La estupidez global
Los tontos se rieron divertidos ante la salvajada. Los listos compraron acciones de empresas cristaleras. Los sabios se echaron las manos a la cabeza.
Hoy domingo la lucha contra el cambio climático tiene peor imagen pública que el pasado jueves. Una vez más, una causa absolutamente justa y de interés urgente demuestra tener su principal enemigo entre sus propios defensores. Si alguien tenía dudas acerca de la gravedad del calentamiento global, es posible que sus dudas se hayan incrementado tras el ataque cometido en la National Gallery contra “Los girasoles” de Van Gogh. Alguien que pudiera pensar que éste es un asunto del que sólo se ocupan radicales tarados lo está pensando más en este momento. Los tontos se rieron divertidos ante la salvajada. Los listos compraron acciones de empresas cristaleras. Los sabios se echaron las manos a la cabeza. Y todos nos hemos visto perjudicados por un nuevo incremento de la estupidez global.
Por fortuna, la reivindicación que se tomó como excusa para el lucimiento narcisista de estas dos lumbreras no va a durar en la memoria de nadie. “¿Viste? ¡Han tirado sopa de tomate contra un cuadro de Van Gogh en señal de protesta!”, “¿en señal de protesta de qué?”, “ah, ni idea, creo que estaban protestando en general”. Los estudios sobre publicidad han encontrado muchas veces que anuncios especialmente impactantes no provocan necesariamente que los espectadores recuerden qué es lo que anuncian, y la reivindicación que dio lugar a los girasoles en salsa de tomate no queda clara en las imágenes. Preguntemos a la opinión pública dentro de unos meses: Van Gogh empezará a ser Picasso, la sopa de tomate se volverá pintura. Lo único que se recordará es que una de las niñatas llevaba el pelo rosa.
Es tal el nivel de oligofrenia de cierto activismo, que es inevitable sospechar que en realidad son topos infiltrados que trabajan a favor de aquellos a los que dicen oponerse. Los aficionados a las corridas de toros tienen puestas sus pocas esperanzas en que el discurso animalista se lleve adelante hasta sus últimas consecuencias. Si la política española fuera una serie de Netflix, todos habríamos averiguado desde el primer capítulo que Irene Montero es un agente secreto de Vox. Las fuerzas constitucionalistas harían bien en financiar abundantemente al catalán Institut Nova Història. Pocos minutos después de que las dos heroicas activistas con cocientes intelectuales de un solo dígito abrieran latas de sopas Campbell, los oligarcas interesados en los hidrocarburos abrieron botellas de Dom Pérignon.
Hay gente que se pone al servicio de los problemas, y hay gente que pone los problemas a su servicio. Se nota a la legua quiénes son unos y quiénes son otros. Sin descartar que toda esta historia haya sido una inteligentísima jugada financiada por empresas fabricantes de cristales protectores, todo indica que estamos ante dos activistas que consideran que su altura moral les legitima para decidir el destino de la obra de Van Gogh. Y cuando consideras que la obra de Van Gogh te pertenece, ¿qué límite pones a tu derecho a hacer lo que te dé la gana con cualquier otro tesoro universal de este jodido mundo? “¿Qué es más valioso, el arte o la vida?”, gritó una de ellas mientras intentaba destrozar ambos. El problema es que el planeta no tiene cristal protector contra su estupidez.