La alcaldía y las independencias
Cuando se han conocido alcaldes como Pedro Aparicio, Odón Elorza, Manuela Carmena, Ada Colau, Pasqual Maragall o Iñaki Azkuna, Enrique Tierno Galván, - entre muchos otros -, se comprende bien por qué la gestión local atrapa y singulariza el ejercicio de la política hasta convertirla en una pasión, a veces adictiva, pero siempre gratificadora, por lo que tiene de ejercicio directo de la capacidad transformadora de la democracia sobre la vida de las personas.
Las "alcaldías del cambio", surgidas de las elecciones de 2015, nos trajeron, entre otras, las sorpresas de las alcaldesas Carmena y Colau en Madrid y Barcelona. Personas completamente distintas en edad, origen, experiencia y trayectoria, y en casi todo lo demás. Las amalgamas de siglas y las minorías de gobierno y los artilugios de apoyos, personas y nuevos protagonistas de la política local nos han hecho recordar a los mejores alcaldes de la democracia, que casi siempre han sido bastante añorados por su gestión de filigranas de gobierno.
La altiva separación de partidos y aparatos les exigían, a veces muy a menudo, contradecir a sus correligionarios, consejeros, ministros, presidentes autonómicos o nacionales, en disputas que concernieran a la visión de los problemas, inversiones o infraestructuras de su ciudad. En ocasiones, la llegada del AVE, las Rondas, la financiación e inversiones correspondientes al tamaño de sus ciudades han sido objeto de grandes controversias. Polémicas que han engrandecido - o empequeñecido - a sus figuras protagonistas, en función de la altura de miras puesta en juego, o de quién se ha salido con la suya, en la defensa o en la sumisión de las visiones que cada cual tenía de su ciudad respecto a las que finalmente prevalecieron.
Ejemplos de referencia los hay de todos los estilos, desde los que cayeron en el liderazgo corrupto, a los mediocres, pasando por los anodinos o, peor aún, por los inútiles declarados, implícita o explícitamente. Son estos, los que cerraron sus puertas a la ciudad de sus sueños, los que se recuerdan sin nostalgia, o, si se quiere, con menor reconocimiento. Alcaldes que perdieron el tiempo, se quedaron sin estación, sin tren, sin liderazgo, turístico o sin alcaldía, sin haber alcanzado siquiera las mínimas aspiraciones de ciudad puestas en ellos y en sus equipos. Los más longevos en los cargos, - apoyados en las olas conservadoras o progresistas que los auparon -, han tenido que separarse del sillón presidencial, casi con bisturís o disolventes sociales. Ni los aparatos los dejaban irse, por si se invertía la tendencia desarrollada hasta ellos. El caso es que, a muchos de los mejores alcaldes siempre les sobra un mandato y, a algunos de los peores, les suele sobrar la primigenia designación o la elección al calor de la ola indiferente a perfiles o siglas, esa que anega la esperanza ciudadana en las papeletas sin más.
Siempre creemos haberlo visto todo y esperamos ciclos acordes con aquellos que vivimos en tiempos pasados. En la política del siglo XXI, hay factores nuevos que dificultan las predicciones, anticipan los fracasos y acortan las experiencias. Se reconoce que Julio Anguita fue un gran alcalde de Córdoba, pero su paso a otros empeños autonómicos y nacionales dejó una impresión más borrosa. Incluso en aquellos tiempos, en que mayorías, minorías y espectros ideológicos parecían tener un crecimiento gradual muy estabilizado, tradicional y vegetativo.
Sorprende que el brillante Iñaki Azkuna transformara la ciudad de Bilbao, legando un presupuesto de deuda cero, o que Pasqual Maragall supiera imponer el emblema de ciudad global de Barcelona como la más apetecible frente al mundo. Lo bueno de desear con pasión es que se cumplen los deseos y que, luego también, los hechos nos traen consecuencias e impactos no previstos: aunque los herederos "naturales" de las figuras señeras del municipalismo no hayan quedado a la altura de sus predecesores, como en Vitoria o en Pamplona, hay ciudades que dan la talla porque tenían materia prima, denominación de origen, impulsadas por ciudadanos exigentes muy por encima de sus representantes ocasionales.
Era difícil en estos 20 últimos años de ayuntamientos democráticos convencernos de que las políticas seguidas eran cada vez más parecidas, con una fuerte impronta neoliberal de fondo, con ligeros matices. Luego, con el saqueo, se ha descubierto.
Resulta más raro que una ciudad decline, cuando lo tiene todo y hasta una alcaldesa del cambio para dirigirla. Es difícil ver que se deshacen acuerdos municipales por hechos externos de otra índole; más paradójico es que eso suceda perdiendo mayorías, expectativas de votos o proyectos de ciudad. Es difícil pensar que la exclusión del PSC sea un acierto para la ciudad. Ojalá sea un simple traspiés, - así nos gustaría a muchos -, pero la Barcelona de Ada Colau no debería romper las mayorías de futuro, ni la conexión con la ciudadanía solvente, esa que pone en su independencia la máxima confianza.
Pero más increíble aún es que Colau ocupe el último puesto en las listas de "En Comú Podem" en el 21-D. Las alcaldesas y alcaldes no suelen ir jamás en último lugar. Son las primeros en encabezar la visión, la misión, las listas y los objetivos de su ciudad. Tampoco es frecuente que, si quieren dar el salto a otras políticas, lo hagan antes de dejar la alcaldía, sea en olor de multitud, o tal vez de desapego, como fue el caso tan comentado de Rosa Aguilar.
Así que resulta del todo incomprensible la manera de ejercer 'en común' la independencia de Ada Colau, salvo que vaya de "independentista" contra la trayectoria habitual de los alcaldes realmente independientes; lo que a la vista de la experiencia vivida, sería alarmante para muchos, seamos comunes o no.