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Las víctimas de violencia de género no tienen color político.
Todo ocurría puertas adentro. Eran “cosas de pareja” que se quedaban dentro de casa, silenciadas. Un día llegó Ana Orantes. Se fue a la televisión y denunció toda una vida de maltratos. En represalia, su exmarido decidió asesinarla. Le dio una última paliza y le prendió fuego, cuando todavía respiraba. Yo tenía entonces dieciséis años, pero las palabras de Ana, pidiendo ayuda, aún las recuerdo.
El testimonio público de esa mujer valiente sacó definitivamente la violencia machista del ámbito privado y familiar. Su caso fue decisivo para que la sociedad española tomara conciencia pública de la gravedad de esta amenaza. Las movilizaciones feministas empezaron a ser masivas y las instituciones públicas obraron en consecuencia.
Recuerdo bien una de las primeras leyes de lucha contra la violencia machista, aprobada en Castilla La Mancha, en el 2001. Poco después, el gobierno de España impulsó la adopción de la Ley Orgánica 1/2004, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Una ley pionera, aprobada por unanimidad, que ha servido de modelo para muchos otros países de nuestro entorno. Una ley indispensable y sin embargo insuficiente, porque ninguna ley se basta por sí misma para erradicar la violencia. Hace falta, además, una sociedad civil activa y comprometida y, por supuesto, voluntad política.
En los últimos tres años el Gobierno ha redoblado esfuerzos para sensibilizar a la sociedad, proteger a las víctimas y apoyar la autonomía de las mujeres, de manera que puedan romper con el ciclo de violencia.
Hemos aprobado un catálogo de medidas urgentes en el marco del Plan de Mejora y contra la Violencia de Género, entre las que se incluye el protocolo para facilitar la detección en los servicios de Atención Primaria del Sistema Nacional de Salud, que será objeto de una implantación progresiva en todo el territorio del Estado.
En los presupuestos para el 2022, la lucha contra las violencias machistas se traduce en una consignación de 285 millones de euros, un 25% más que el año pasado. Son 285 millones de euros destinados a atajar de raíz el machismo estructural y la violencia, en gran medida a través de la financiación de proyectos e inversiones de comunidades autónomas y ayuntamientos. En el último Consejo de Ministros hemos destinado más de 30 millones de euros a la Federación Española de Municipios y Provincias para mejorar el servicio de atención a las víctimas de violencia machista y de todo tipo de violencias.
Nos hemos comprometido a renovar el Pacto de Estado contra la Violencia de Género. Es una herramienta indispensable en un Estado descentralizado como el nuestro. Frenar la violencia contra las mujeres requiere una estrecha coordinación y colaboración entre administraciones.
La unidad entre fuerzas políticas es, hoy en día, más importante que nunca. La amenaza de los que niegan la violencia de género y pretenden imponer retrocesos en los derechos de las mujeres está creciendo en todo el mundo.
No podemos consentir pasos atrás. No los vamos a consentir.
Nuestro país es y debe seguir siendo un referente necesario, en Naciones Unidas y en la Unión Europea. La aplicación del Convenio de Estambul es tarea de todas las instituciones públicas: Gobierno, Ayuntamientos y Comunidades Autónomas.
Las víctimas de la violencia de género no tienen color político.
Defender la vida de las mujeres no es ideología. Es un deber democrático y una política de Estado que nos interpela a todos, mujeres y hombres. Lo que sí es ideología es minar la credibilidad de las víctimas de manera sistemática. Es ideología hablar de violencia intrafamiliar para tratar de desligarla del machismo. Es ideología quitar importancia al acoso, a las amenazas y a los insultos, tratando de restaurar desprotección institucional que han sufrido las mujeres durante siglos.
En torno al día internacional contra la violencia sobre las mujeres las cifras se repiten tanto que dejan de llamar la atención.
1.118 mujeres asesinadas en España por la violencia machista desde que empezó la serie histórica, en el 2003. Otras 44 víctimas, niñas y niños, asesinados por los maltratadores de sus madres. Más de 350 huérfanos de la violencia de género. Cada una de estas cifras representa un infierno particular. Los asesinatos machistas suelen ser el punto final a una larga cadena de abusos, amenazas y maltratos, que terminan en tragedia.
Las restricciones de movilidad y el estado de alarma provocaron en 2020 un descenso del 10% en el número de denuncias por maltrato. Sin embargo, ya en el segundo trimestre de 2021 habíamos vuelto a las cifras habituales, anteriores a la pandemia.
Contamos además con numerosos estudios que denuncian el uso de las nuevas tecnologías como herramienta para renovar esquemas de dominación, especialmente entre la juventud, contribuyendo a perpetuar los ciclos de violencia entre las nuevas generaciones.
Con todo, pese a la crudeza de estos datos, me gustaría terminar con una nota de esperanza.
El número de víctimas mortales en lo que va de año es insoportable, pero no deja de ser el más bajo registrado en estas fechas, desde que empezó la serie histórica. Por otra parte, las estadísticas mortales no deberían empañar las cifras de víctimas atendidas por los servicios especializados – más de 16.000 mujeres a día de hoy -. Muchas de esas intervenciones salvan vidas. La Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea nos recuerda que la sociedad española es la más concienciada de todo el continente sobre esta problemática.
Hoy en día tenemos en nuestra mano la posibilidad de educar a las próximas generaciones en una nueva mentalidad más igualitaria, libre de violencia. El final de la violencia machista debe empezar en las familias y en las aulas. Una educación que promueva la igualdad entre hombres y mujeres es imprescindible para erradicar la violencia de género.
La igualdad es un excelente indicador para medir la calidad de una democracia.
Tenemos que animar a la juventud a mantener una actitud crítica y valiente, a construir una sociedad que extienda la mano hacia las víctimas de violencia. Una sociedad verdaderamente feminista, que no consienta ni un insulto más, ni un abuso más, ni un golpe más.