La calavera de Franco
El año en que murió el Caudillo se estrenó en España La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, y llegó a las librerías como un título irónico El otoño del patriarca, del maestro García Márquez. Las heridas de la Guerra (In)civil aún estaban abiertas y las cunetas de toda España rebosaban de fusilados anónimos y los mausoleos de muertos gloriosos, por efecto de la furia fratricida. En la historia reciente el español busca sus ancestros y solo encuentra balazos entre 1936 y 1939 (y más adelante).Algunos supimos que nuestro abuelo materno, que era muy grande, muy alto y muy guapo y en él empieza mucha biografía familiar, ayudaba a los "rojos" a escapar del Valladolid de la posguerra hacia Francia, siendo alférez provisional y poniendo en peligro su vida. Porque sin referentes no somos nadie y todos, unos más que otros, los tenemos anclados en el 18 de julio.
En una decisión insólita y apresurada, el Generalísimo, que por mor de las habilidades médicas (y el oportuno retraso de un día de la comunicación oficial de su deceso) fue a morirse casualmente el día que fusilaron al Ausente en la prisión de Alicante, fue enterrado en el tétrico Valle de los Caídos, monumento construido por los vencedores para "perpetuar la memoria de los que cayeron en nuestra gloriosa Cruzada" –según reza el decreto de 1 de abril de 1940–, pero con mano de obra de los "esclavos" republicanos, muchos de los cuales yacen hoy entre sus muros.
Veinte mil personas trabajaron en la roca durísima del Guadarrama a lo largo de veinte años, en un proyecto que contaba con un presupuesto de mil millones de pesetas, sufragadas con las suscripciones que el Caudillo recibió para su rebelión guerracivilista, más los añadidos de la recolecta de una Lotería extraordinaria. La defensa del ocurrente invento de la "redención de penas por el trabajo" –una condena a trabajos forzados, o sea– es difícil de sostener incluso por la derechona. Alojados en pobres barracones de cantería, los presos políticos vivían en tres poblados, cuyo presupuesto fue de 620.000 pesetas, a diferencia de las viviendas de los empleados, en las que se gastaron más de veinte millones. El catafalco del Escorial nació con vocación de ser un túmulo imperial no para la paz, sino para recordar la victoria: "El monumento no se hizo para seguir dividiendo a los españoles en dos bandos irreconciliables. Se hizo, y esa fue siempre mi intención, como recuerdo de una victoria sobre el comunismo, que trataba de dominar España", le confiesa al teniente-general Francisco Salgado-Araujo (ver Mis conversaciones privadas con Franco, 1976).
Constantemente Franco aparecía de improviso, vestido de civil de punta en blanco o con uniforme militar, para recorrer durante horas las galerías, estudiar proyectos y modificar los planos del arquitecto Pedro Muguruza. Y, como cuenta Daniel Sueiro en La verdadera historia del Valle de los Caídos (1977), "entre los presos había oficiales republicanos que habían sido compañeros del Generalísimo, ante los que éste pasaba en sus visitas indiferente y lejano". En realidad, Franco no estaba de acuerdo con la marcha de las obras ni con alguna de las soluciones arquitectónicas adoptadas, así que a la muerte de Muguruza, el nuevo arquitecto Diego Méndez duplicó las dimensiones de la cripta: "A esto le faltan dimensiones", dijo un día el Caudillo a la puerta de la cripta. En un arrebato artístico, Franco trazó de su propia mano algunos dibujos para los trípticos sobre cuero, policromados, al estilo de los viejos cordobanes y guadamecíes españoles, que salieron del taller de los Lapayese con destino a las distintas capillas.
Ese ánimo de unidad y reconciliación del Movimiento lo encontramos en lo pesadillesco de los huesos, en eso que el CSIC durante sus imposibles exploraciones de los ataúdes ha dado en llamar un "cadáver colectivo indisoluble", entre otras cosas por la caótica ejecución del siniestro plan de reunir cadáveres de distintos cementerios, y por las condiciones de extrema humedad de las criptas. Los muertos, finalmente, se reconcilian en una aciaga democracia de finados y olvido, no así los vivos, que siguen buscando debajo de las piedras a los suyos, "las hordas marxistas" como define a los republicanos la orden ministerial de 11 de julio de 1946. Así que aquel mausoleo siniestro lo fue de muertos de estraperlo, trasladados en secreta y macabra procesión, sin permiso de los familiares en el caso de imposibilidad de identificación, en 1958, 1961, 1968 e incluso 1983... desde casi toda España. Los nombres sobre los ataúdes bajo las capillas laterales del crucero de la Basílica están incluso pintados con tiza. Ni el truculento Cadalso de las Noches lúgubres, ni el cadavérico Edgar Allan Poe de las Narraciones extraordinarias hubiesen podido definir mejor los columbarios donde a día de hoy se almacenan los féretros de forma descontrolada. Criptas llenas de penas de muerte y muertes de pena, como los dos cadáveres incorruptos traídos de Albacete, yacen mezclados en una jornada de tinieblas guerracivilistas, de esqueletos represaliados que gritan mudos, de enemigos más allá de la muerte...
Tuvo que ser una mente perversa la que tuvo la idea de aprobar un decreto ley en 1957 para hacinar los huesos de las víctimas con los de sus verdugos, perturbando su sueño último: entre la broma macabra y la tortura eterna, el Valle de los Caídos es un monumento a la infamia hasta que no se aplique de forma eficaz la Ley de Memoria Histórica. Más cementerio que basílica, la llamada fosa común más grande España que se imaginó Jaime de Andrade (alias Francisco Franco) a algunos solo nos inspira terror y espanto, porque como escribió el maestro Umbral en Mortal y rosa, "los muertos no son de fiar y los esqueletos son muy de temer".
"Sería pueril creer que el diablo se someta; inventará nuevas tretas y disfraces, ya que su espíritu seguirá maquinando y tomará formas nuevas de acuerdo con los tiempos", dijo Franco en la inauguración del monumento, el 1 de abril de 1959, ante la muchedumbre que abarrotaba los 30.000 metros cuadrados de losas de la explanada. Hoy hay mucho de azacaneo tumulario, de zascandileo de morgue, de desasosiego fantasmagórico en Cuelgamuros (Cuelga Moros a mediados del siglo XIX), hecho ahora parque temático para niños y niñas y familias con la merienda que llegan en autobuses y van después a ver al Franco del Museo de Cera y al Parque de Atracciones. Como el tren de la bruja de las ferias, solo que con muertos de verdad y bajo la mirada ciega de las tenebrosas esculturas de Juan de Ávalos, donde se espesan los miedos colectivos que van por allí de visita, porque Drácula ya no asusta ni a los críos con insomnio. Entre las anécdotas, el afeitado al que Franco obligó a hacer al escultor del evangelista san Juan, bocetado con luengas barbas. Y allí, cuando llega el turisteo, este tiene tanto interés en conocer a Franco como al rey Witiza, cuyas genealogías seguramente hará comunes... mientras le hinca el diente al bocadillo de jamón typical spanish.
Y esta pandecta esquelética ha saltado ahora al debate público con la aprobación del decreto ley para exhumar los restos de Franco, una deuda pendiente contraída por el PSOE con aquellas familias que no podían descansar en paz pensando en que sus padres y abuelos estaban compartiendo nicho y descarnadura con la momia de su verdugo. Porque en España nos ocurre como a Franco, que decía de él Areilza que era un táctico sobre el terreno, no un estratega: resulta, amigos, que una vez más vamos improvisando sobre la marcha. Y ahora dice el presidente que el Valle ya no va a ser un Centro de la Memoria Histórica –que es lo que queríamos anteayer y lo que sería lógico–, sino un cementerio civil. El Valle de los Caídos es la devoración, el pudridero y la gusana hambrienta de los ayes y mala conciencia que recorren las dos Españas. Sus señorías tienen que resolver ahora qué hacer con él.
Aquellos naranjales mecánicos de los estertores carpetovetónicos del franquismo y los otoños patriarcales del setenta y cinco llegan simbólicamente a su fin cuatro décadas después de la dictadura y el tirón transicional. La calavera de aquel menudo dictador que levantó un largo régimen represivo de libertades sonríe tras una losa de 1.300 kilos que ahora se va a levantar. España no puede seguir siendo ese país sin resolver y seguirá sin despejarse su incógnita cainita si no pasamos página de esa urdimbre ominosa que fue el Franquismo, mas devolviendo antes la paz a los muertos a través de una Comisión de la Verdad. Por ejemplo.
Media hora antes de llegar al Valle de los Caídos la comitiva fúnebre con los restos del Caudillo, un veterano excombatiente se cayó al hueco, de 1,60 metros de profundidad, resultando malherido. España: genio y figura hasta la sepultura.