Jóvenes y pandemia: una historia de ascensores y mortadela
La generación sobradamente preparada tropezó en la piedra del mileurismo y acabó mordiendo el polvo del ochocientoseurismo.
Hubo un antes. Y en ese antes la vida era predecible. Uno estudiaba o no, se casaba o no, tenía hijos o no, pero siempre trabajaba. Y con el trabajo venía el salario, con el salario la hipoteca y con la hipoteca el hogar. Y en el hogar había un televisor y agua caliente. Y nunca faltaba mortadela ni pan, del que se ponía duro en lugar de gomoso. Era frecuente entrar a trabajar de enfermera y jubilarse de enfermera. O de taxista, o de maestra, o de albañil. Pero algunos hijos de albañiles, y otros de agricultores, y algunos hijos más de zapateros conseguían dar un salto. Y se convertían en abogados, en médicos o en ingenieros. A algún genio del naming se le ocurrió llamar a ese fenómeno “el ascensor social”.
Después de aquél antes hubo otro antes. La generación joven, aunque sobradamente preparada. Aquellos a quienes dijeron que lo del salario, la hipoteca y la mortadela se había acabado y que ahora la preparación se había devaluado. Que una carrera equivalía a la enseñanza obligatoria de antes y que al tipo de cambio actual el valor de una carrera de antes había que abonarlo en másters, la nueva moneda. Y que si ni hablabas otro idioma ni eras informáticamente hábil tendrías pocas posibilidades de pagarte tu propio pan, y eso que empezaba a ser del gomoso.
La generación sobradamente preparada tropezó en la piedra del mileurismo y acabó mordiendo el polvo del ochocientoseurismo. El ascensor social se detuvo de golpe y una muchedumbre se sintió de repente como cualquier persona cuando un elevador se para bruscamente: inquieta y vulnerable. Y por primera vez llegó el gran temor, el terror, de que todas esas personas que estaban encerradas en aquel ascensor no lograran salir nunca y acabaran viviendo peor que sus padres.
Algunos de los del primer antes acabaron de pagar sus hipotecas y se compraron un pisito en la sierra o en la playa. Nada ostentoso: dos habitaciones, un baño, una cocina de casa de muñecas y un salón donde también colocaron un televisor, sobre un tapete de ganchillo. Iban y volvían con su coche de siempre, que ya estaba un poco viejo pero que aún tiraba.
Por su parte, y durante mucho tiempo, la generación del antes después del antes, y algunas de las limítrofes, vivieron del espejismo de la meritocracia y de la autoayuda. La primera, para luchar sin límite pasase lo que pasase. La segunda, para curarse de las heridas que eso les provocara. Quien más quien menos llenó sus redes sociales de frases wonderful, invocó a Leónidas y a sus espartanos o se abonó por nueve noventa y nueve a cualquier quimera que le diera la sensación de que poseía algo infinito. Aunque fuera un catálogo de series, muchas de ellas no tan buenas. En ese mismo grupo están los que compraron cápsulas de aluminio para sentirse íntimos de George Clooney. Lo aspiracional siempre alivia por aquello de sentirse dentro de un círculo. El que sea.
Pero los años han pasado y a la meritocracia le han salido arrugas mientras la autoayuda boquea cada vez con más angustia, mientras se hunde en las movedizas arenas de sus propias promesas. Y la pregunta es cuál es el siguiente paso. La pregunta que nadie sabe cómo responder.
Mientras tanto, hay una generación entera de jóvenes extasiados ante las tersas pantallas de sus teléfonos inteligentes que tal vez ha dejado de preguntarse por su futuro. Estos sí son los auténticos maestros del ahora, del vivir en el momento presente, de aprovechar el día. Pero no de aquel carpe diem del sexo, drogas y rock&roll, ni siquiera de aquel otro, ruidoso y químico, de la entrega al placer sin remilgos, el de las madrugadas de alcohol, pastillas y coches con altavoces hormonados.
Si no del que significa repasar por quinta vez el carrito de la compra para ver qué más se puede quitar. El de compartir los nueve noventa y nueve con el vecino, con el cuñado o con la pareja, que claro que vive en otra casa. En general la de sus padres. El del amigo invisible que tanta generosidad ahorra y el del riguroso Bizum porque ya nadie puede invitar a una ronda, sin más. Aun con la promesa de que otro pagará la siguiente. El de vigilar los datos y el de atesorar una chaqueta usada como si fuera un imperio. Vintage, lo llaman. El de no tener un trabajo decente sino un Frankenstein hecho de retales macilentos. El de plantear la maternidad como una hipoteca en lugar de como un sueño, y el de saber que la edad de la jubilación crece y crece conforme uno crece.
Cada generación se ha quejado de sus jóvenes, y los jóvenes siempre han criticado a sus mayores. Es un desencuentro necesario en la conquista de la independencia y de la autoafirmación. Porque unos y otros en el fondo siempre han sabido que la rueda giraría de nuevo y los jóvenes llegarían a adultos coronando cimas más altas. Hasta que llegó el tiempo del ahora, en el que la rueda ha dejado de girar.
Por eso, quizá, deberíamos ser más comprensivos con los jóvenes. A quienes no solo la economía les ha arrebatado sus sueños, sino que una pandemia que gasta talla de plaga bíblica les está secuestrando la primavera. Siempre ha existido el deseo de volver a la infancia, porque la infancia siempre ha significado futuro. Pero seguro que ahora muchos no querrían volver atrás. Seguro que preferirían su pisito en la playa o en la sierra. Y su coche, aunque sea viejo, porque aún tira. Sobre todo, porque a esa generación el Gran Objeto de Deseo, el teléfono inteligente, les parece más bien poco inteligente y hasta aburrido. Y porque no entienden por qué tienen que hacerse una fotografía mientras se comen su mortadela con pan, gomoso o no. Y porque para ellos compartir era otra cosa: dar de lo propio al otro, no darle la tabarra al otro con lo propio.
Cada vez que nos quejemos de los jóvenes, de su música y de la letra de su música, de sus contestaciones y de su conducta en las aulas, cada vez que no entendamos por qué no quieren hacer nada, por qué no tienen respuestas a muchas de nuestras hondas cuestiones, por qué nuestros consejos les dan cringe, por qué no tienen aspiraciones y por qué preferirían ser funcionarios a que les tocara la lotería, cada vez que algo de eso pase, pensemos que ellos también sufren. Que la juventud no ha hecho a nadie invulnerable ni sus problemas son menores por el hecho de que les falte experiencia en la vida. Cada vez que los veamos absortos en sus pantallas, devorando juego tras juego o serie tras serie y escribiendo con laconismo y sin puntos finales, pensemos que algunos ya están cansados de luchar antes de empezar. Y que a otros las armas que les estamos dando les sirven más bien de poco. Y que muchos ya no son tan jóvenes. Pensemos cómo nos sentiríamos nosotros de estar en su pellejo, hacinados y enmascarillados en ese ascensor que se ha detenido y al que cada vez le queda menos aire.