Por qué engordar ha sido lo mejor que he hecho en mi vida
Ya no tengo miedo. Soy libre. Eso merece mucho más la pena que ser delgada.
Es complicado saber cuándo mi dieta se convirtió en un trastorno, ya que llevo a régimen literalmente desde que tengo memoria, a los 8 años. Al haberme criado gorda, mi cuerpo siempre ha sido considerado un problema. Un proyecto que necesitaba solución, un problema que hacía que mis compañeros se burlaran de mí o me ignoraran y que mis médicos no me tomaran en serio o directamente se mofaran. (Cuando solo tenía 4 años, un pediatra les dijo a mis padres: “La próxima vez tendréis que traerla rodando”).
Cuando tenía veintipocos años, mi novio de entonces me dijo que no me estaba esforzando lo suficiente, que perder peso es una simple cuestión de meter menos calorías de las que salen. Como cualquier persona con problemas de peso puede confirmar, por no hablar de un número cada vez mayor de dietistas y médicos, perder peso no es tan simple. Ya había probado decenas de dietas y apuntaba mis recuentos de calorías, los consejos del programa Weight Watchers y mis complejos cálculos de carbohidratos en mis agendas. Sin embargo, redoblé mis esfuerzos y decidí adelgazar o morir en el intento.
Estuve más cerca de lo segundo que de lo primero.
Mi nueva “vida sana”, que me llevó a adelgazar 36 kilos y a ganarme los elogios de todo mi entorno, empezó a sofocarme: evitaba cualquier evento social que tuviera que ver con comida (o sea, todos), y palabras como desayuno o aperitivo me chirriaban en los oídos. Estaba siempre enfadada con el mundo, conmigo misma, con los demás y con toda la gente que podía comer y seguir con su vida sin que su cuerpo estuviera al borde de un precipicio. En las fotos posaba rígida, con media sonrisa y con miedo de mostrar aunque fuera dos centímetros de la grasa que ya no existía pero que yo aún me notaba en el espejo. Me aterrorizaba que alguien descubriera cómo había sido hasta ese día.
La desesperación de tener miedo de una despensa llena es difícil de explicar a quienes no la comprenden. Las consecuencias del autodesprecio abarcan tanto que te motivan a negarte tus necesidades más básicas. Es vivir en un mundo en el que te dan miedo las fresas o los guisantes y las únicas noticias que te llegan al móvil tienen que ver con perder peso.
Y entonces, sufría el inevitable rebote, ese momento en el que pierdes el control y tu cuerpo, muerto de hambre, se atiborra de lo que tiene al alcance de la mano, que no era mucho en mi casa carbofóbica y obsesionada con los alimentos saludables. Una tarde de otoño del año pasado, llegué desesperada después de una caminata de 22 kilómetros con un desnivel de más de 1000 metros. Acabé sentada en la encimera de la cocina, ausente, engullendo una bolsa de cuarto de kilo de anacardos y comiendo crema de coco a cucharadas directamente del bote, sintiéndome como un animal, dándome cuenta de cómo se me estaba yendo de las manos.
Cuando publicaron mi blog sobre el adelgazamiento extremo en el HuffPost, ya me había puesto en contacto con una psicóloga. De visita en casa de mis padres por vacaciones y sentada en el coche de mi madre, a unos 2400 kilómetros de la psicóloga, llamé para pedir cita como si nada. La noche anterior, me había colado en la habitación de mis padres y había abierto una de las tres cajas de chocolatinas que guardaban mis padres como regalos de emergencia para Navidad. Procedí a chupar todas las chocolatinas y luego escupirlas de vuelta en la caja, con cuidado de quitarme todo el azúcar y la grasa de la lengua.
E hice lo mismo con la siguiente caja. Y después, lo mismo con la tercera.
En nuestra primera sesión, mi psicóloga y yo nos sentamos una frente a la otra mientras leía mis papeles. Había marcado ejercicio compulsivo e ingesta compulsiva en la lista de síntomas, pero había suavizado el golpe escribiendo en el recuadro de motivo de la visita: “Problemas de alimentación. Soy humana”. Intenté convencerme a mí misma y a mis seres queridos de que era un propósito de año nuevo. Además, mi nuevo seguro médico lo cubría, así que ¿por qué no?
Estaba completamente desesperada.
“Comprendo”, dijo y levantó la vista de los documentos para hacer contacto visual conmigo después de haber leído con atención y haber asentido en silencio durante varios minutos. “Problemas con la comida”.
“Problemas con la comida”, confirmé. Esperé a que me dijera el consejo mágico que acabaría para siempre con mis atracones. Así, por fin podría deshacerme de esos ”últimos” 4 kilos y dejar de preocuparme por mi peso. Si todo iba bien, en media hora ya podríamos dar por concluida la consulta.
En vez de eso, me sonrió con paciencia cuando empecé a contarle la cantidad de calorías que me veía incapaz de reducir, pese a mi rutina de dos horas de ejercicio diario. Esperaba que su rostro hiciera alguna mueca al contarle esas cifras, que me juzgara y pusiera cara de preocupación, pero no lo hizo. Me preguntó: ”¿Y si empiezas a pensar en la comida en función de lo saciada que estás y no de las calorías que tiene?”.
Se me escapó una sonrisa y contuve una mofa. Ya tenía muy interiorizado y memorizado el conteo de calorías. Aunque borrara mi calculadora de calorías, seguiría viendo el brócoli, las almendras y los cruasanes como columnas de números verdes al estilo de Matrix.
Una o dos sesiones después, tremendamente avergonzada por mi cuerpo no suficientemente delgado, me preguntó: ”¿De qué tienes tanto miedo? ¿Qué te pasaría si, en el peor de los casos, volvieras a recuperar todos esos kilos?”.
Mi respuesta fue inmediata, intuitiva, tan sencilla como decir mi nombre.
Significaría que era un fracaso.
Acepté el reto intelectual de comer de forma intuitiva mucho antes de aceptar mi propia gordofobia, escuchando podcast de positividad corporal como She’s All Fat y Trust Your Body Project mientras seguía machacándome en el gimnasio. Quería tomarme mi pastel pero también quería rechazarlo. Quería terminar con mi trastorno alimentario sin hacer ningún cambio, defender la aceptación de todos los cuerpos pero sin tener que vivir en mi cuerpo.
Al fin y al cabo, he pasado los últimos 10 años enterrando mi versión más gorda y luciendo como si fuera una medalla el cuerpo que tanto trabajo me ha costado conseguir. Claro que quería mantener ese cuerpo. Quería que la gente se siguiera fijando en mí, quería seguir recibiendo la atención que tanto había deseado de adolescente y que al final había llegado a los 22 años. Siendo delgada, recibía atención por todas partes, ubicua, tóxica y siempre sorprendente.
No me invitaron al baile de graduación, pero monté de paquete en una moto, sujeta a la espalda de un desconocido en un país extranjero, para ir a una fiesta en la playa donde no dejaban de servirme bebidas gratis. También froté mi “nuevo” cuerpo contra el de incontables hombres en las dicotecas. Uno de ellos acercó sus labios a mi oreja para decirme: “Estás muy buena. Tenía que decírtelo, pero no quería que tu novio se enfadara”, y más tarde le dio la mano a ese novio.
Quería que los médicos me siguieran felicitando como hacían cada vez que me presentaba en su consulta un poco más delgada. Quería creer que mi ritmo cardíaco lento y mi tensión reducida fuera el resultado de mi actividad física, no de la anorexia.
Aún seguía saltándome el desayuno para “compensar” los excesos de la cena anterior e interpretaba mi hambre como una promesa, una recompensa. Seguía renunciando a todo salvo al trocito de pan que iba a comprar en plena nevada. Pero al final me di cuenta de que si quería librarme de la cárcel en la que yo misma me había metido, si quería tener de verdad una relación sana con la comida, tenía que dejar las dietas para siempre.
Tuve que ver cómo mi cuerpo volvía a ser blando y cómo mi belleza convencional se desvanecía en el espejo. Tuve que empezar a mirar dos veces el agua del váter cuando recuperé la regla después de tres años enteros. Nunca he parecido una persona con un trastorno alimentario, de modo que mis médicos nunca me hicieron preguntas al respecto, ni siquiera cuando esa falta de menstruación venía acompañada de otros indicios claros: hipotensión, fracturas por estrés y sensación de frío constante.
Tuve que volver a ganar peso. Tenía que recuperar mi cuerpo.
Mi cuerpo ahora es más grande, sí, pero también está menos desesperado. Estamos aprendiendo a confiar el uno en el otro.
El desenfreno con el que antes comía los alimentos que me había estado restringiendo ha decaído. La mayoría de los días, mis comidas consisten en alimentos frescos e integrales: frutas y frutos secos, verduras al horno, muslos de pollo, queso. También un bollo ocasional de arándano y un café con crema de leche.
Como ahora sé que puedo comer lo que quiera y donde quiera, la comida ya no me supone un problema. Puedo pasar frente al escaparate de una bollería o por el pasillo de dulces de Halloween en el súper sin sentir ansias, rabia ni remordimientos. Puedo comprar un bote de medio kilo de bombones de mantequilla de cacahuete y chocolate negro y olvidarme de que lo tengo en el armario.
No voy a fingir que ya estoy recuperada del todo del grave problema de imagen corporal que he sufrido toda mi vida. Todo el mundo sufre la cultura de la dieta, independientemente de la claridad que tenga para ver más allá de su mensaje problemático e independientemente de su talla. Sé que a ti también te pasa, lector, porque después de publicar mi anterior blog en el HuffPost, se me llenó el chat con mensajes de yo también de personas que se sintieron identificadas.
He vuelto a ver fotos mías en Instagram de cuando era una chica muerta de hambre que en todo momento pensó que era demasiado gorda. He tenido esa horrible reflexión: Ojalá hubieras sido consciente de lo que tenías.
La cultura de la dieta hace que una parte de mí siga pensando que cuanto más delgada esté, más “real” será mi cuerpo, pese a que he pasado muchos menos años siendo delgada que siendo rechoncha, y pese a que estar delgada tuvo un astronómico coste físico y emocional. Sin embargo, cada vez más, miro esas fotos y veo algo diferente: lo aterrorizada que estaba esa chica. Y desesperada. Y sola.
Si el mero hecho de engordar te asusta, confía en mí, he estado en tu lugar. Incluso lo dije en mi anterior blog: me gustaba mi trastorno alimentario. Hace un año, leer un artículo como este me habría disparado la adrenalina. Engordar era un absoluto fracaso. No era una opción.
Sin embargo, ahora puedo asegurar que es mucho mejor estar al otro lado: la ausencia de pánico cuando un amigo me propone salir a cenar; el tacto de las manos de alguien que me quiere tal y como soy; la capacidad de comer solo un bol de helado y no el cubo entero sin sentir las ansias de antes por engullir hasta la última migaja del plato.
Ya no tengo miedo. Soy libre. Eso merece mucho más la pena que ser delgada.
Si te has sentido identificado con estas palabras, tampoco tienes que vivir con miedo. Te lo mereces. Te mereces alimentarte. Te mereces ocupar tu espacio.
Sé que da miedo. Es lo más aterrador que he hecho en mi vida, pero lo prometo, no solo ganarás peso, ganarás muchas otras cosas.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.