La anamorfosis del bien común
La angustia y la paranoia de nuestros políticos.
El frenesí que recorre a los gobiernos autonómicos de Murcia y Madrid ha visibilizado ante la opinión pública un algo incomodo que forma parte de la vivencia política, es decir, un punto generalmente escondido o astutamente disimulado dentro del cuadro en el que existen e interpretan sus roles los integrantes de los partidos políticos que elegimos para que nos gobiernen y que, supuestamente, nos deberían cuidar de una manera desinteresada con respecto a sus propios deseos de reconocimiento y sus fantasías particulares de gloria.
Me refiero a que ha caído la cortinilla que lo cubría y, al fin, hemos podido contemplar el punto angustiante de aquello que es ser político en la praxis profesional. Se trata de un punto cargado con la deformación y fealdad de las virtudes que funcionalmente encarnan.
Ese foco de angustia sintetiza las magnitudes negativas que los protagonistas que lo sufren ni les gusta contemplar de sí mismos ni todavía menos sacar a la luz de la mirada pública, pero del que tampoco son capaces de deshacerse. Por consiguiente, se trata de una aberración que siempre está ahí: constante e imperecedera.
Solo hace falta rastrear la fotografía con la mirada desde la angulación correcta para captar la hiancia, es decir, la falta constante o el vacío vertiginoso que asola a los políticos modernos y que provoca la aceleración y desaceleración con la que nos transmiten las concepciones propagandísticas de lo que resulta beneficioso o perjudicial para la ciudadanía y el Estado. Ellos hablan solo por ellos, sin saberlo, pues en apariencia creen hacerlo como hacedores de las esperanzas de la sociedad.
El juego de mociones de censura, transfuguismo y dictados de elecciones anticipadas ha sido un ejemplo cristalino del juego de espejos con el que los protagonistas del PP, Ciudadanos, PSOE y Vox tratan de alienar a las masas sobre lo que es bueno, a la vez que ellos mismo se autoalienan. Nos estarían tratando de convencer de la decencia de sus actos simultáneamente a que ellos mismos se recetan la píldora del olvido: pasar página y anonadar el malestar psíquico.
En la historia del arte es conocida la línea investigadora que se abrió desde los inicios del Renacimiento para lograr plasmar la tridimensionalidad en el plano de un lienzo. El desafío técnico era engañar al ojo humano mediante una construcción geométrica basada en cálculos matemáticos para alzar ante el espectador una ilusión de profundidad y un paisaje de proporciones verosímiles.
La anamorfosis fue una tendencia radicalmente creativa dentro de ese esfuerzo. Pretendía liberarse de la rigidez y ortodoxia frontal para permitir que tuviera lugar un movimiento interno de la mirada del espectador dentro del espacio recreado. Hasta tomarse la licencia de plasmar deformaciones de la propias leyes morfológicas y topográficas de la naturaleza. En cierto modo, se trató de la antesala al surrealismo y también de una metonimia precoz del inconsciente freudiano.
La consecuencia de la anamorfosis es que una pintura puede resultar confusa y alterada desde un punto de vista, pero también podría recuperar el equilibrio si la vemos desde otro ángulo. Incluso, si somos capaces de explorar todas las posibilidades, podríamos detectar el punto secretamente fijado por el artista para ser testigos de lo que pasa desapercibido y que, sin embargo, es lo que nos aportaría la dosis de información para transformar por completo la experiencia, a veces poniendo al descubierto lo que a uno le da miedo o avergüenza.
La puesta en escena de los presidentes, expresidenta y aspirantes para justificar sus motivaciones en el cuadro han formado una variación de Las Meninas en clave monstruosa, lo cual nos ha brindado la oportunidad de contemplar la anamorfosis con la que todos ellos operan a diario, pudiéndonos saltar las creencias fanáticas y la disonancia cognitiva dominante para no poner en duda la autoridad de aquellos con los que cada cual simpatiza. Una oportunidad para desquitarnos de la deformidad de lo que nos relatan que es el bien común.
En la cultura política contemporánea conviven dos formas de interpretar lo que es el bien común. La más fuerte y extendida es la creencia de que este debe satisfacer prioritariamente necesidades materiales. Los ciudadanos son devaluados a la dimensión de consumidores. Con esta lógica, gestionar el bien común es abastecer a las personas con servicios y mercancías que sean acordes a sus preferencias personales. El control de las masas se obtiene anticipando esas preferencias. La mentalidad democrática, como sostiene el filósofo Michael J. Sandel, habría quedado sustituida por una mentalidad económica.
La otra forma de concebirlo es la modalidad débil o minoritaria y se basa en practicar la escucha y el diálogo. Su eje vertebrador es una cadena de objetivos y significados que son igual de importantes para todos, sin traiciones ni excepciones. Este modo de entendimiento facilitaría la tolerancia recíproca a la diferencia de criterios y atajaría la polarización.
Ante los hechos de la semana pasada, queda bien claro que la noción de bien común que prevalece en la cultura política española resultaría de aplicar un filtro de esferificación de Photoshop a los mencionados consejos de gobierno autonómicos y los partidos que los sustentan. El efecto óptico resultante sería una anamorfosis paranoica en la que la aspiración de los retratados se desnudaría como el ansia por la totalización, disfrazada bien de la necesidad práctica de obtener mayoría absoluta bien de imponer como único hábito meritorio la conducta férreamente obediente y servil.
Una de las secuencias más proféticas del filme de culto Blade Runner (1982) sucede cuando Deckard toma una anodina fotografía que ha recogido del apartamento en el que han estado alojados los replicantes a los que está dando caza. Introduce la foto en un simulador virtual y comienza a dar órdenes a una versión de Siri para ir avanzando y retrocediendo sobre la imagen de una habituación solitaria con reminiscencias a Edward Hopper. No hay ventanas, pero al fondo se abre la puerta de un baño, y en una esquina oculta de este se halla un espejo que ha captado el reflejo de algo vivo. La inteligencia artificial del dispositivo fuerza la perspectiva y nos voltea dentro del baño hasta lograr aumentar de tamaño el angulado espejo. Entonces es cuando el rostro de una mujer cobra nitidez y ahí está: un resto fantasmático de la presidenta Díaz Ayuso. Es una imagen angustiante que no solo responde a la supervivencia o fobia de una persona, sino que es un síntoma de la paranoia política de nuestra época.