Entre el cielo y el suelo hay algo: Pablo Iglesias
Probablemente el dirigente de Unidas Podemos ha sido el político que más ardores de estómago ha provocado en la sociedad.
Es posible que, en los últimos 40 años, no haya político más denigrado, humillado, insultado y maltratado que Pablo Iglesias. Podría decirse, evocando a Rajoy, que todo lo que se ha dicho de él es falso, salvo alguna cosa.
Iglesias fue la pieza a batir desde el primer minuto: sus errores se magnificaron y sus virtudes se retorcieron hasta convertirlas en pecados mortales. Su llegada a la política fue incómoda: formaba parte de una panda de amigos que venía a dinamitar todos los consensos de los últimos años, un statu quo en el que, a pesar de sus tremendas injusticias, la gran mayoría vivía de forma muy cómoda. La displicencia inicial con la que se recibió a los Iglesias, Errejón, Monedero y compañía se transformó en inquietud cuando Podemos logró cinco diputados en las elecciones al Parlamento Europeo de 2014.
De ese desasosiego, incentivado por una crisis económica que hizo saltar por las aires el sistema de clases sociales, se pasó al miedo cerval y de ahí al ataque político y personal. Iglesias recogió la indignación social del 15-M para cristalizar la idea de que España no tenía por qué ser un país en el que muchos privilegiados campasen como Pedro por su casa mientras una inmensa mayoría acataba de forma resignada, cuando no servil, la realidad como una situación sobrevenida, inmutable y perenne.
Es cierto que Iglesias nunca ha sido un político fácil. Ni siquiera simpático. Pero es que las grandes transformaciones no se pueden acometer con una sonrisa y repartiendo caramelos. Con él se pusieron encima de la mesa cuestiones políticas que hasta entonces ni siquiera se habían dicho en voz baja. Como en 1982 con Felipe González, las capas más bajas de la sociedad se sintieron escuchadas. Y representadas. Las expectativas que se depositaron en Iglesias fueron tan elevadas que sólo podía defraudarlas. Es lo que hizo: intentó asaltar los cielos y terminó comiéndose el suelo.
Por supuesto que cometió muchos errores: su hiperliderazgo, sustentado en su egocentrismo, le llevó a dirigir Podemos como un cortijo, donde ponía y quitaba aliados, cercenaba carreras y ascendía a muchas personas con el único consenso de su dedo. Su ruptura con Errejón fue un error colosal, la primera gran decepción para muchos de sus votantes. Iglesias llegó a pensar que Podemos no era un partido, sino él.
Por eso su salida de la formación morada puede tener las misma consecuencias que la huída de Albert Rivera de Ciudadanos: dejar el proyecto sin ideas, sin rumbo y negociando con la muerte. Sólo un perfil como el de Yolanda Díaz tiene la capacidad para salvar los muebles.
Con todo, lo que ni sus más fieles seguidores entendieron jamás fue la incoherencia de la compra de su chalet en Galapagar. Por mucho que Iglesias e Irene Montero arguyesen que podían vivir donde quisieran —algo que nadie con dos dedos de frente podía refutar—, lo cierto es que suponía un golpe de incoherencia insuperable para muchos de sus votantes, quienes imaginaban a Iglesias jubilándose en un pisito en Vallecas.
Que la compra del chalet en Galapagar fue una incoherencia de libro nadie lo puede cuestionar. Que tenía todo el derecho a vivir allí, tampoco. Que se vendiera la idea de que Iglesias era el primer político en la historia de la democracia en contradecirse era tan injusto como falso. Dime un político y te señalaré una incoherencia.
No es objeto de este artículo mencionar todos y cada uno de los insultos que el ya expolítico ha recibido a lo largo de los últimos años, no sólo desde las zona más repugnante de las redes sociales sino, sobre todo, de sus compañeros políticos. Se ha criticado a sus padres, a sus hijos, a sus parejas, su físico, su forma de vestir, su forma de pensar, su forma de vivir, de hablar, de andar... Se le ha llegado a representar, en fin, como la encarnación del demonio sobre la faz de la tierra. Tiren de hemeroteca y comprueben cuántos de los males que, según nos decían, iba a traer Iglesias al planeta Tierra se han hecho realidad.
Posiblemente Pablo Iglesias haya sido el político que más ardores de estómago ha provocado en la sociedad española porque llegó a la política para quebrar cimientos sólidamente asentados recurriendo a la agitación, el enfrentamiento directo y las palabras gruesas (esa cal viva...). Sus pulsiones iliberales y la superioridad moral para decir un día sí y otro también a todo el mundo qué era correcto y qué no fue un factor que, con toda lógica, no contribuyó a generarse simpatías.
Las ansias de tocar poder llevaron a Iglesias a asumir una vicepresidencia en la que nunca se le vio cómodo: su gestión en el Gobierno no pasará precisamente a la historia, aunque en su haber esté el haber facilitado el primer Ejecutivo de coalición desde la II República. Su sitio siempre estaba en la oposición, construyendo a base de críticas, torciendo brazos y poniendo delante de los ojos injusticias que aún se mantienen. Siempre ha sido más feliz en un mitin que redactando un decreto ley. Que nadie crea que Iglesias va a desaparecer. Sea desde un medio de comunicación, desde pomposas conferencias o desde cualquier lugar en el que se le ponga un micrófono delante, seguirá fomentando la tensión y metiendo el dedo en la llaga de la incómoda realidad. Pese a que muchas veces, y aunque él no lo crea, esté muy lejos de tener la razón.
Iglesias, que fue incapaz de lograr una sólida implantación territorial de Unidas Podemos, se marcha sin haber conseguido uno de sus grandes objetivos: superar —e incluso liquidar— al PSOE.
Pedro Sánchez, ahora sí, duerme a pierna suelta.