La abuelita y los peajes
Decir que una abuelita que no tiene coche no tiene por qué pagar a aquellos que utilizan las autopistas es contrario al espíritu y la letra de la Constitución.
Las declaraciones del director general de Tráfico, Pere Navarro, en apoyo de la previsión del Gobierno de poner en marcha un peaje en todas las autopistas, autovías e incluso carreteras nacionales para financiar su conservación, no ha podido ser más desafortunadas. Decir que una abuelita que no tiene coche no tiene por qué pagar de su pensión a aquellos que utilizan las autopistas es toda una declaración de principios contraria al espíritu y la letra de la Constitución, al tiempo que una enmienda de totalidad a lo comprometido por el Ejecutivo y a las medidas recientemente pactadas en el marco de los presupuestos para 2021 en favor de la supresión y no de la ampliación o el incremento de los peajes.
Hay que precisar que cuando todo esto se hizo, ya era conocida la magnitud de nuestra red de carreteras, de la que una tercera parte son vías de alta capacidad y su elevado coste de mantenimiento, así como la directiva europea que proponía una tasa para la financiación de las autovías y autopistas que ha sido desarrollada por algunos, pero no por todos, los países miembros de nuestro entorno en los últimos años, y sobre todo a raíz de las medidas de austeridad impuestas frente a la crisis financiera.
Sin embargo, el principal argumento utilizado es el alto coste del mantenimiento de la red viaria, con más de 8.000 millones de déficit, que según Navarro no puede ser sufragado, como hasta ahora, con cargo a los impuestos generales que pagamos los ciudadanos y que, por tanto, resulta poco menos que obligado el arbitrar una fórmula para que lo pague solo el que lo utiliza, con el lema ya conocido de que quien contamina paga.
Llevada esa lógica a sus últimas consecuencias, uno concluye que las abuelitas, a parte de no viajar nunca, cosa que responde más a un tópico del pasado que a la realidad actual, en todo caso tampoco deberían aportar nada de sus impuestos, además de a las infraestructuras, por ejemplo a la financiación de la enseñanza o a la investigación del cáncer de próstata, porque supuestamente nada les va en ello.
No es la primera vez que un político hace aseveraciones tan reduccionistas como demagógicas para sostener la necesidad de un nuevo impuesto o negar un gasto público. Es conocido el caso de más de un político en Gran Bretaña, que aseguraba que el NHS no está para financiar a aquellos que debido a su adicción al tabaco precisan de costosos equipos y medicación para la atención de sus dolencias.
Sin embargo, el artículo 31.1 de la Constitución española establece con toda claridad que: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.
En conclusión, no se excluye a nadie del pago del impuesto ni por el hecho de no utilizar un servicio, ni en consecuencia tampoco del acceso a la atención sanitaria a quien, como consecuencia de sus hábitos o de su actividad, haya quien piense que la utiliza en exceso.
Lo fundamental es que elude el debate sobre la imposición directa, en la que cada uno paga según su capacidad económica y las consecuencias de su posible sustitución por la indirecta, más injusta, en la que todos pagan por igual o por las tasas en que es la utilización la que prima. Como tampoco entra al debate necesario sobre los nuevos impuestos ambientales, a partir de la evaluación de los actuales. De hecho, sobre el impacto ambiental del transporte por carretera ya existe el impuesto de hidrocarburos y los impuestos sobre los vehículos de uno y otro tipo, a parte de los peajes de las autopistas actuales, que no son pocos.
Lo malo de todo esto es que llueve sobre mojado. Desde hace días el Gobierno viene administrando con cuentagotas la información sobre su propuesta de reforma fiscal dentro de los fondos de resiliencia, reconstrucción y recuperación de la Unión Europea. Antes fue el final, aunque también de forma progresiva, de la declaración conjunta en el IRPF, esta vez con el peregrino argumento de que su mantenimiento es contrario a la igualdad de género al desincentivar la incorporación de la mujer al trabajo. En sensu contrario, el nuevo impuesto favorecería la empleabilidad y la igualdad de género.
En relación a las infraestructuras, el argumento ahora es ambiental. Se trataría de disuadir de la utilización de carreteras y autopistas para que así el transporte de pasajeros y mercancías discurriese a través de otros modos menos contaminantes como el ferrocarril. Lo que no se dice es que también aquí damos otro bandazo incomprensible, ya que hace décadas que hemos decidido especializar el ferrocarril español en el transporte de viajeros de mayor renta con la extensión de la alta velocidad, por definición incompatible con el transporte de mercancías, dejando con ello los viajeros de menor renta y las mercancías a la carretera y como consecuencia un escaso margen a la intermodalidad. Por otra parte, el distanciamiento obligado por la pandemia no ha hecho más que incrementar el transporte privado en detrimento del público.
A todo esto, no hace ni dos semanas que la ministra de Hacienda ha presentado ante la opinión pública el comité de expertos encargado de elaborar el informe sobre la futura reforma fiscal. Desde entonces no ha cesado el goteo de informaciones sobre los impuestos a modificar y los nuevos impuestos a crear, con las correspondientes fechas de su puesta en marcha y de los correspondientes períodos de transición.
Como consecuencia, después de cada información o filtración, y de la sorpresa de propios y ajenos, el Gobierno se ve obligado a quitar hierro al asunto anunciando que solo se trata de un estudio, que se le ha malinterpretado o directamente se ve abocado a desdecirse de lo que al parecer ha remitido como propuesta a la Unión Europea.
Es por eso que sería conveniente un ejercicio de mayor transparencia para favorecer el necesario debate público sobre las reformas propuestas a la UE, al objeto de que no pueda quedar la impresión de que se trata de meros globos sonda, que luego se retiran con el consiguiente coste en desconfianza de la opinión pública y además en en crédito de las medidas ante las instituciones europeas, que por otra parte, tanto necesitamos.
También sería conveniente que el Gobierno, en vez de sondeos polémicos menores, se situara al menos en la onda de sus compromisos de legislatura o si no en la estela favorable de la administración Biden y de los principales Gobiernos europeos, centrando sus reformas en la lucha contra el fraude, los paraísos fiscales y la elusión fiscal de las grandes compañías trasnacionales, así como en el tipo efectivo de los impuestos de plusvalías y sociedades.