A Rajoy pongo de testigo
Ahora que el absurdo autobús de Podemos ha reabierto el debate sobre la madurez de la democracia española, deberíamos pensar muy en serio dónde está poniendo el foco la sociedad, considerar si es que — los medios de comunicación los primeros— caemos deslumbrados por el brillo de las pantomimas y cerramos los ojos ante lo relevante.
Que Mariano Rajoy haya sido citado a declarar como testigo por el mayor caso de corrupción en la historia de la democracia, una trama que golpea de lleno al partido que preside, debería hacernos reflexionar a todos. A los españoles en general y al PP y al jefe del Ejecutivo en particular. Tal vez sea pedir demasiado.
Llevamos un año y medio enfangados en los problemas internos de los partidos políticos como si a alguien, además de a los propios partidos políticos, le importase algo la guerra de avales, los congresos a la búlgara o las rencillas internas. Narcotizados por las guerras de declaraciones, Mariano Rajoy y los suyos siguen ganando elecciones a base de ponerse de perfil en cuanto surge el más mínimo problema — ¡ya es casualidad que sea siempre por lo mismo!— relacionado con la corrupción.
Las aspiraciones de regeneración política propiciaron el fin del bipartidismo y éste, teóricamente, conllevaría cambios rotundos en la forma en la que todos, tanto políticos como ciudadanos, cultivaríamos la res publica. Los ciudadanos, decíamos hinchando el pecho de orgullo, nos habíamos vuelto mucho más exigentes a la hora de dar esplendor a la calidad democrática. Los partidos, por su parte, serían como la mujer del César: no sólo serían limpios, sino que lo parecerían. Y así votamos una vez, y otra.
Pero, convencidos y ufanos de que cualquier tiempo pasado fue peor, del subsuelo seguía emanando el hedor nauseabundo de la corrupción. Pagos en B, viajes en B (de business), mercadeos de todos los tipos, milagros económicos cuyo mayor milagro es que aún no estén en la cárcel, imputaciones semanales y un presidente del Gobierno acostumbrado a mirar a otro lado con la férrea complacencia de su partido. Todo muy escandaloso, pero no más que lo del diputado de Podemos bebiéndose las cocacolas a pares...
Un vaso es un vaso y un plato es un plato, pero en el caso de Rajoy hay dos opciones: o nos toma el pelo o es un político tan irresponsable que no se merece seguir un mes más dirigiendo los destinos de España. Es el mismo que, cuando se abrió el juicio por el caso Gürtel, aseguró con una media sonrisa: "Francamente, no estoy en ese tema".
Es el mismo que aún no ha pedido disculpas por denunciar, rodeado de la plana mayor de su partido el día que estalló el caso abierto por Baltasar Garzón, que no era una trama del PP, sino contra el PP.
Es el mismo, en fin, que saca pecho cada vez que le afean todos los casos de corrupción aduciendo, sin modificar el rostro, que el PP es el partido más implicado en la lucha contra la corrupción. Rajoy, quien sólo ve "una anécdota" en los caso Bárcenas, Gürtel, Acuamed, Imelsa, Púnica, Cooperación, Fabra, Brugal, Palma Arena, Emarsa, Taula...
Aunque sólo fuera por un mínimo de dignidad los españoles no deberíamos permitir que Mariano Rajoy volviera a reírse de nosotros. No hace falta ser un experto en marianismo para intuir que, desde Génova, se quitará cualquier trascendencia a la citación de la Audiencia Nacional. Y que el propio presidente del Gobierno se limitará —si es que se digna a decir algo— a defender que se deje trabajar a la justicia.
Piénsenlo bien: el presidente del Gobierno citado a declarar como testigo por el mayor caso de corrupción en la historia de la democracia de España.
¿De verdad se quedan igual?