El juicio a Trump será también un referéndum sobre el autoritarismo en Estados Unidos
"El Partido Republicano se ha convertido en un partido de extrema derecha que ha abandonado el proceso democrático".
El Senado de los Estados Unidos se prepara para someter al expresidente Donald Trump a su segundo juicio político en menos de dos años. Sin embargo, los senadores se enfrentan a una votación que va mucho más allá de la figura del expresidente: democracia o autoritarismo.
A Trump se le acusa de incitar a la insurrección que desembocó en el asalto al Capitolio de los Estados Unidos. Ahora bien, sus palabras, las de sus aliados y las de sus seguidores demuestran que el asalto solo fue la culminación de dos meses de esfuerzos para revertir el resultado de unas elecciones que perdió por más de 7 millones de votos. Y, por si fuera poco, Trump estuvo a punto de invocar la ley marcial para anular las elecciones.
Pese a todo, los senadores republicanos parecen dispuestos a dejar que Trump se marche sin asumir las consecuencias de sus actos, lo que le permitiría volver a presentarse a la presidencia en 2024. Y ese es un escenario que los expertos en autoritarismos temen por la clase de mensaje que estaría enviando.
“La gente tiene una capacidad increíble para adaptarse a lo ‘inimaginable’ y seguir adelante”, explica Karen Stenner, autora de The Authoritarian Dynamic, una obra que ya en 2005 advertía a las democracias occidentales del riesgo de surgimiento de autocracias en eras de cambios demográficos rápidos. “A mí me resulta terrorífico”.
“Llegará un momento en el que tendremos que dejar de preguntarnos por qué los cobardes actúan de forma cobarde”, comenta Stuart Stevens, asesor republicano en la campaña presidencial de 2004, la última en la que los republicanos ganaron el voto popular. “Históricamente, son personas débiles a las que en realidad no les importa el país”.
Trump ya fue sometido a un impeachment hace un año por chantajear públicamente al presidente electo de Ucrania para que investigara a Joe Biden, que por entonces era el candidato demócrata con más posibilidades de ganar las primarias. A cambio, Trump le entregaría los 391 millones de dólares en ayudas militares a Ucrania, pese a que era un presupuesto ya comprometido oficialmente en el Congreso. En aquella ocasión, los republicanos admitieron que Trump no había actuado de forma apropiada, pero solo Mitt Romney se atrevió a votar contra él.
En esta ocasión, las acciones de Trump hirieron aún más de cerca el corazón de la democracia estadounidense cuando decidió mantenerse en el poder pese a haber sufrido una derrota electoral abrumadora. Sus acciones, en última instancia, acabaron con cinco víctimas mortales en un asalto inédito al Capitolio del país, más dos agentes de policía que se suicidaron días después.
Pero la mayor parte de los senadores republicanos ya dejaron claro en una votación previa que no les interesa este asunto y que simplemente quieren pasar página sin afrontar el problema. En un intento de acabar con el impeachment, 45 de los 50 senadores republicanos votaron a favor de Trump.
“Es extremadamente preocupante que el Partido Republicano esté legitimando así los intentos de Trump de robar las elecciones y el asalto al Capitolio”, lamenta Ruth Ben-Ghiat, historiadora de la Universidad de Nueva York y experta en fascismos.
Para que Trump sea declarado culpable, 17 senadores republicanos tendrían que votar con los 50 demócratas para superar el umbral mínimo exigido, una cifra que no se va a alcanzar, casi con total seguridad. De los 211 republicanos que hay en el Congreso y el Senado, 197 votaron a favor de mantener a Trump en el cargo una semana después de la insurrección.
De hecho, en la misma noche del ataque, todavía con manchas de sangre y cristales rotos por todo el Capitolio, los 139 diputados republicanos del Congreso seguían respaldando la teoría del “robo electoral” que Trump llevaba fomentando desde antes incluso de las elecciones, una teoría que su propio abogado personal desmontó por carencia de pruebas.
Lo que Ben-Ghiat sostiene, en resumen, es que el Partido Republicano se ha convertido en el partido del autoritarismo. “Debemos asumir que el Partido Republicano se ha convertido en un partido de extrema derecha que ha abandonado el proceso democrático”.
Los Padres Fundadores temían el autoritarismo. Trump lo acogió con los brazos abiertos.
El autoritarismo en Estados Unidos no empezó con Donald Trump. De hecho, el miedo al autoritarismo fue una piedra angular en la elaboración de la Constitución estadounidense, que establece a propósito un sistema de gobierno rígido e ineficiente para limitar los daños en el caso de que un presidente autoritario llegue al poder.
Entre los estadounidenses, el deseo por un liderazgo fuerte para mantener fuera a los inmigrantes ha tenido sus altibajos a lo largo de las décadas. A mediados del siglo XIX, surgió el partido nativista Know Nothing (no sé nada), llamado así porque era la respuesta que daban sus seguidores para negar cualquier afiliación.
En los años 30 del siglo XX, los nacionalistas que simpatizaban con los Nazis alemanes adoptaron el eslogan America First (Primero América) para impedir la intervención de Estados Unidos en la II Guerra Mundial. Casi un siglo después, el propio Trump recicló el eslogan para sus campañas presidenciales.
En los años 50, Joseph McCarthy y otros políticos utilizaron el miedo al comunismo soviético para fomentar el conformismo e intimidar a los rivales políticos. Una década después, Richard Nixon centró su exitosa campaña en la “ley y el orden” en nombre de una “mayoría silenciosa”.
Trump adoptó ambas expresiones durante su legislatura y afirmó hablar en nombre de la mayoría de los estadounidenses, pese a que las encuestas durante sus cuatro años como presidente nunca alcanzaron el 50% del apoyo popular.
Pero ni siquiera Nixon, que dimitió antes de hacer frente a un impeachment por el Escándalo Watergate, fue tan poco disimulado como Trump a la hora de aprovechar a su favor los poderes que le otorgaba la presidencia.
Stenner, quien también es psicóloga política y ha impartido clases en las Universidades de Duke y Princeton, explica que lo que hizo Trump fue desarrollar tácticas abiertamente antidemocráticas en el seno de un gran partido que ahora teme las consecuencias de apartarse de Trump o de las propias tácticas.
“Una parte importante de la población de Estados Unidos está predispuesta a aceptar el autoritarismo, y buena parte de las élites está dispuesta a manipular a esa población para conseguir sus propios objetivos”, expone, y añade que, según sus estudios, uno de cada tres estadounidenses entran en esa categoría. “El problema surgió mucho antes de Trump y perdurará mucho después de su marcha, sobre todo ahora que al Partido Republicano no le queda otra estrategia electoral viable que obedecer a estas ansias de autoritarismo y continuismo”.
En 2016, Trump ejecutó la campaña electoral autoritaria menos encubierta de la historia moderna. Demonizaba a los inmigrantes, aludía a la violencia y se describía constantemente como un candidato “fuerte”, frente a la debilidad de sus oponentes.
Tras su victoria, trasladó su discurso a la Casa Blanca y describió, con un discurso inaugural oscuro y un tono paternalista, una distopía que solo él podía solucionar.
“El crimen, las bandas y las drogas han robado demasiadas vidas y le han arrebatado a nuestro país gran parte de su potencial sin desarrollar. Esta matanza estadounidense acaba aquí y ahora”, declaró. “No deberíamos vivir con miedo. Estamos protegidos y siempre viviremos protegidos. Estaremos protegidos por los grandes hombres y mujeres que forman nuestro ejército y nuestros cuerpos policiales. Y lo más importante: estaremos protegidos por Dios”.
No tardó nada en empezar a llevar su visión a la práctica. En los primeros días de su mandato, firmó una orden ejecutiva para imponer un veto a las migraciones desde países de mayoría musulmana. Dos años después, declaró la emergencia nacional para poder desviar el presupuesto militar y seguir construyendo su muro fronterizo, ya que ni siquiera su propio partido, que por entonces aún controlaba el Congreso, había accedido a financiarlo.
Que Trump pensaba que el Gobierno estaba a su disposición para su beneficio personal es una realidad que se empezó a evidenciar a finales de 2019, cuando se descubrió que había intentado chantajear al presidente ucraniano y había aprovechado la infraestructura de seguridad nacional para acercarse a la reelección. Nueve meses después, en plena campaña, utilizó a la Guardia Nacional para despejar un parque público a base de gas lacrimógeno y golpes, solo para sacarse una foto con la Biblia frente a una iglesia a la que no asiste.
Pero ha sido después de las elecciones cuando más ha violado los límites de la ley y la Constitución.
Mientras su equipo legal presionaba para repetir recuentos en los estados donde no había ganado y para detener los recuentos donde estaba remontando Biden, Trump empezó a hacer caso a asesores y abogados más radicales que recomendaban acciones más extremas, como alinearse con QAnon.
QAnon, en pocas palabras, es una secta conspiranoica que piensa que Estados Unidos está controlado en las sombras por políticos demócratas y famosos de Hollywood que adoran a Satán y beben un elixir mágico hecho con sangre de niños asesinados, y Trump es el mesías enviado por Dios para impartir justicia. Esta secta se empezó a expandir a finales de 2017 y una de sus profecías (ya fallida) era que Trump invocaría la ley marcial y ejecutaría en público a sus enemigos.
Las veces que le han preguntado sobre esta secta, Trump se ha negado a denunciarla y ha ido más allá: “Lo que sé es que me quieren mucho, y eso lo valoro”, dijo el año pasado.
Entre los seguidores de esta secta se encuentran Michael Flynn, primer Consejero de Seguridad Nacional de Trump, y Lin Wood, un abogado de Georgia que trabajó con Sidney Powell, miembro del equipo legal de Trump para tratar de volcar el resultado de las elecciones. Flynn defendió públicamente la necesidad de invocar la ley marcial y de deshacerse de las máquinas para contar votos. Wood, por su parte, teorizó sobre el arresto y la ejecución del vicepresidente Mike Pence. La propia Powell se refería a menudo a “la tormenta”, el día en que los sectarios de QAnon creían que Trump ejecutaría su venganza. La propia Powell ha hecho declaraciones inverosímiles combinando las teorías de robo electoral de Trump con las conspiraciones de QAnon, como sucedió en la infame rueda de prensa que dio el 19 de noviembre con el abogado Rudy Giuliani.
Tanto Flynn como Powell habían estado presentes en el Despacho Oval con Trump, convenciéndole para que usara sus poderes presidenciales, ya fuera para repetir las elecciones solamente en los estados en los que había ganado Biden o directamente para declararse vencedor.
El acto final de ese plan tuvo lugar el 6 de enero, con una insurrección diseñada para que Pence y el Congreso no se atrevieran a certificar los resultados electorales. El propio Rudy Giuliani lo admitió en una nota de voz que envió por error al móvil equivocado.
Para los expertos en autoritarismos, lo que hace que sea tan importante que el Senado castigue a Trump es su disposición para apartarse de los estándares de la democracia y su voluntad de utilizar las amenazas y la violencia como táctica coercitiva para mantenerse en el poder.
“Es una preocupación enorme. Ahora, esta dinámica funciona por interacción entre la ideología de las bases y lo dispuestos que están los líderes a alimentar sus inclinaciones más peligrosas”, expone Jonathan Weiler, catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Carolina del Norte y coautor de Authoritarianism and Polarization in American Politics, otro de los libros que predijeron el auge de un líder como Trump muchos años antes de que pasara.
“En una época en la que necesitamos más que nunca un liderazgo responsable, los incentivos políticos del propio partido cada vez invitan más a lo contrario”, lamenta Weiler.
Y advierte Stenner: “Esto no ha acabado, ni mucho menos”.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.