¿Es posible la virtud en un político?
Pedro Sánchez es el nuevo presidente. La moción del rechazo a Mariano Rajoy obtuvo este premio. Los motivos para lograr los apoyos parlamentarios se edificaron en torno a una sentencia judicial. Esta premisa es lo que, a mi parecer, resulta más representativo de lo que ha sucedido y provoca que me plantee la duda sobre si el fenómeno debe tomarse como un síntoma esperanzador del funcionamiento de nuestra democracia o si, en realidad, lo único que clarifica con suma agudeza es el estado de la moral que aceptamos y con la que convivimos (intuitivamente, un simulacro de moral o un caos fragmentario de valores y creencias que son, a partes iguales, compartidas y enfrentadas según nos conviene).
Pretendo plantear la idea de que al existir un hecho diferenciador dentro de la psicología del político, igualmente, en la mentalidad predominante de dicho colectivo subyace un principio transversal que unifica las diversidades y diferencias de la cultura española: el lenguaje de la moral y su significado se utilizan impunemente al servicio de la expresión de desacuerdos y conflictos, alzados con la forma de una perspectiva constante, continua y proyectada al infinito; provocando que ciertos temas parezcan irresolubles o irreconciliables.
Por consiguiente, desde el más moderado al más radical de los protagonistas políticos de nuestro tiempo utiliza con absoluta confianza los sentimientos morales para referenciar sus posturas, justificándolas y dotándolas de una credibilidad que no necesita probarse como universal ni objetiva, sino que operan como el reflejo de que lo "correcto" viene a ser opinable y relativo (es decir, las posturas morales adquieren relevancia o utilidad en base a las preferencias e intereses de cada uno). Todos sin excepción creen tener a su alcance los recursos retóricos necesarios para actuar con justicia, aunque sepan que esto no sea más que una ilusión. Lo que más importa es que no pueda legitimarse una altura ética inmaculada desde la que tu adversario pueda descalificar el discurso que defiendes. Cada cual tiene derecho a desenvolverse moralmente desde su balcón.
No es nuevo que todo lo que es susceptible de considerarse moderno haya quedado cuajado por lo que se denomina emotivismo moral. El filósofo inglés Alasdair Macintyre lo describió como asumir que cualquier enunciado de tipo moral no puede pasar el límite de ser un juicio de valor netamente subjetivo que poco o nada tiene que ver con la verdad, simplemente está ahí para reforzar la utilidad de una conducta o un carácter al que nos adherimos y, como consecuencia, lo integramos en nuestra mentalidad como un argumento válido para diferenciarnos de los otros y, a la vez, para provocar una reacción negativa en aquellos colectivos que sienten de un modo diferente al nuestro. Un ejemplo práctico muy habitual son las "líneas rojas" que fijan los partidos políticos en cada coyuntura para considerar cuándo uno de sus cargos electos debe dimitir o ser expulsado de la formación a la que pertenece al surgir contra él una causa relacionada con la corrupción o algún tipo de prevaricación. Los criterios pueden cambiar en cada instante y no son uniformes, tan solo discutibles.
El emotivismo que caracteriza la mentalidad del político español ha terminado por otorgar a las sentencias judiciales las únicas posibilidades susceptibles de ser reconocidas como criterios impersonales u objetivos para encauzar conflictos. Sin embargo, esto no significa que los individuos a los que afectan dichas sentencias, así como aquellos que las manejan como arma de justificación para que sus posiciones sean reconocidas como moralmente superiores, estén sincronizando coherentemente sus intenciones con sus posteriores acciones reales.
Otro ejemplo evidente para explicar esta última contradicción sería la situación de un sacerdote que aun practicando su fe y principios según los ritos y las normas políticas formales propias de la ortodoxia institucional de la religión que representa, resultara que en su fuero interno desaprueba algunas de ellas, creyendo decididamente que no son justas. Pese a todo, no dimitiría sino que continuaría interpretando el papel que se espera de él. Bajo la misma lógica, el político, como "miembro de un equipo" antes que como ciudadano, raramente se plantea si sus acciones o enunciados son justos; lo que hace es actuar de acuerdo con las normas formales del rol que ocupa. Hemos asistido, como testigos históricos de la moción de censura, a una manifestación de este tipo.
Ha quedado recogido que el depuesto Mariano Rajoy y los ministros y diputados del Partido Popular han aceptado el retiro y salir del poder exclusivamente por imperativo legal, sin que dicho cese haya quedado en ningún momento asociado al reconocimiento o la aceptación de que las conductas de algunos de ellos hayan sido reprobables moralmente. Además, la demostración de poseer una actitud democrática como si fuera una virtud sobre la que algunos de los ex altos cargos del Gobierno presumieron al finalizar la votación del 1 de junio (algo que escenificó la exvicepresidenta ante las cámaras de televisión) solo ha sido un escaparate de la norma, pero en ningún caso la expresión de una creencia moral (de hecho, el argumento más repetido por los salientes está siendo que este proceso ha sido y será "malo" para España).
Parece insalvable que la distancia entre el papel que un político representa y lo que cada uno de ellos cree en sus corazones continúe agrandándose tanto como que la configuración de lo que es "bueno" o "malo" en nuestra cultura seguirá derivando de elegir de entre todas las alternativas de las que se dispone, la que produce o produjo el mayor bien. Entonces, ¿lo justo e injusto solo puede dirimirse a la luz de las circunstancias específicas de cada caso? Afirmarlo equivale al modo en que han obrado PNV y Ciudadanos.
Pedro Sánchez, tan crítico con las dobleces de los miembros del anterior Gobierno, difícilmente podrá socavar la tendencia global que nos envuelve e impulsa a sentenciar que Platón, Aristóteles, Cristo, Kant o Hegel solo nos ofrecieron alucinaciones ideales y engaños impracticables. Aunque sea una conclusión que resulta insensata y simplista, pese a haber sido acuñada dogmáticamente por gente sobradamente reconocida por su inteligencia y perspicacia, es la alternativa con la que nos hemos acostumbrado a vivir lo que más inquieta: habituados a que la moral (y lo que entendemos por actuar correctamente) haya quedado reducida en la práctica política a la formulación de idearios y proyectos que resulten ser no solamente rivales, sino obligatoriamente incompatibles entre sí. El enfrentamiento, aunque esté basado en una distorsión premeditada de conceptos, es asumido como un proceso inevitable. Lo estamos experimentando estos días con la crispación, que seguirá en aumento, con la que aquellos que han vuelto a la oposición van cargando el ambiente sentimental para que sus adeptos y adversarios vibren sin medida y a la par.
¿A qué conducta virtuosa podría aspirar un político bajo tal estado de las cosas? Perseguir la virtud en esta época quizá sea, en su más alta expresión, encontrar el modo de preservar la paz y ampliar el espacio social para el diálogo y los significados morales de todo aquello que debe ser compartido igualitariamente. Una premisa a priori sencilla de entender. Nos queda comprobar si los nuevos gobernantes y el conjunto de parlamentarios están dispuestos a respetarla. Los antecedentes no avalan. La esperanza persiste.