La guerra criminal de Putin... y los costes de plantarle cara
Es imposible ignorar los sacrificios que conlleva, en lo personal y en lo colectivo, deducir todas las lecciones y extraer todas las consecuencias de la respuesta europea.
Desde que en febrero de 2022 se desencadenase con estrépito la cruel e ilegal guerra de agresión de la Rusia de Putin contra Ucrania, el Parlamento Europeo (PE) ha hecho cuanto ha estado a su alcance para reivindicar la legalidad internacional quebrantada en la invasión de un Estado europeo soberano, apoyar al pueblo ucraniano en su lucha desigual, aprobar las sanciones contra los activos financieros y bienes rusos procedentes de los negocios patrocinados desde el Kremlin, reforzar a Eurojust y los Equipos Conjuntos de Investigación en su cooperación con la Fiscalía del Tribunal Penal Internacional para conjurar la impunidad de los crímenes de guerra perpetrados por las tropas rusas, y acelerar la autonomía energética y estratégica. Esta es la consecuencia obligada de que con nuestro gigantesco vecino del este —Rusia es el país más grande de la Tierra— no solo no se pueda cooperar mientras Putin siga siendo dueño del poder y todas las decisiones, sino que procede incoar su aislamiento y reprobación en todas las instancias de la gobernanza global.
De hecho, en el Pleno del PE de octubre en Estrasburgo, el debate fue más lejos, apuntando al señalamiento de la Rusia de Putin como una amenaza a la paz mundial —y en particular en Europa— por su responsabilidad en la financiación y organización de actividades terroristas en diversas latitudes del planeta. En otras palabras, en la estigmatización de Rusia como un Estado terrorista, porque esa y no otra fue la pretensión sostenida por gran variedad de voces —pertenecientes además a distintos grupos parlamentarios— en el debate sostenido en la sesión plenaria de la Eurocámara.
Complementariamente, una segunda derivada de ese mismo pleno orbitó en torno a la idea de la “internacionalización” de la conflagración en Ucrania empaquetando al régimen de Alexander Lukashenko en Bielorrusia —sin duda, una tiranía que dura más de 30 años, lo que la convierte en la dictadura más prolongada en suelo europeo, aún en pie— en la misma categoría de la guerra de agresión (y de responsabilidad por los crímenes de guerra) que la Rusia a la que vincula obsecuentemente su política exterior. Lo que equivale, reconozcámoslo, a admitir que la UE tiene no uno sino dos regímenes canallas (Rogue States) flagrantemente violadores de la legalidad internacional en su frontera inmediata: la Federación Rusa de Putin y la Bielorrusia de Lukashenko.
Una vuelta de tuerca sobre la que conviene reflexionar con detenimiento y calculando sus implicaciones estratégicas, en toda su dimensión. Sin perjuicio de la mesura con que hay que conjugar, en delicado equilibrio, la firmeza diplomática y las sanciones coercitivas que, en el curso de un tiempo apretado e intenso, ponen a prueba la voluntad de la UE de madurar de una vez una voluntad de acción globalmente relevante en su Política Exterior, de Seguridad y Defensa, resulta inexorable asumir las tremendas consecuencias de una ruptura de los canales de colaboración y/o entendimiento con el régimen de Putin en todos los órdenes de la vida en que se materializa el modelo social europeo. La inflación y el malestar social, la crisis de suministros y los desabastecimientos, son solo botones de muestra de cuánto ha cambiado el mundo —y con él, nuestro mundo— a causa de la delirante, paranoica y agresiva ambición neoimperial del presidente ruso.
Esa es, seguramente, la ida sugerida por el HighRep Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, cando recurre a las metáforas con las que está reinventando su rol institucional para convertirlo deprisa en liderazgo político (ese “jardín” de la Europa “hervíbora” rodeada de “carnívoros”...). Todo esto viene a cuento de la multiplicación de frentes en que el coste de plantarle cara a Putin está siendo repercutido, inexorablemente, sobre las vidas cotidianas de 450 millones de ciudadan@s europe@s. Desde nuestros hábitos de consumo a las perspectivas macroeconómicas (con un horizonte de estancamiento o incluso de recesión en algunos EEMM de la UE); desde el coste de la electricidad (en el centro del debate nacional en cada EM y supranacional en la UE) a la adopción de medidas de restricción que afectan a la calefacción, a la iluminación, al aire acondicionado y al tráfico aéreo y marítimo.
Es imposible ignorar los sacrificios que conlleva, en lo personal y en lo colectivo, deducir todas las lecciones y extraer todas las consecuencias de la respuesta europea que hemos hecho nuestra en todas las instancias de representación de nuestra ciudadanía. Pero es asimismo cierto que, asumidos esos costes en carne propia, las más variadas demandas de reparación o alivio, cuando no de excepción a las normas adoptadas, se acumulan hasta agolparse en la bandeja de entrada de los Gobiernos nacionales y las Instituciones europeas.
Y de nuevo, un botón de muestra. Cuando en los puertos canarios —piénsese en el dinámico Puerto de la Luz de Las Palmas— cunde la preocupación por la decisión de Rusia de mover su flota pelágica a puertos marroquíes u otros próximos en la cornisa noroccidental africana, se ejemplifica descarnadamente de qué se habla al asumir con todas las consecuencias que ese gigantesco actor global que es la Rusia de Putin haya decidido atacar y agredir en todos los frentes a su alcance, conforme explica gráficamente la metáfora del “oso herido”, sin reparar en daños ni menos aún todavía en consideraciones morales.
Y de eso hablamos también cuando incidimos en la idea de acelerar nuestro tránsito, con todos los costes que ello implique, a una UE libre de Putin que empieza por apostar por una sostenibilidad de nuestro modelo de vida que no dependa de él ni de sus decisiones.