La crisis de Venezuela se ha vuelto una pesadilla humanitaria en la frontera con Brasil
El caos de Venezuela ha provocado grandes cambios a ambos lados de la frontera.
Juan Guaidó, autoproclamado presidente interino de Venezuela, instó al pueblo a tomar las calles este 1 de mayo mediante manifestaciones masivas para terminar con el régimen de Nicolás Maduro.
Venezuela se encuentra sumida en una profunda crisis política, económica y humanitaria que ha empujado a más de 3 millones de personas a abandonar el país, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
“Nunca pensé que tendría que dejar este país para no morir de hambre”, dijo el chef Alberto Álvarez en declaraciones a la edición brasileña del HuffPost. Los alimentos siempre habían sido para él más que un medio para la supervivencia; también eran su principal herramienta de trabajo.
Este puertorriqueño de 60 años, que escogió Venezuela como su nuevo hogar hace años, ahora merodea por las calles de Boa Vista, una ciudad situada a unos 240 kilómetros de la frontera con Venezuela, en el estado brasileño de Roraima, en busca de empleo y comida para alimentar a su familia.
Álvarez estudió en escuelas culinarias de Montreal y Lyon (Francia). Antes de abandonar Venezuela, trabajó en un prestigioso restaurante de Caracas, donde vivía con su esposa y sus dos hijos, de 6 y 8 años.
“Tuve que buscar una solución. Decidimos venir a Brasil para empezar de cero”, explica. “Cuando no hay comida, no sirve de nada saber prepararla, hablar inglés y francés o recordar buenos tiempos pasados”.
Álvarez y su familia viven ahora con unos amigos. En ocasiones encuentra trabajos puntuales que no tienen que ver con su especialidad, como pintar casas. Sin embargo, la mayor parte del tiempo depende de la generosidad de la gente, especialmente de los turistas, para permitirse comidas que cuestan poco más de un dólar.
Los Álvarez están entre las 30.700 personas que han tenido que migrar de Venezuela a Brasil desde el pasado mes de agosto, según datos del Gobierno brasileño. En ese mismo periodo, la agencia de migración de Colombia estima en 870.000 el número de venezolanos que han entrado a este país.
Huyen de la violencia de las calles, así como de la escasez de alimentos y medicamentos. Solo en el último año, los venezolanos han perdido una media de 10 kilos por persona debido al hambre. Según la ONG Human Rights Watch (Observatorio de Derechos Humanos), el índice de mortalidad infantil ha retrocedido a niveles de los años 90 y enfermedades que estaban bajo control, como el sarampión, la tuberculosis, la difteria y la malaria, ahora vuelven a ser epidemias.
A las familias venezolanas les resulta más sencillo ir a Brasil, ya que, a diferencia de Colombia y Perú, no pide el pasaporte, algo complicado de obtener, dado que el Gobierno venezolano básicamente dejó de emitirlos. Sin embargo, en Brasil se habla portugués, otro desafío más para los venezolanos.
Pese a que Venezuela empezó a cerrar oficialmente sus fronteras el 22 de febrero, las solicitudes de asilo de aquellos que logran llegar a Brasil desbordan los campamentos de refugiados que establecieron el Ejército brasileño y ACNUR en Paracaima, cerca de la frontera venezolana. En los días menos ajetreados llegan unas 350 personas, pero la cifra aumenta a más de 1000 en los días más intensos.
Mayerlin González, de 23 años, realizó el viaje con su marido, Ronni Villalba, de 25, y con su hijo de 10 meses, Ronner. Fue un viaje de más de 30 horas. Primero, en bus. Luego, una larga caminata a través de “las trochas”, rutas ilegales controladas por grupos armados, que son las que utilizan los venezolanos que huyen del país.
El marido de González hizo el viaje antes que su familia. Llegó a Boa Vista, pasó un mes viviendo en las calles y encontró un trabajo. Entonces, volvió a Maturín, una ciudad venezolana a 800 kilómetros de Paracaima, para traer a su familia.
González asegura que ni se plantea volver a Venezuela. Está pensando en seguir en Brasil, pero más al sur. “Paraná, Santa Catarina, algún sitio que esté lejos de Venezuela”, comenta. Los venezolanos consideran que las regiones sureñas de Brasil son más prósperas debido a las dificultades a las que se han enfrentado en ciudades norteñas como Boa Vista o Manaus.
Ricardo José, conductor de Uber de madre brasileña, es uno de los que han migrado al sureste de Brasil. Hace dos años, Ricardo José, de 31 años, dejó su país y se fue a vivir a São Paulo. Sus padres y sus tíos decidieron quedarse, ya que marcharse significaba vender todas sus posesiones “a cambio de casi nada”, explica.
“Antes de venir aquí, mi familia sufrió más de un secuestro. Nos fuimos en cuanto pudimos. No queríamos llegar a un punto crítico. No te puedes fiar de nadie en mi país”, se lamenta.
Las manifestaciones de Caracas son el comienzo de la “fase final” del régimen de Maduro, según declaraciones de Guaidó este martes. Gaidó tiene el apoyo de Brasil y Estados Unidos, entre otros países, pero Maduro asegura que todavía cuenta con la lealtad del Ejército venezolano.
José tiene puestas sus esperanzas en el movimiento de Guaidó: “Fue elegido presidente por los diputados porque era el líder del Congreso. Es el presidente. Los diputados tienen la potestad de elegir al presidente. Es nuestra esperanza para derrocar a Maduro”.
“La única esperanza es que el Ejército se una a la oposición y más gente tome las calles para meter presión al gobierno”, añade. “El apoyo militar es crucial para forzar a Maduro. Él sabía que la confrontación era inminente, y aunque no llegó a desatarse, armó a grupos civiles para apoyar su régimen”.
Para quienes viven en Venezuela, Brasil es una fuente de productos básicos, como alimentos y artículos de higiene personal.
Todas las semanas, Pemon Zoraide, que prefiere ocultar su verdadero nombre por motivos de seguridad, sale de Kumarakapay, un pueblo venezolano a 80 kilómetros de la frontera con Brasil, para comprar alimentos al otro lado, en Paracaima.
“Compramos todo tipo de cosas. No hay nada en Venezuela. La cosa está muy mal”, explica a la edición brasileña del HuffPost. Aunque su hijo de 9 años ha sido testigo de cómo el Ejército venezolano asesinó a disparos a alguien, todavía no ha abandonado el país. Su hijo tiene sarampión. “Primero tiene que sanar”.
Hace poco, la edición brasileña del HuffPost realizó la misma ruta clandestina que tienen que tomar los venezolanos para llegar a Brasil.
Los venezolanos recurren a “taxis” (en realidad son coches viejos y en mal estado) para viajar desde Santa Elena de Uairén (Venezuela) hasta Paracaima, al otro lado de la frontera. Cada trayecto cuesta 12,5 dólares. Si a la vuelta están cargados de suministros (que es lo común), el precio puede aumentar hasta los 40 dólares.
Pero algunas personas tienen que ir a pie por caminos de tierra o a través de la selva. El Ejército brasileño ha dispuesto estaciones de apoyo al final de estas rutas para ofrecer agua, alimentos y tratamiento médico a los caminantes.
La edición brasileña del HuffPost hizo el viaje de Paracaima a Santa Elena de Uairén en coche con una pareja venezolana cargada con bolsas y cajas de suministros que contenían desde mantequilla hasta papel higiénico.
En condiciones normales, el trayecto entre esas dos ciudades se haría en menos de media hora, pero a través de “las trochas”, las principales rutas no oficiales, dura casi una hora.
Los taxis cruzan la frontera a un kilómetro y medio del paso fronterizo oficial. En estos pasos fronterizos improvisados, el Ejército brasileño no pide los papeles de los ocupantes del vehículo, ya que solo está oficialmente cerrado el lado venezolano de la frontera.
Un poco más allá de la frontera se llega a un camino de tierra de la Comunidad Indígena San Antonio Del Morichal, una reserva india que pertenece al pueblo pemón. Los indígenas, que te reciben con el rostro cubierto, tienen su propio punto de control.
El coche se detiene, el conductor le da la mano a un indígena y este le permite el paso. Un poco después, otro punto de control y otro apretón de manos.
Penetrando varios kilómetros más en territorio venezolano, hay un punto de control militar. En esta ocasión, en vez de un apretón de manos, el conductor le muestra al militar su carné de conducir y le da 50 reales brasileños (11,3 euros). Los militares también guardan el cuarto y último punto de control. Otros 50 reales y paso libre.
Los periodistas de la edición brasileña del HuffPost hacen el viaje de regreso en el mismo coche, esta vez ocupado con dos mujeres y dos niños, más el conductor. Paran a por combustible en una casa que hay por el camino. La gasolina sale de unos grandes cántaros y la introducen en el tanque del coche ayudándose de una botella de plástico vacía de Coca-Cola.
Cruzar los puntos de control militares para volver a Brasil no es tan sencillo como para entrar a Venezuela. En el segundo punto de control, les prohíben cruzar, pese a haber pagado. El conductor dialoga con tres militares venezolanos y consigue convencerlos, no se sabe a cambio de qué.
La profunda crisis de Venezuela también está provocando cambios en el lado brasileño de la frontera.
“Si tuviéramos 10.000 paquetes de harina, los venderíamos todos”, asegura Rone Neto, director de Comercial Brasil, uno de los principales distribuidores de alimentos de Paracaima. Tuvo que mudarse a esta ciudad hace cuatro meses para gestionar el aumento de la demanda.
“Vamos a abrir una segunda tienda. Puede parecer extraño ver dos supermercados contiguos, pero hay espacio para todo el mundo aquí. La demanda es enorme. Da igual cuánto tengamos inventariado, lo vendemos todo”, sostiene.
El producto que más demanda tiene es la harina de trigo. “Mucha gente de Brasil tiende a pensar que lo más demandado es el arroz y las legumbres”. Sin embargo, los venezolanos son distintos. “Compran mucha harina y mantequilla”.
Los propietarios de estos comercios celebran el aumento de la demanda, pero muchos habitantes han presentado sus quejas.
“Cada día viene más gente. La ciudad ha cambiado por completo”, comenta Manoel Soares, propietario de un restaurante en la estación de buses de la ciudad.
Según expone, la ciudad era “pura calma” antes de la crisis venezolana. Paracaima era un centro turístico para viajeros en busca de rutas de senderismo, cataratas y una toma de contacto con la selva tropical.
El topógrafo de 62 años Ruy Hagge Barbosa que se mudó a Paracaima hace 12 años, comparte esta preocupación: “Ha cambiado a peor. Es un caos. Apenas hay brasileños gastando dinero en la calle central, solo venezolanos, y no cumplen nuestras leyes porque son inmunes a ellas”.
Al otro lado de la frontera, en Venezuela, Santa Elena de Uairén parece ahora una ciudad fantasma.
El centro comercial libre de impuestos fue uno de los primeros en sufrir las consecuencias. Con el cierre de las fronteras y la escasez de productos, los brasileños que acudían en busca de artículos electrónicos y cosméticos más baratos dejaron de venir. El centro comercial está ahora cerrado y sus alrededores, desiertos.
La situación no es distinta para los dos principales hoteles de la ciudad. El Anaconda, antes un hotel de referencia, tuvo que cerrar. El Garibaldi, en pleno centro de la ciudad, ha tenido que bloquear las puertas con verjas de hierro y su restaurante ha cerrado de forma permanente. Los supermercados de la ciudad tienen las estanterías vacías.
Las fachadas del colegio de educación primaria de Santa Elena de Uairén aún tienen pintadas a favor de Hugo Chávez, el predecesor de Maduro. Hay una cita de Simón Bolívar, una figura clave en la independencia hispanoamericana, a favor de la educación: “La educación es el verdadero fundamento de la felicidad. Las naciones caminan hacia su grandeza al mismo paso que caminan hacia su educación”.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Brasil, fue traducido y adaptado del portugués por el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.