Esta es la decisión que tomamos por los problemas de adicción de mi hija
Mi hija de 15 años Hannah amenazó con cortarme los pulgares, con matarme mientras dormía y con quemar la casa con nuestra familia dentro. Así de agresiva fue su adicción, que la transformó de una chica tímida a una chica perversa en cuestión de unos pocos meses.
"¡Dejad que me vaya!", nos gritó. "¡No quiero seguir viviendo con vosotros!". Nos peleábamos cuando hacíamos todo lo que se nos ocurría para que dejara el alcohol y las drogas y parara de hacerse cortes. No tuvimos éxito.
Pudo deberse a la presión de empezar en un colegio nuevo, supongo. O podría haber sido por la gente que conoció ahí. Mucho después descubrí que no sirve de nada echarle la culpa a otra persona por las malas decisiones. Aun así, me gustaría que hubiera un motivo que explicara la ira de mi hija adicta, que no reflejaba cómo era su familia ni cómo la habíamos educado.
Hubo señales de que tenía problemas, pero si no las buscas, se te pueden escapar: se escondían en un bolsillo al fondo del bolso, bajo la cama o plegado dentro de una revista. Si hubiera prestado más atención, quizás habría comprendido los cambios de sus preciosos dibujos, que pasaron de ser paisajes pacíficos y personajes en calma a lienzos oscuros repletos de tormento y terror, hombres asustados con jaulas en vez de cabezas y bebés codiciosos con extremidades de pulpo. Quizás si la hubiera abrazado más habría notado las costras de sus brazos, los cortes y las quemaduras que mantenía fuera de la vista bajo las mangas largas. Quizás habría olido también la peste del tabaco, del alcohol y de la desesperación que flotaba a su alrededor. Podría haberlo sabido. Debería haberlo sabido.
Para cuando me di cuenta de que Hannah tenía un buen problema, ya era demasiado parte para tomar medidas menores. El colegio y su inventario de castigos eran completamente insuficientes para frenar el derrumbe del mundo de mi hija. Terapeuta tras terapeuta, todos fueron víctimas de su desdén. Su pulcro vocabulario era ahora una herramienta para destrozar a la gente que intentaba ayudarla.
La hermana pequeña de Hannah, Camilla, soportó la peor parte de los abusos. Hannah aprovechaba la menor oportunidad para arremeter contra ella: "¿Qué pasa, monstruito, te crees mejor que yo?". Los bofetones de su hermana y las muñecas decapitadas hacían que Camilla se aislara y que el silencio fuera su única defensa contra los episodios de ira de su hermana mayor.
Las armas que utilizaba Hannah contra su padre eran las palabras. Hablaba alegremente sobre las drogas que consumía, sobre sus hazañas y sobre su promiscuidad. "¿Te lo imaginas?", sonreía al ver que a su padre le corroía la humillación.
¿Y contra mí? Hannah destrozaba mis queridas reliquias familiares, rompía en mil pedazos las vasijas de mi madre contra la chimenea de piedra. Escupía en mi comida cuando estábamos a la mesa. Me chillaba a la cara a diario, asaltándome con su lenguaje y sus gestos soeces incluso para exigirme dinero, libertad y que la llevara a alguna parte.
Hannah también sufrió. Destrozó las conmovedoras obras de arte que había ido creando a lo largo de los años con pintura de spray y con la fuerza bruta. El sonido de los lienzos desgarrándose, el furioso siseo del spray y sus chillidos salvajes y angustiados escapaban de los muros de su dormitorio. Yo intentaba detenerla. Nada más cruzar el umbral de la puerta me golpeaba el hedor de la decadencia y Hannah me miraba echando fuego por los ojos y con los puños apretados: "¿Qué coño quieres?". Y entonces tenía que retirarme.
Hannah nos estuvo aterrorizando durante meses, hasta que una sobredosis la mandó al loquero, como ella lo llamaba. La visitábamos todos los días, asustados, avergonzados y exhaustos. Hacíamos el recorrido de una hora por carretera todas las mañanas para llegar al hospital psiquiátrico, pero se negaba a vernos. Sus alaridos atravesaban el olor aséptico del pasillo y las puertas metálicas de color gris: "No pienso verlos, no los necesito. Decidles que se vayan y que no vuelvan por aquí".
Después de meses de terapia fallida, fugas, amenazas y autolesiones, acabamos enviando a Hannah a un programa de rehabilitación en la naturaleza con la esperanza de que unos desconocidos pudieran salvarla. Después de tres meses viviendo en la nieve y en las estepas del desierto de Utah, la enviamos a un centro de internamiento para adictos para que recibiera los cuidados terapéuticos que necesitaba. Para terminar, la enviamos a una residencia para que terminara el instituto, todavía con miedo de traerla de vuelta a nuestra ciudad. Vaciamos nuestras almas (y nuestras carteras, por supuesto) para darle una oportunidad. Después de un año y medio viviendo separados, la trajimos de vuelta a casa.
No sabíamos qué esperar. Nuestras expectativas estaban teñidas de temor y esperanza. ¿Quién volvería a casa? ¿Seguía nuestra Hannah ahí dentro aún? ¿Había logrado escaparse del monstruo de la adicción o se había comido a nuestra niña, dejando solo su cuerpo?
Yo temía que permaneciéramos separados para siempre de ella por las durísimas condiciones a las que la habíamos sometido por su bien. Nos dábamos cuenta de que le habíamos hecho cosas impensables, la habíamos apartado de nosotros y nos la habíamos jugado con su vida. Sabíamos que tenía derecho a estar enfadada con nosotros y a interpretar nuestra desesperación como una traición.
Llegó y se quedó dubitativa en el umbral, sintiéndose una extraña en su propio hogar. Merodeó por la casa, buscándose a sí misma, tratando de desentrañar sus sentimientos y su futuro. Hablaba poco de sus experiencias y yo esperé. La ira, el miedo y la tristeza dieron paso a la esperanza.
El perdón es el fruto del amor, una extraña y delicada bendición. Nos preparamos para celebrar un banquete después de nuestra larga y desesperada hambruna. Dejamos el pasado atrás y la envolvimos con nuestro perdón durante lo que quedaba de verano antes de que empezara la universidad. Tratamos de vaciarla de culpas y de vergüenza, de forma que dejara espacio para empezar de cero antes de marcharse otra vez. Bienvenida a casa, Hannah, pajarillo. Haremos lo que podamos para no sujetarte demasiado fuerte al tiempo que intentaremos que no vuelvas a caer. La veíamos frágil y a nosotros, algo torpes, pero conseguimos no hartarla. Confió en nosotros para que cuidáramos de ella un poco más.
Nuestra familia nunca volverá a ser la misma. En cierto sentido, estamos peor. A diario nos juzgan personas que nunca han sentido el dolor que supone mandar lejos a un hijo. Cargaremos siempre con esa culpa, especialmente conforme los sentimientos que tiene mi hija al respecto cambien y evolucionen. Tememos todos los días por una posible recaída, aunque Hannah es fuerte, inteligente y está sana.
En cierto sentido también estamos mejor. Ahora tenemos cuidado los unos con los otros. Nos comunicamos con atención y respeto. No queremos arriesgarnos a perdernos después de haber luchado tan duro para salvar a la familia y haber estado tan cerca de un callejón sin salida. Esto nos ha ayudado a crecer como familia y como personas.
Cuatro meses después de llegar a casa, Hannah me regaló uno de sus dibujos por primera vez junto con un fuerte abrazo. Lo desenvolví y vi el título de la obra: Los caminos que transitamos. Reconocí en el dibujo el camino por el que solíamos ir a pasear junto al océano, pero más retorcido y complejo que en la realidad. En la parte trasera había una nota pegada con celo: "Gracias, mamá, por salvarme la vida. Te quiero". Ese fue el momento en el que supe que también me había perdonado.
Susan Burrowes es la autora de la obra Off the Rails: One Family's Journey Through Teen Addiction. Puedes contactar con ella a través de la direcciónsusan@susanburrowes.com o puedes seguirla en Facebook.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.