléfono. No está segura de qué escribir, o de si debe escribir algo. Quizás suene asustada. Quizás no deba. Empieza a jugar con el lenguaje, diciendo palabras en voz alta para comprobar su peso.
"¿Has hecho algo por tu cumpleaños?"
No, eso no suena bien. Demasiado juicioso. Se queda callada otro minuto. Coge el teléfono. Mira Facebook. Ningún mensaje de Mary.
"¿Has hecho algo por ti en tu cumpleaños?"
Pausa breve. Sí, eso le gusta. El mensaje puede parecer inocuo. Pero para alguien como Mary, capaz de aislarse, incorpora un recordatorio sutil de un objetivo terapéutico: aprender a ser consciente siempre de tu estado mental, anticiparte y desviar pensamientos destructivos. Por ti, decía el mensaje. Quizás lo pillaba. Whiteside lo teclea rápido y le da a enviar.
Unos cinco minutos después, Mary responde que está bien, pero no ofrece más detalles. Quizás ese intercambio de mensajes le molesta, quizás no. En cualquier caso, ha respondido con algo más cálido que el silencio.
El episodio es tanto un éxito como un perfecto caso de estudio de por qué a los terapeutas que no poseen la paciencia sobrehumana de Whiteside les puede costar seguir el enfoque de Motto. Tratar el pensamiento suicida significa que tus clientes nunca están lejos de tu mente. Tienes que ser un experto interpretando sus mensajes y observando cambios problemáticos de personalidad que son imperceptibles para el resto de la gente. Durante años, Whiteside se ha excusado por no acudir a cenas de amigos para aliviar a sus clientes. En el cine deja su teléfono encendido y también cuando coge un avión. Sabe —y sus amigos también— que no hace suficiente por sí misma.
Pero se encuentra más en paz cuando mantiene comunicación regular con sus clientes. Las personas que causan más estrés a sus terapeutas son quienes no interactúan en absoluto. La gente que habla de su dolor, por otra parte, está extendiendo una invitación de ayuda. Poco antes de mi visita, Whiteside estaba a punto de volar a casa desde San Francisco cuando recibió un mensaje. "No quiero estar aquí. No quiero respirar. No quiero hablar", le escribió una paciente. Era una madre soltera de mediana edad, que había estado bebiendo y acababa de escuchar una canción que le recordaba a un ex. Había entrado en una espiral. Pero Whiteside sabía precisamente cómo calmar la situación. "Vale, es hora de irse a la cama", le escribió después de un intercambio de mensajes. "Mucha agua y un pijama calentito".
La cliente siguió las instrucciones y, a la mañana siguiente, escribió a Whiteside su plan para seguir adelante el resto de la semana. "Sé que el primer paso era superar la noche. Y lo hicimos", dice.
Muy pocas veces Whiteside ha cedido a las exigencias de su enfoque. En 2017, pasó una mala época con un proyecto de investigación y, aunque mantuvo sus citas con Mary, durante una semana dejó de enviar mensajes entre sesiones y se saltó dos fines de semana. Cuando empezó a sentirse culpable, se preguntó cuántos médicos escribían a sus pacientes en sus días libres. De repente, se sintió fuera de lugar; quizá todo el método era arriesgado.
En la siguiente sesión, Mary sacó a colación la falta de comunicación, preocupada de que su relación hubiera llegado a un bache. "No quiero interrumpir tu semana...", trató de explicar Whiteside. La respuesta de Mary fue rápida y firme: "No, no, no, no, no, no. No pares. No pares".
Con el tiempo, Mary se ha construido un sistema de apoyo y por fin se siente lo suficientemente cómoda como para ir a partidos de softball con amigos o de viaje para ver a su familia. Ya no se siente indigna de la atención de Whiteside. Y, aun así, todavía tiene días en los que juguetea con la idea de "quitarse de en medio". La mañana anterior a una sesión de terapia electroconvulsiva, Mary se sentía particularmente deprimida y asustada. Pero ahí estaba Whiteside, escribiéndole. "Recuerda: creo en ti. Ya lo has logrado otras veces. Sabes superar cosas difíciles". De repente, Mary se sintió reforzada.
En otra mala noche, Mary hizo un álbum de lo que más le gustaba del mundo. Además de fotos de sus sobrinas y un sobrino y de una imagen de una piscina resplandeciente, pegó capturas de pantalla de unos cuantos mensajes de Whiteside. Sí, algunos eran muy cursis. ("¿No sería genial que las nubes negras llovieran virutas dulces?"). Mary estaba impresionada, porque funcionaban.
Whiteside pone pequeñas objeciones. Según ella, funcionan por el momento. "Los mensajes cariñosos son un buen baño de aceptación, y eso es genial y suele ser lo que más necesitamos", asegura. "Pero luego la persona necesita apoyo para cambiar de verdad; si no, se queda en el infierno". Muchas veces, ese apoyo no existe en la gente que ha pasado por intentos de suicidio. No es como cuando te diagnostican cáncer y te presentan a un equipo de cuidadores: oncólogos, cirujanos, especialistas en dolor, nutricionistas e incluso expertos en pelucas. El tratamiento para el suicidio es una empresa mucho más solitaria. La mayor parte del tiempo, son solo dos personas hablando por turnos, tratando de descubrir cómo seguir vivos.
Whiteside nunca sabrá por completo qué hay en la mente de sus pacientes. Siempre le preocupará no ser capaz de llegar a ellos en el momento que más necesiten su ayuda. Lo único que puede hacer es enviarles un mensaje y esperanza.
Unos días después de mi visita a casa de Whiteside, conocí a Amanda, la enfermera que se tragó todas esas pastillas hace una década. Cuando caía la tarde, en plena hora punta, se presentó frente al edificio de la oficina de Whiteside y me saludó con un susurro propio de biblioteca, tan bajito que apenas pude escucharla. Aunque dejó de ver a Whiteside unos dos años después de aquel intento, mantuvieron el contacto y habíamos acordado encontrarnos para hablar de sus años de correspondencia.
Los otros propietarios del edificio se habían ido a casa, era tarde, y el lugar se había quedado oscuro y silencioso. Casi parecía que no debíamos estar ahí. Para tranquilizarnos, Whiteside llama al bar de enfrente para pedir un plato de hummus y unas cervezas de raíz. Mientras esperamos la comida, pregunto a Amanda cuál fue su primera impresión de Whiteside.
"Pensé que era una ingenua", contesta. "Las otras personas con las que había trabajado parecían agobiadas y asustadas y frustradas... siempre me preocupó que yo les supusiera demasiado trabajo".
"Entendí que tú sentías que eras demasiado", responde Whiteside. "Creo que yo también dudaba de mis capacidades".
El suicidio "siempre me pareció mi problema", sostiene Amanda. "Todo el mundo me culpaba y yo necesitaba arreglarlo".
"¿Pero sentiste que yo me preocupaba por ti? ¿O no eras capaz de creértelo?"
Amanda se piensa la pregunta. El único sonido de la sala es la cinta de la persiana dando contra la ventana. Pasan 15 segundos.
"Pensaba que te preocupabas por mí lo que un médico se permite preocuparse por su paciente", dice Amanda.
"¿Y eso cambió en algún momento? O era que...", Whiteside se para. "Puedes decir que no". "Creo que en mi cabeza solo podía pensar 'no es mi amiga, es mi psicóloga", responde Amanda. "Creo que se me habría hecho más difícil si sintiera que no había frontera".
Al final, llegan a aquella mañana del 28 de septiembre de 2007, y a su última conversación antes del intento de suicidio de Amanda. Whiteside revisa su antiguo mail con vergüenza. Leídas en voz alta, las palabras ahora parecen duras y exigentes. Motto no las habría aprobado. "Tómate una pastilla de esperanza", le había escrito, reforzando un tema que habían tratado en terapia. "Necesito que crees un plan específico para este fin de semana".
Whiteside empieza a reescribir la situación, tanteando a Amanda. "Si tuviera que volver a hacerlo, diría: 'Escucha, Amanda, tienes que escucharme. Con lo que me envías siento que estás sufriendo. Y quiero que sepas que te apoyo, de verdad. Y que no puedes irte", dice Whiteside. Hace una pausa. Después de lo que parece un largo momento, la psicóloga piensa en una última frase que podría haber mantenido a Amanda enganchada: "¿Podemos hablar en tu hora de comer?".
Durante un momento, Amanda se queda callada, y luego empiezan a correrle lágrimas por las mejillas. No está segura. Quizás nada podría haberla parado, pero no hay forma de saberlo después de todo ese tiempo.
Un año después de aquel encuentro, llamé a Amanda y me dijo algo sobre su intento que nunca le había dicho antes a nadie. Ahora le parecía significativo que, después de coger las pastillas, había esperado horas antes de tomárselas. Quizás estaba dudando. Quizás estaba esperando a que alguien le dijera las palabras clave. "No sé si mi decisión habría sido inamovible. Pero creo que podría haber cambiado de idea". Cabía esa posibilidad.
***
Si necesitas ayuda, puedes llamar de forma gratuita al Teléfono de la esperanza al 717 003 717 o a cualquiera de sus sedes en España.
Reportaje
Jason Cherkis es periodista del HuffPost. Está trabajando en un libro sobre suicidio para Random House.
Documentación
Matt Giles es redactor freelance y jefe de investigación y fact-checking en Longreads.
Dirección y diseño creativo
Donica Ida es directora creativa de Highline.
Kate LaRue es director creativo freelance.
Desarrollo y diseño
Gladeye es una agencia de innovaciones digitales en Nueva Zelanda y Nueva York.
Traducción del inglés
Daniel Templeman Sauco y Marina Velasco Serrano