La agitación del resentimiento en tiempo de catástrofes
Alguien dijo que con la política internacional no se ganan ni se pierden las elecciones. Si no que se lo digan a Winston Churchill que ganando la guerra perdió las elecciones.
Alguien dijo que con la política internacional no se ganan ni se pierden las elecciones. Si no que se lo digan a Winston Churchill que ganando la guerra perdió las elecciones. Pero nadie ha dicho nada sobre las consecuencias sociales de una situación internacional tan crítica y tan prolongada, como la actual.
Salvo los gobiernos que se han visto inmersos en una guerra civil o las guerras mundiales, conozco muy pocos gobiernos que se hayan visto enfrentados a una situación de tal nivel de emergencia permanente como el actual y a consecuencia de problemas tan globales como han sido una larga pandemia, las calamidades naturales añadidas y ahora una guerra en la frontera de la Unión Europea.
Todo ello en el marco de la compleja recomposición de la globalización económica, comercial y tecnológica, entre la desglobalización, la semiglobalización y la mayor o menor regulación, en el tránsito accidentado hacia un nuevo orden internacional bipolar, percibido como desconocido y peligroso, y la transformación precipitada de la sociedad productiva en la sociedad de consumo digital.
Por eso, el resultado de las elecciones andaluzas es mucho más que la repetición del último fracaso de la izquierda en Andalucía. Se trata de un nuevo aviso de desafección de la ciudadanía hacia las izquierdas y quizá con ello también del anuncio de un nuevo ciclo populista conservador, sobre todo si no nos damos directamente por aludidos y no nos movemos.
Es bastante más que la confirmación de la regularidad de las anteriores elecciones autonómicas en condiciones de pandemia. Porque no solo consolida la mayoría conservadora absorbiendo el espacio de Ciudadanos, sino que amplía su espectro con votantes de centro izquierda y lo hace en mujeres y hombres de todas las franjas de edad y tanto en la zona urbana como rural, y al mismo tiempo conteniendo el hasta ahora imparable crecimiento de la ultraderecha. Todo ello detrimento de una izquierda que pierde aún más apoyos entre la desmovilización, la desilusión y el aumento de la abstención.
El resultado tiene que ver por supuesto con lo hecho y con lo que no se ha hecho en Andalucía en estos últimos años. Una derecha que ha ocultado sus perfiles más duros en el contexto de la pandemia y de las consecuencias de la guerra, pero que no ha dudado en trasladar todas las culpas y responsabilidades al gobierno central. Y una izquierda que tiene abiertas aún las heridas del último periodo y ha sido incapaz de recomponer sus fracturas, de regenerar liderazgos internos y de hacer oposición. Ahora, en particular, afectada por su política de alianzas con el independentismo. Pero sobre todo tiene que ver con la situación de España en el contexto internacional, ya que en ese contexto es en el que ha surgido la realidad de la sociedad de las catástrofes. Si lo ignorásemos seríamos unos suicidas. La paradoja es que a mayor internacionalización de los problemas mayor nacionalización de la culpa, aunque no tanto de las posibles soluciones. O dicho de otro modo: a mayor complejidad e incertidumbre de la situación, mayor necesidad de seguridad y de soluciones simples e inmediatas. Antes con el populismo de la indignación y ahora con el del resentimiento.
Tal encadenamiento de catástrofes nos ha impedido el proceso social natural consistente en aceptarlas, elaborarlas e integrarlas. A diferencia del proceso del duelo, no hemos logrado pasar de la negación inicial a la negociación y finalmente a la aceptación de lo ocurrido. Por contra, con la llegada de cada nueva calamidad nos hemos quedado varados a mitad del camino en tierra de nadie, fundamentalmente entre el rechazo a lo ocurrido y la búsqueda de culpables, y entre el resentimiento frente a la aparente impotencia de la representación política y la ambivalencia ante el conocimiento inseguro y los debates de la ciencia.
Algo, que también tiene que ver con el tiempo populista que vivimos actualmente: el de la simplificación de los problemas complejos, de las promesas engañosas y de la exigencia de soluciones inmediatas, y además el de unos votantes tratados como narcisos con promesas sin límites, sin espacio para la crítica ni por supuesto para compartir responsabilidades. Cuando no manipulados como niños asustados que rechazan la política, por esencia insatisfactoria, y se echan en brazos de la seguridad de la mera gestión y de la técnica autoritarias.
Por eso, como consecuencia de la pandemia, no son pocos los que se han quedado en el reparto de las culpas y los agravios de las restricciones del confinamiento y no tanto en el resultado primero de la sanidad, los ERTEs y luego de las vacunas. Y en relación a la recuperación económica en el contexto de la guerra, otros tantos, y no los más necesitados precisamente, siguen atrapados en la incertidumbre y en la repercusión de la escalada de los precios sobre su capacidad de compra, mucho más que con respecto a las importantes potencialidades de modernización de las reformas sociolaborales y de los fondos de recuperación.
Lo peor de todo es que ni unos ni otros hemos tenido capacidad de control sobre las causas económicas y geoestratégicas, que como en el caso de la pandemia y la guerra de Ucrania agitan el malestar social y político, y donde el margen para controlar sus efectos en el ámbito nacional es más bien limitado. Sobre todo, porque guerra va para largo y la inflación solo tiene posibilidades de contención a medio plazo. Su efecto, sin embargo, va minando los hasta ahora buenos datos de crecimiento y de empleo, pero sobre todo el mermado ánimo y la esperanza de los ciudadanos después de más de dos años de pandemia. Así lo demuestran las encuestas en la que incluso los votantes de izquierdas critican las medidas del gobierno como insuficientes.
Por otra parte, la gestión de las grandes expectativas creadas por el propio gobierno, por ejemplo en cuanto a la salida de la pandemia, el abaratamiento de la energía y la contención de la inflación, en la mejora de las condiciones laborales o en las relaciones con el Magreb, da la impresión que han sido mayores que los lentos avances experimentados. Lo que avanza es la insatisfacción.
De otro lado, la inestabilidad de sus apoyos, en particular del independentismo con respecto a materias tan esenciales como los estados de alarma, la gestión de los fondos europeos, la reforma laboral o en fechas más recientes el espionaje de los servicios de inteligencia, han creado una sensación de inestabilidad e interinidad que no solo distorsiona la importancia de la agenda legislativa, sino que vuelve al distanciamiento entre los gobiernos de Cataluña y España y abona la nostalgia de la imagen de estabilidad de un gobierno centralizador y mayoritario.
Por otra parte, el gobierno sigue en su lógica de compartimentalización de la gestión que en cada momento importante, que es el que crea el relato, trasmite una imagen de división y confrontación interna, justificando además las decisiones del personalismo del presidente del gobierno como unilaterales sino frívolas. Ahora mismo con las nuevas medidas frente a la inflación y en la renovación del Tribunal Constitucional.
A todo esto, la deslegitimación y la desestabilización de las derechas, que se mantiene desde el inicio, en estos últimos meses está agitando el falso relato de la ruina económica de España y el malestar social como consecuencia de los precios, aprovechado para dar recetas simples como la rebaja de todos los impuestos, por supuesto a costa de los más débiles.
En estas condiciones, no solo se trata de seleccionar aquello que sirve para mejorar la vida de la gente, sino en decidir sus contenidos como un proyecto compartido y sobre todo en comunicarlo sin exageraciones ni distorsiones. Se trata también de repartir el carácter positivo y propósito del gobierno, con una mayor presencia de los partidos en el espacio público en el imprescindible debate frente al trampantojo de la aparente moderación de las derechas.