El recurso a la violencia
¿Por qué glorificar los puños? ¿Por qué rendir culto a los saqueos y las llamas? ¿Por qué no atreverse a llamar a las cosas por su nombre?
Veo los vídeos, los cientos de vídeos provenientes de Estados Unidos, cargados de rabia, sufrimiento y venganza, y pienso una vez más que intentar basar el éxito de la justicia y la tolerancia en semejantes formas de violencia es un juego tan desleal como peligroso para la democracia. Quizá yo pertenezca a una estirpe ilusa cada vez menos valorada y extendida que confía, serenamente, en los mecanismos y procedimientos sustanciales a este modo cálido y respetuoso de organizar la vida en común: las reformas, las libertades y derechos individuales, la propiedad privada y la no violencia son sólo algunas de las virtudes que me parecen más encomiables y dignas de preservarse en toda ocasión dentro de un Estado democrático. Lo contrario, al menos para mí, no es éticamente admisible si es que se tiene uno por demócrata, es decir, por alguien que prefiere pensar a no hacerlo.
Yo mismo critiqué a Trump en este diario hace unos años. Me parece adecuado señalar, como lo hice entonces, que le considero aún hoy una persona alejada de toda cultura, de toda sensibilidad y preocupación por la belleza, por la comprensión de las dificultades auténticas de las vidas de las personas que sufren lo indecible para llegar, no ya a fin de mes, sino al final del día: tanto por falta de dinero como por acoso racial. Por racismo.
Lo veía, y aún lo veo, simplemente como alguien con los medios suficientes para dar cumplimiento a sus caprichos: incluso el de ser presidente de los Estados Unidos. Pero mi desprecio por sus valores, y a diferencia de lo que puedo comprobar a mi alrededor, no me ha conducido a justificar la ruda y descarnada violencia que reacciona, en nombre de palabras grandes que un día significaron algo, contra él.
Toda violencia en nombre de la paz o la justicia no cabe en un corazón democrático. Nunca, por mucho que la rabia nos incite a rebajarnos, debemos caer en la tentación de renunciar al respeto. No se trata de poner la otra mejilla, sino de evitar que el otro pueda levantar la mano.
Pero seré aún más incorrecto: el problema de la lucha antifascista, de la extrema izquierda en general, es que ha estado tan pendiente de interpretar románticamente a su enemigo y de entrar en su cabeza que ha terminado por adoptar sus métodos, no sé ya si consciente o inconscientemente: intolerancia contra la pluralidad de puntos de vista, intuicionismo sentimental frente a cualquier tipo de análisis pausado y comprensivo, violencia exponencial frente a violencia institucional, etc. Como diría poéticamente Baudelaire, y lo diría tanto de Trump como de cada una de estas personas que creen que causar sufrimiento es lícito siempre que sea en nombre de elevados ideales: “es un enemigo de las rosas y de los perfumes... ¡es un enemigo de Watteau, un enemigo de Rafael... de las bellas artes y de las bellas letras, iconoclasta declarado, verdugo de Venus y Apolo!”.
Esta retórica desfasada cae en nuestros oídos como un idioma extranjero que no se conoce, pero no por ello deja de expresar su crudeza, su realismo si se le presta atención: la educación ha fallado, fallado en letra de molde, si es que podemos hoy blanquear la sinrazón y los golpes con total alegría en los medios de comunicación, en los discursos de nuestros políticos, pretextando que tales acciones forman parte del quehacer democrático.
¿Por qué glorificar los puños? ¿Por qué rendir culto a los saqueos y las llamas? ¿Por qué no atreverse a llamar a las cosas por su nombre? Sólo la educación y el Estado de Derecho pueden favorecer el desarrollo de una vida plena para todos los ciudadanos, una vida que no tenga que aceptar como admisibles los desmanes de la intolerancia en nombre de los presupuestos de la tolerancia.
La democracia no era esto, y no parece acertado que alguien que ame la paz social y la libertad individual se empeñe en admitir lo contrario. La violencia nunca será una virtud democrática por mucho que se la disfrace como la sombra necesaria de un ideal.