Hacer la parte que nos toca
Los hechos científicamente demostrados no pueden ser objeto de mistificación en debates y tertulias de indocumentados.
Mientras todavía afrontamos las urgencias provocadas por la COVID-19, se ha abierto ya el melón sobre las consecuencias pospandemia, con posiciones extremas que van desde los agoreros lampedusianos hasta los profetas de la próxima muerte del capitalismo, pasando por un amplio abanico de visiones intermedias. Agua de borrajas. En mi opinión, en unos momentos de incertidumbre, que se alargarán más allá de la crisis sanitaria, solo contamos con dos seguridades: que la inacción y el agobio nunca han sido una buena respuesta y que cualquier mejora pasa porque cada uno asuma hacer la parte que le toca, en función de sus capacidades y responsabilidades. Por eso, y mientras participamos del esfuerzo inmediato y solidario, debemos plantearnos qué parte le toca a la universidad en el diseño del futuro y de qué forma nos comprometemos a asumirla.
El actual confinamiento ya nos ha planteado unas primeras cuestiones que nos interpelan directamente. En primer lugar, está la evidente revalorización social de la ciencia y, en general, del conocimiento. Han recuperado relieve social y cívico los laboratorios, las bibliotecas y los centros de investigación acreditados, los profesionales médicos, los referentes humanísticos, los creadores de opinión contrastados y los medios de comunicación creíbles. Este prestigio ciudadano del saber científico y humanístico nos exige reforzar el papel de la universidad como nodo de creación, conexión y divulgación. Y hacerlo de forma doblemente crítica y autocrítica.
Por un lado, debemos cuestionar el actual modelo de investigación, demasiado dependiente de las coyunturas político-económicas, y reconectarlo con la sociedad y la economía a partir de nuevos paradigmas, como la open science (ciencia abierta), que facilita el vínculo y la participación de la ciudadanía, o el open access (acceso abierto), que permite compartir y multiplicar la investigación realizada, como se demostró durante la pasada epidemia de la fiebre del Zika y como vuelve a evidenciarse hoy. Esta mayor circulación del saber debe tener también una concreción aplicada y esto requiere financiar y estimular tanto la investigación como la creación de empresas basadas en tecnologías avanzadas. La eficiencia de Corea del Sur en la lucha contra la COVID-19 se explica en parte por el hecho de disponer de un ecosistema productivo capaz de proporcionar el material médico especializado que nosotros tenemos que importar. Paradójicamente, a pesar de contar con profesionales e instalaciones médicas de excelencia, somos también el país con menos empresas fabricantes de material sanitario en relación con la importancia económica y social del sector.
Por otro lado, está la necesaria beligerancia contra los posicionamientos anticientíficos, manipuladores y falaces. El debate intelectual se basa en el desacuerdo y en el contraste de pareceres, pero a partir de una mínima y compartida aceptación del método y la crítica científicos y de la búsqueda del conocimiento y el bien común. Sin necesidad de convertir la ciencia en una nueva religión o en un dogma de fe, los hechos científicamente demostrados no pueden ser objeto de mistificación en debates y tertulias de indocumentados, ni pueden contraponerse en un plano de igualdad con las posturas arrogantes de la posverdad. En resumen, ante terraplanistas, antivacunas y otros charlatanes no valen contemplaciones.
En segundo lugar, la anunciada transformación digital tiene un impacto global que abarca desde la política hasta las artes, pasando por las diferentes actividades productivas y la propia gestión de la cotidianidad. Esta decantación tecnológica suscita dudas y recelos sobre su calidad, su seguridad y su equidad. De ahí la importancia de entender que, en esta imparable transformación digital, lo sustancial no es su concreción a través de la red, sino la noción de cambio en las dinámicas laborales, productivas, educativas, sociales, afectivas y relacionales. La experiencia vivida a lo largo de estos meses de confinamiento nos obligará a repensar qué actividades requieren realmente de presencialidad, y qué potencialidades, debilidades y novedades plantea la virtualidad en cada ámbito.
La virtualidad ha demostrado ser un avance en sostenibilidad, inmediatez, organización e, incluso, en eficacia, especialmente en el mundo laboral y educativo. Pero, al mismo tiempo, su generalización precisará la mejora de las actuales aplicaciones para los encuentros y el trabajo en línea y, sobre todo, nos exigirá hacer evolucionar nuestro marco legal, resolver cuestiones técnicas como la validación y certificación de las identidades y de las decisiones compartidas a través de pantallas, y responder a derivadas que van desde la conciliación familiar hasta cuestiones vinculadas al desarrollo urbano y cívico. Un aspecto clave será garantizar la accesibilidad y la neutralidad de la red, hoy amenazada por intereses espurios de carácter ideológico, económico y político. Como nos recuerda la ensayista Marta Peirano, «las herramientas de la vida contemporánea, como Internet, deberían estar garantizadas y que no tuvieran un precio, el de tus datos, que te vuelven tan vulnerable». Acceder a Internet en pie de igualdad no es condición suficiente, pero sí imprescindible en la lucha contra la desigualdad económica, informativa, laboral y educativa.
Quienes hace 25 años ya nacimos como nativos digitales —como la UOC— siempre hemos asumido que la educación en línea no podía limitarse a reproducir las aulas tradicionales, ni confiarlo todo a la utopía tecnológica. El llamado aprendizaje en línea (e-learning) requiere de una adaptación del modelo pedagógico capaz de aprovechar sus potencialidades para permitir una educación sin distancias, una formación adaptada a diferentes necesidades, demandas y circunstancias vitales, y una verdadera transformación de la educación y multiplicación del conocimiento. Transformar debe significar ‘formar diferente’.
Finalmente, todos estos cambios necesitan de un horizonte común que los cobije programáticamente. Y aquí entran en juego la vigencia y la oportunidad representada por los 17 objetivos de desarrollo sostenible que conforman la Agenda 2030 aprobada por las Naciones Unidas. Esta nueva Carta de los derechos humanos pone el foco en las personas, en la prosperidad, el planeta, la participación y la paz. Nadie dice que sea sencillo, pero es precisamente en momentos excepcionales como el actual cuando hay que aspirar a propósitos excepcionales. Se trata, en otras palabras, de asumir, como universidad y como ciudadanía, posicionamientos y compromisos políticos. Personal y colectivamente, nos corresponde actuar políticamente. Porque ni el presente ni el futuro pueden sernos ajenos. Cuando los avances democráticos y sociales ganados durante la segunda mitad del siglo XX están amenazados por algunos de los escenarios pospandemia, la universidad, el conocimiento, la ciencia y las humanidades deben dar un paso al frente para ofrecer las seguridades intelectuales que alejen el miedo de la ciudadanía.
Un viejo chiste asegura que la principal similitud entre cementerios y universidades es que, para cualquier reforma, no puede contarse con los de dentro. Acabar con esta caricaturización de la academia como un ente ensimismado es, evidentemente, responsabilidad nuestra. Y eso significa actuar como los agentes sociales que somos, intervenir en el ágora pública y hacerlo a partir de nuestra experiencia y conocimientos. Porque, en palabras del filósofo alemán Jürgen Habermas, el sabio solo se convierte en intelectual cuando entra en juego su capacidad para irritarse, para convertirse en partícipe activo del debate ciudadano. Sin irritación, pero con responsabilidad y compromiso, la universidad quiere asumir la parte que le toca en la definición de este futuro compartido.