La batalla cultural real de Cataluña
La diana en los Mossos ilustra que el debate ya no es el modelo territorial, sino poner en entredicho el sistema y el orden.
Los últimos episodios sobre los actos vandálicos en Barcelona y el debate suscitado acerca de la actuación policial ha puesto al descubierto cuál es la batalla cultural real que se está produciendo hoy en día en Catalunya. No se trata del modelo territorial y el autogobierno, sino de algo aparentemente más líquido y que aparece estrechamente vinculado a la apuesta independentista, pero que supera este ámbito: el orden establecido.
En una parte sustancial de la sociedad catalana —especialmente, la independentista— el punto de atención sobre los incidentes en Barcelona y otras ciudades catalanas no versa sobre la violencia contra los comercios, el mobiliario urbano y los Mossos d’Esquadra, sino entorno a los posibles excesos que, puntualmente, haya podido cometer algún agente del cuerpo. La razón del debate es la excepción —por triste y lamentable que sea, como la grave herida en un ojo sufrida por una manifestante—, en vez de los propios altercados, que precisamente provocan el desagradable incidente. Es decir, la anécdota convertida en la razón de ser, mientras se pasa de puntillas por el problema general, como si se tratase de algo menor o colateral.
La diana en los mossos —una de las policías más ejemplares del sur de Europa, dotada de avanzados códigos internos para frenar abusos de poder y caracterizada por una efectividad notable— se exhibe como el ejemplo más evidente que el debate sociopolítico se está desplazando del contexto puramente territorial para cuestionar el orden en su sentido más amplio. Se pone en entredicho la labor policial, pero también el papel que le corresponde como un pilar de cualquier sociedad democrática. Cuestionar a los mossos es el último paso de una cadena que empieza con saltarse la ley y sigue por enmarcar cualquier decisión judicial en el entorno de la “represión”.
Que este sea el planteamiento de organizaciones radicales y minoritarias como la CUP entra dentro de los márgenes de la lógica política. El sistema permite que los extremos cuestionen los pilares y agiten el debate. Lo que es realmente sorprendente es que las proclamas más encendidas para atacar el orden y distanciarse de la actuación de los mossos vengan de la herencia de lo que había sido Convergència. Las diatribas de Junts contra la policía ideada y creada por los gobiernos de Jordi Pujol han ido más allá de las de la izquierda radical. Y también el discurso contra el propio sistema, como el lanzado por Laura Borràs el martes, tras visitar a Pablo Hasél en la cárcel, y situarlo como un interlocutor válido del debate actual, a pesar de la larga lista de injurias, amenazas y agresiones que acumula.
Cuando el procés empezó a caminar, hace casi 10 años, uno de los elementos que le aportaba mayor credibilidad —y posibilidades de éxito— era su carácter transversal en lo social, lo cultural y, sobretodo, lo político. Tras las pancartas se mezclaba una pluralidad de sectores, que representaban mayoritariamente al catalanismo en su evolución hacia el independentismo, tras los oídos sordos que el Estado realizaba a cualquier petición catalana, aunque fueran simplemente las infraestructuras. Pero este espejismo se rompió en octubre de 2017, cuando no supo administrar el éxito poético que había supuesto la celebración del 1 de octubre y el regalo que le había servido en bandeja el Gobierno del PP al reprimirlo con violencia injustificada. Esas porras de la Policía Nacional y la Guardia Civil —mientras los Mossos a resistían se participar de tal locura— sí que iban dirigidas contra gente pacífica. No como los participantes en los actos vandálicos provocados tras las manifestaciones que reclaman la libertad de Hasél.
Tres años después de los hechos de octubre de 2017, Cataluña no ha conseguido ni el más mínimo avance hacia mayores cotas de soberanía, a pesar que el independentismo mantiene un apoyo electoral significativo —y que, con baja participación, resulta mayoritario—. Pero la esencia del movimiento sí que ha cambiado. La moderación ha desaparecido y ya no hay transversalidad: el eje pivota únicamente en una izquierda cada vez más alejada del centro y los que debían de abanderar el seny se han convertido en los más radicales.
Junts se distancia de los mossos —que, curiosamente, gestiona políticamente desde hace 10 años— y ERC anuncia cambios para “reforzar un modelo de policía democrática”, como si estuviéramos hablando del cuerpo de una dictadura. No hace falta que la CUP diga nada, porque ya lo hacen sus aliados. En este panorama —y tras la desaparición parlamentaria del PDeCAT—, el PSC se erige como el único partido de orden. Quién lo iba a pensar cuando Iceta se fotografiaba jocoso junto a Arrimadas y Albiol…