Hasél, el surrealista
Cuando restringir la libertad es un precio muy elevado.
En 1929 Salvador Dalí expuso un dibujo de un Sagrado Corazón con el lema ‘A veces escupo por gusto sobre el retrato de mi madre’. El artista consiguió escandalizar a la sociedad de la época y se unió oficialmente al grupo surrealista. Casi cien años después, en España ocupa la atención mediática la detención del rapero Pablo Hasél, que ya en 2014 fue condenado a dos años de cárcel por subir vídeos a YouTube —entre 2009 y 2011— donde ensalzaba a grupos terroristas. Por aquél entonces no contaba con antecedentes penales e incluso hubo cierta condescendencia paternalista por parte del tribunal de la Audiencia Nacional, Hasél tenía 25 años, que tras el juicio oral precisó que el acusado empleaba la violencia como único remedio para solucionar los problemas que en una sociedad puede plantearse.
La actual condena que le ha llevado a la cárcel es más por sus tuits que por sus canciones, a lo que se suma el agravante de reincidencia. Esta situación ha provocado una serie de protestas que en algunos casos ha desembocado en actos violentos y enfrentamientos contra la policía.
La sentencia es discutible, de hecho, como se aprecia en la misma, la magistrada de la Audiencia Nacional, Manuela Fernández Prado, emite un voto particular en el que esgrime que ‘en ninguno de los tuits se puede identificar un llamamiento a la violencia’. También, el pasado 8 de junio cuando el Supremo confirmó los 9 meses de cárcel a Hasél por enaltecimiento, los magistrados del Tribunal Supremo, Miguel Colmenero y Ana María Ferrer, discreparon argumentando que ‘el sistema jurídico ofrece otras formas de reparación de los excesos verbales que no pasa necesariamente por la incriminación penal’.
Entonces, hoy día, ¿tendríamos derecho a escupir sobre el retrato de nuestra madre sin ser procesados por ello?
Más de 200 artistas, como Serrat o Almodóvar, han firmado un manifiesto de apoyo al cantante.
Tras la detención de Pablo Hasél, los medios de comunicación han puesto sus focos sobre los actos violentos, que han reventado las manifestaciones, y no en el oscurecido quid de la cuestión: los límites de la libertad de expresión.
Hasél es un personaje surrealista, no en el sentido artístico del movimiento cultural, André Breton nunca hubiera aceptado a este ramplón, aunque su falta de talento y de gusto no debería meterle entre barrotes.
El rapero ha conseguido enfadar a todo el mundo, criticando a la monarquía, a las fuerzas de seguridad, a los políticos, sin desdeñar su repulsiva forma de hablar sobre el terrorismo, pero quizás la libertad de expresión también vaya de esto, de soportar un cierto hedor a estiércol.
Así lo describe en su análisis del caso el profesor de derecho constitucional Germán Teruel, “el buen o el mal gusto de una expresión no es parámetro que nos permita restringir esa libertad”. Añadiendo que “son muchas las políticas que pueden emprenderse sin necesidad de restringir la libertad de expresión”.
El partido Unidas Podemos ha apoyado las manifestaciones —no la violencia— para protestar por la sentencia y defender la libertad de expresión. Sin embargo, este posicionamiento que propugna despenalizar las injurias, algo normalizado en otras democracias, ha recibido críticas por parte de partidos políticos y medios de comunicación. No parece que tenga un aspecto de plena democracia aquella que por ejemplo enjuicia por herir sensibilidades religiosas.
La semana pasada tras la denuncia de Pablo Iglesias sobre cómo influye el poder mediático en la democracia, algunos medios acusaron al político y a su partido de ambicionar un control público de los medios, cuando en realidad su intervención iba encaminada a revelar el proceder de los poderes mediáticos. Lo que sucedería horas más tarde le daría la razón al ministro. El Mundo publicaba un vídeo manipulado en el que Pablo Iglesias hablaba supuestamente de Hasél, cuando realmente sus palabras iban referidas a Aznar y Juan Carlos I: “me gustaría que hubiera leyes para juzgar a gente como esta”.
Los seguidores de la cienciología acuñaron el eslogan “Si tú crees que es verdad, es que es verdad”. Un asalto deliberado a la verdad que funciona bien en un mundo de políticas identitarias. El Mundo ha construido una red de posverdad alrededor del vicepresidente Iglesias y su ideología, un modus operandi de odio y mentiras que ha devorado cualquier atisbo de periodismo.
El bulo fue propagado en varios medios por nombres tan conocidos como Vicente Vallés, Susanna Griso y Ana Rosa Quintana, que hicieron patente su odio personal, lo mismo que Hasél en sus canciones y tuits.
¿Dónde están los límites de la libertad de expresión? Si Vallés ni siquiera ha pedido disculpas por hacerse eco de una mentira que convierte a la política en una cuestión de animadversión personal, seguramente Pablo Hasél no tenga tampoco que disculparse y mucho menos ir a prisión. Todo es una cuestión de falta de estilo, de mal gusto, de un hedor que todos ellos comparten. Lo demás es una situación surrealista. En una democracia plena no debería tener cabida una ley por injurias, y si fuera lo suficientemente buena tampoco tendrían cabida ‘raperos’ como Hasél, ‘periódicos’ como El Mundo o ‘profesionales’ como Griso, Vallés o Quintana.