Envidiosos corrosivos
El descontento por excelencia de una sociedad es la envidia, el sentimiento de que a uno le falta lo que ve en otra persona y que, además, es la derivada de una injusticia.
Los alemanes, tan suyos para sus cosas, acuñaron el término schadenfreude que en castellano podría ser traducido por algo como “alegrase el mal ajeno”. Y es que la envidia no es únicamente anhelar lo que otro tiene, la “tristeza del bien de otro” en palabras de santo Tomás de Aquino, sino que en muchas ocasiones es deleitarse de que el otro pierda todo lo que tiene, aunque con ello no salgamos beneficiados.
La política es un terreno abonado para la schadenfreude. Winston Churchill lo resumió magistralmente en cierta ocasión: “En la vida hay amigos, conocidos, adversarios, enemigos y… compañeros de partido”. Una sentencia que nos conduce a algunos de los rincones más oscuros de nuestra alma.
Si recurrimos a su etimología, el vocablo es un préstamo del latín invidia, que a su vez proviene del verbo invidire que significa “mirar con malos ojos”. Pues eso… con los ojos de la envida.
Los cristianos consideraron que la envidia era uno de los pecados capitales, un calificativo que, por cierto, no guarda relación con la magnitud del yerro sino con la posibilidad de dar origen, a su vez, a otros pecados.
En la Divina comedia el poeta Dante Alighieri colocó a la envidia en el purgatorio, allí los párpados de los envidiosos son atravesados y cosidos con alambre para que no tengan el placer de ver la desgracia de los otros.
Divisa de los españoles
Para los antiguos griegos existía Némesis, la diosa de la venganza, y Ptono, la diosa de los celos. Los romanos decidieron unificar ambas personalidades y crear un personaje que reuniera tanto la venganza como los celos, así nació Envidia, a la que algunos antropólogos consideran la antecesora de las brujas modernas.
Decía Miguel de Unamuno que la envidia es el rasgo más característico de los españoles, la divisa de la “gangrena española”. El escritor de la generación del 98 lo ejemplificó magistralmente en su novela Abel Sánchez, donde el protagonista ansioso por hacer el bien no recibe más que desprecio por los que le rodean, mientras que el falso protagonista recibe todo tipo de parabienes por aquello que no ha hecho.
Unamuno no fue el único en atribuir este mal a los españoles, en la misma senda encontramos plumas tan cáusticas como las de Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo o el Nobel de literatura Camilo José Cela.
Envidiosos históricos
Si echamos la mirada atrás, el primer envidioso de la historia, probablemente, fue Caín quien, cegado por la envidia de su hermano, protagonizó el primer asesinato bíblico (capítulo 4 del Génesis). También fue un envidioso irreverente el músico Antonio Salieri, al cual se llegó incluso a responsabilizar de la muerte de Mozart.
Los envidiosos, todo hay que decirlo, tienen su color, o al menos eso pregonan algunos estudios científicos. En ellos se concluye que, tras realizar miles de encuestas, el amarillo es el color de la envidia y de los celos.
Si nos ponemos en modo taxonómico existen varios tipos de envidia. Seguramente que más de uno habrá constatado que existe la envidia corrosiva, la que está a punto de provocar una parada cardiaca en el que la sufre; la envidia sana, que es la que florece por la suerte de un ser querido, y la envidia preventiva. Sí, preventiva. Este tipo de envidia abunda cuando se acerca la Navidad y más concretamente el sorteo de lotería: “Voy a comprar un décimo no vaya a ser que le toque al vecino…”.
Terminemos en positivo recordando una de las citas más famosas de Cicerón: “Nadie que confía en sí envidia la virtud del otro”. Pues eso.