El ‘proceso’ de Madrid
La polarización y la política de bloques manifestadas en este 4-M ahuyentan las ideas y las propuestas reales para mejorar las vidas de la gente.
El debate no ha basculado sobre la gestión que Isabel Díaz Ayuso ha realizado en la crisis de la covid. Ni tan solo en que Madrid haya sido una de las regiones de Europa con mayor índice de mortalidad del virus (pero también donde más se ha podido frenar el impacto económico por la relajación de las medidas). Ni el Gobierno autonómico del PP y Cs ha pasado cuentas, ni el conjunto de la oposición ha logrado que el mensaje se centrase en sus propuestas alternativas. Estas elecciones van de otra cosa. Como las que se llevan sucediendo en Cataluña en los últimos 10 años.
Cuando en la decisión del voto de unos comicios, el factor emocional se impone al racional, quien sale perdiendo es la política entendida como espacio de ideas, diálogo y propuestas. Cataluña lleva demasiado tiempo sumida en un componente emocional —aunque parta de una base racional y objetiva—, que le impide salir del laberinto y anteponer los intereses reales y colectivos a los simples mensajes militantes y de posicionamiento, que alientan a las bases, pero que no responden a las preocupaciones principales del conjunto de la ciudadanía. Y ahora Madrid ha entrado en la misma dinámica: política de bloques, donde el lema constituye la raíz de cualquier mensaje y condiciona —y relega— el debate.
Independientemente de las sumas totales que aporten el 4-M, Ayuso y Pablo Iglesias han logrado un objetivo común: la polarización del debate. Sus respectivos lemas —“socialismo o libertad” y “democracia o fascismo”— han monopolizado el relato, convenientemente alimentado por las amenazas recibidas, especialmente entre los candidatos de la izquierda.
En un escenario así, la contienda adquiere carácter púgil: gana quien pega más fuerte o con mayor notoriedad. La confrontación de programas desaparece y las ideas quedan secuestradas. Los mensajes se dirigen al corazón y no a la cabeza. Todo son formas y el fondo se limita prácticamente a la nada, además bañado de teatralidad y emotividad.
Tan solo Mónica García y parcialmente Ángel Gabilondo han logrado incidir en el balance de la gestión de los dos años de legislatura, pero sin que sus propósitos hayan logrado cambiar el eje del debate. Lo ha intentado también Edmundo Bal proyectándose como un espacio de diálogo necesario, pero con la paradoja que su partido ha sido uno de los que más ha hecho para que en Cataluña la política no salga del barro.
El mimetismo con la actual política catalana se hace visible en sus múltiples caras. Las elecciones del pasado 14-F acabaron centrándose en el mismo relato de los últimos 10 años y la larga y tediosa negociación entre ERC y Junts para formar Gobierno también gira entorno al mismo asunto, a pesar del cansancio generalizado en la sociedad catalana y que las fuerzas independentistas perdieron 600.000 votos.
En Madrid, las elecciones del 4-M habrán sido las de las terrazas abiertas entendidas como expresión del singular concepto de libertad que enarbola Ayuso, así como la amenaza que supondría la entrada de Vox en el Gobierno autonómico. Libertad, socialismo, comunismo, fascismo… han monopolizado los discursos. Hay que viajar hasta 1977 para encontrar un escenario semántico similar. El anterior correspondería a 1936…
Pero mientras el lenguaje político no sale de la crispación y las actuaciones de partidos y candidatos son puro tacticismo, la calle va a su propio ritmo. En las colas de las vacunas, la gente tiene otros temas de conversación y, cuando llegan a casa, sus preocupaciones no coinciden con las que se encuentran en el resumen diario de la campaña que emiten en televisión. Sucede en Madrid y en Barcelona, donde la política ya no aparece como un instrumento para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía.