Nueva York tras el 11-S: el impacto físico y psicológico del día del fin del mundo
"Es muy duro, pero debemos quedarnos con lo que más vi aquel día: amor, mucho amor por el otro. Eso pervive", afirma el policía Will Jimeno, superviviente del ataque.
“El 11 de septiembre de 2001 está presente en cada día de mi vida, sin necesidad de aniversarios. Fue el día en que deseé morirme con todas mis fuerzas y el día en que salí vivo, con más fuerza que nunca. Es muy duro, pero debemos quedarnos con lo que más vi entonces: amor, mucho amor por el otro. Eso pervive hoy”. Desde Chester (Pensilvania, EEUU) llega enérgica la voz de Will Jimeno, un agente de policía de la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey que quedó atrapado en las Torres Gemelas y pasó 13 horas en la oscuridad, sepultado bajo seis metros de escombros.
Nacido en Barranquilla (Colombia) es un ejemplo de tesón. Usa una media de compresión y un brazalete en su pierna izquierda, donde tiene una hendidura del tamaño de una moneda, y sufre trastorno de estrés postraumático. Pero se ha aferrado a la vida y ha hecho de ella testimonio vivo de lo ocurrido y de cómo es necesario exprimir el regalo de cada hora.
Lo hace desde la fe -es católico declarado- pero también desde la confianza en “lo bueno que hay en cada ser humano”. En la solidaridad, la entrega y la fortaleza personal. Lo ha plasmado en dos libros (Sunrise Through the Darkness -Amanecer a través de la oscuridad- e Inmigrante, Americano, Sobreviviente -en castellano y en inglés-) y en una película, ya que su historia es central en World Trade Center, de Oliver Stone.
Con sus días malos, apoyado permanentemente en su familia y en sus compañeros de esa carrera policial que era su sueño y que tuvo que abandonar por los atentados, se puede afirmar que el 11-S no pudo con él. Lo transformó, pero no lo deshizo. Es afortunado, porque los datos reflejan que las enfermedades físicas y mentales se han cebado con los supervivientes de aquella jornada apocalíptica, y no siempre los afectados han podido sobrellevar el paso de los días.
Las víctimas por enfermedades relacionadas a los ataques en las Torres Gemelas superan ya a los fallecidos ese día (2.996, oficialmente). Según un informe del Fondo de Compensación de las Víctimas (VCF por sus siglas en inglés) difundido en los días previos al 20º aniversario de los atentados, 3.779 personas han muerto por dolencias atribuibles a la inhalación de asbesto -que se aloja principalmente en los pulmones-, materiales de construcción, restos de pintura y combustible, tras el colapso de las torres.
En su mayoría se trata de empleados del World Trade Center (WTC), policías, personal de emergencias sanitarias, bomberos, peatones, personal de limpieza de los restos... En las primeras horas, acudieron a la zona, como el agente Jimeno, sin traje de protección alguno. Lo común es que desarrollasen diversos cánceres, enfermedades aerodigestivas, lesiones musculoesqueléticas y mentales, detalla el informe.
En total, 112.000 personas se han inscrito en estas dos décadas en el Programa Federal de Salud del WTC para solicitar asistencia médica por males físicos o psicológicos. Son pocos, reconoce el informe, ya que esa cifra equivale sólo la de personas que se cree que vivieron in situ el ataque, mientras que se cifra en no menos de 400.000 las que estuvieron expuestas al humo tóxico en el 11-S y en días posteriores. Y menos precisa es la cifra si se tiene en cuenta que este programa comenzó a funcionar pasada una década de los ataques. Es imposible saber cuántos muertos quedaron sin contabilizar durante ese tiempo que sufrieron, por ejemplo, la llamada “tos del World Trade Center”.
La huella que no se ve
El legado de enfermedades mentales es menos visible pero igualmente terrible. Según informes del Departamento de Salud Mental del Ayuntamiento de Nueva York, un 19% de los ciudadanos ha sufrido estrés postraumático tras los ataques de Al Qaeda, cuatro veces por encima de la media normal en una capital occidental. Ese porcentaje se mantuvo hasta pasados al menos seis años de los atentados. Hoy está diagnosticado al menos al 32% de las personas que han acudido al Programa Federal y tiene efectos “importantes y persistentes” en más de 9.000 trabajadores del dispositivo de rescate.
Se trata de personas que resultaron heridas pero, también, que asistieron al choque de los aviones y al hundimiento de las Torres Gemelas, que estaban en la zona de la capa de humo y polvo, o sencillamente vecinos que se movían por la zona para trabajar o estudiar y se vieron con la vida patas arriba.
“Con casi 3.000 víctimas mortales y más de 25.000 heridos, era muy complicado que hubiera alguien en Nueva York que no conociera a alguna víctima directa. Si no, trabajaban para alguien o con alguien que había perdido a alguien, o coincidían con gente en el parque, en el gimnasio, en la cola del súper. Fue un daño de comunidad”, explica la psicóloga Pamela Perry, que lleva 13 de los últimos 20 años tratando a estas personas en asociaciones como el Voices Center for Resilience.
Gráficamente, sostiene que un superviviente del 11-S “no supera lo ocurrido, sino que lo enfrenta”, porque “tiene que seguir viviendo, pero de una manera muy diferente”. “Se dicen: ‘bien, estoy vivo, pero ¿de qué me vale?’. Los que han podido avanzar lo han hecho con niveles impresionantes de resiliencia, capacidad de resolución y entereza, pero no a todos golpea la enfermedad de la misma manera ni han tenido los mismos recursos públicos o familiares”, matiza.
Por lo general, quienes tragaron humo en las escaleras de los rascacielos, fueron cubiertos de polvo, treparon entre los escombros, escaparon de las llamas o escucharon el impacto de los cuerpos lanzándose al vacío sufren no sólo estrés postraumático, sino depresión (28% de los pacientes), ansiedad y pánico (21%), conductas autodestructivas (14%), tendencias suicidas (11%), alcoholismo o drogadicción (19%). Relata que ha habido muchas maneras de sobrellevarlo, desde la ayuda profesional a la religión, pasando por el intento de ayudar como voluntario o donante a entidades que trabajan con supervivientes. “Es un duelo complejo”, reconoce la doctora.
Perry recuerda que Nueva York vivió esta tragedia como “un mal colectivo”, en el que cualquier persona, “de cualquier raza o posición” podía estar afectado. Hasta el punto de que el 26% de los niños en edad escolar en zonas especialmente castigadas, como Staten Island, tuvieron algún problema mental en los dos primeros años tras el ataque.
Luego ha ido pasando, pero hay comportamientos que ve en su consulta y que, confiesa, ella misma replica de forma inconsciente, “lo que demuestra cuán dentro lo tenemos todos los ciudadanos”: mejor no ponerse tacones sino zapatos cómodos por si hay que correr; mejor llevar bolsos cómodos o mochillas, por lo mismo; mejor evitar lugares muy concurridos o edificios muy elevados (eso, en la ciudad de los rascacielos, donde hay 17 de más de 300 metros de altura, informa EFE), o volar sólo lo imprescindible.
“Nos hemos rehecho y miramos al futuro, incluso esa ira de algunos por haber sobrevivido se ha ido diluyendo, pero hay restos, señales que avisan de que el miedo quedó interiorizado. Somos vulnerables, nos atacaron en la ciudad que todo lo puede. Eso no se nos ha ido aún”, asume. En el transporte público, sigue viva la campaña “Si ves algo, di algo”, recordando constantemente el riesgo, muy real, de un ataque.
Un legado de unidad
Will Jimeno siente una “profunda solidaridad” con esas personas que no han logrado remontar tras los ataques. “Les diría que, al final del día, hay mucho más que ese dolor. Mi mamá me enseñó que nunca hay que rendirse. Ese día, los terroristas, esos cobardes, pensaron que iban a ganar, pero el 11 de septiembre todos salimos fortalecidos, en EEUU y en toda la humanidad, porque toda la humanidad fue atacada”, señala. “La unidad es esencial, contra el terror y por la vida”, añade.
Aquel día, patrullaba por la Terminal de Autobuses de la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey, en Manhattan, cuando hacia las 8:45 horas notó una sombra sobre su cabeza. Lo demás es sabido: el choque, el incendio, el desmoronamiento. Acudió a ayudar como sus compañeros. El sargento John McLoughlin juntó un equipo de personas para que lo acompañaran dentro del edificio: los agentes Jimeno, Pezzulo y Rodrigues. Se les unió el agente Amoroso, que aún herido, seguía trabajando en la zona cero.
“Mientras buscábamos unas escaleras, de repente escuchamos un ¡booooom! enorme. Me doy la vuelta, miro hacia la segunda torre y veo una bola de fuego, grande como una casa. Todo empezó a moverse como un terremoto. Mi sargento nos dijo que corriéramos hacia el hueco del ascensor. Corrimos mientras todo se movía. Vi partes del edificio desmoronándose y el cemento cayendo sobre nosotros. Cogí mi radio y pedí ayuda, pero algo golpeó mi mano y perdí el aparato. Traté de cubrirme y empecé a oír como si un millón de trenes cayeran sobre nosotros”, relata Jimeno. La torre norte había colapsado.
Cuando abrió los ojos, estaba tendido en medio de los escombros, con un pedazo de muro sobre el lado izquierdo de su cuerpo, con los brazos libres pero las piernas atrapadas, y luz a unos seis metros sobre su cabeza, sobre la pila de escombros. Su compañero, el oficial Pezzulo, yacía muerto a su lado. Escombros en llamas habían caído sobre el brazo de Jimeno y calentaron tanto el área atiborrada que el arma de Pezzulo se disparó y mandó una ráfaga de balas más allá de la cabeza de Jimeno.
Había gritado para pedir ayuda durante horas. Estaba muy sediento. “En ese momento, sólo quería dos cosas: llegar al nacimiento de mi hija, si lograba vivir, o que me dieran un vaso de agua cuando llegase al cielo, si moría”, relata. Sostiene que estaba preparado para morir, morir ayudando.
Jimeno defiende que tuvo la visión de un hombre con túnica blanca y cabello castaño, que caminaba hacia él con una botella de agua en la mano. “Era Jesús”, dice. Y entonces supo que se iban a salvar. Lo sacaron de los escombros a las 11 de la noche de ese día 11.
Cirugías y una larga rehabilitación curaron su cuerpo, aunque aún hay secuelas. Pero, pese a la fortaleza que ahora muestra, confiesa que le costó tres años abandonar la furia por cosas nimias, la frustración por estar vivo en lugar de los compañeros caídos, los pensamientos suicidas. Ha tenido a su gente, a sus médicos, a sus viejos compañeros. “Por eso ahora la forma en que puedo honrar a los que perdimos y a los heridos es vivir una vida fructífera y plena. Ser un ejemplo para otros de que el 11 de septiembre no nos destruyó, como querían”, defiende. “Hay gente a la que dicen que tiene cáncer y eso es como si se le cayera un edificio encima. A mí se me cayó de verdad. Tenemos que batallar por vivir”, ahonda.
Como cada aniversario, sea o no redondo, Jimeno pasará el 11-S con su familia, satisfecho “por vivir” y reconfortado por ver Nueva York “creciendo después de haber vivido una cosa muy fuerte, recuperando la manera positiva de ver la vida, demostrando que hay buena gente en el mundo”. Sabe de sus sombras y de sus amenazas, pero el mensaje es “seguir adelante, siempre”.