El peso del destino
Ninguna crisis económica puede ser una excusa para recortar en derechos humanos.
Releo a Stefan Zweig. Me considero afortunado de no pertenecer a su generación: “la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como seguramente, ninguna otra en la historia”. Tengo cincuenta y ocho años. Mi generación, por ejemplo, ha soportado cuatro grandes crisis de diferentes consecuencias: la expansión del SIDA en los años ochenta, el 11 de septiembre del 2001 con la destrucción del World Trade Center y el posterior recorte de derechos, la crisis económica que se desarrolló del año 2009 al 2013 y, ahora, la pandemia del coronavirus. Siendo complicada, y a veces devastadora, la situación para mucha gente por la virulencia de estas crisis, nada puede compararse con los padecimientos de la generación de Zweig durante la I y la II Guerra Mundial, el nazismo y el estalinismo. Una parte de los sobrevivientes además, sufrieron un confinamiento colectivo tras el telón de acero que separó Europa en dos partes durante casi treinta años e interminables dictaduras en un mundo bipolar con dos imperios al mando de sus vidas. Los españoles sobrevivientes, además, soportaron una guerra civil y una de esas dictaduras que parecía eterna.
A diferencia de la generación posterior a la II Guerra Mundial que, a pesar de las dificultades, asistió al despegue de los derechos humanos como nunca antes en la historia y, protagonizó un sólido avance en libertades, mi generación, y, especialmente la de mi hija, que, como millennial, va a “sostener” en gran parte el peso de dos crisis económicas frustrantes, y la de mi nieta, sufre y sufrirá decadencia, cerrazón y fanatismo, si no lo remediamos. Los sucesivos sobresaltos han ido inoculando miedo a millones de personas: miedo a morir por contagio, de SIDA y de Covid-19; miedo al sexo, a la caricia, al beso, a la compañía de otros: miedo a los terroristas que atacaron a miles de personas en las torres gemelas y estaciones de tren en España el 11 de marzo; miedo a la pobreza, a la precariedad y al desempleo derivado de políticas de austeridad que deja a millones de personas a la intemperie, y este miedo nos puede hacer conservadores, aunque sea de lo mínimo, de lo miserable, y permitir, sin casi resistencia, que gobernantes de todo el mundo sientan la tentación de acabar con los derechos que nos hemos ganado y seguimos ganándonos cada día.
Pero igual que la generación que sufrió la II Guerra Mundial, con sus cincuenta millones de muertos, impulsó la Declaración Universal de Derechos Humanos -“todos nacemos libres e iguales en derechos-” desarrollada en leyes, constituciones y códigos penales, influyendo de forma decisiva en nuestra vida diaria, esta vez también podemos salir fortalecidos de esta crisis devastadora. El derecho al acceso a la salud, a la alimentación, a la vivienda (los llamados derechos sociales) han sido los patitos feos del sistema universal de derechos humanos. Muchas veces han sido violados para ajustar balances, equilibrar presupuestos y saldar deuda de una manera injusta, y este obligado sacrificio ha llevado a millones de personas a la miseria y a la desesperación. Otras veces, los recortes y violaciones de derechos civiles y políticos se han afianzado en nuestras sociedades tras escuchar cantos de sirena de gobernantes que proclamaban (y proclaman) la necesidad de sacrificar parte de nuestras libertades individuales en un supuesto altar de seguridad colectiva. Habrá que estar pendiente de las consecuencias que finalmente esta crisis sanitaria tiene sobre la economía. Pero desde luego, desde Amnistía Internacional lo hemos dicho en numerosas ocasiones: ninguna crisis económica puede ser una excusa para recortar en derechos humanos.
¿Y si esta vez fuera diferente? ¿Y si lográramos que nuestros gobiernos, no todos pero bastantes, actuasen de otra manera? ¿Y si consiguiéramos, por fin, que el derecho al acceso a la salud comience una tendencia global positiva de reconocimiento, y se fortalecieran, o se creasen, sistemas nacionales sanitarios que proporcionasen coberturas sanitarias universales? ¿Y si esta vez dejáramos atrás las políticas de austeridad que se ceban con los últimos de la fila y éstos, con el tiempo, se incorporaran a una clase media que, a medida que crece, proporciona estabilidad a un país o a un continente y se reducen las desigualdades? ¿Y si nos negáramos a aceptar que los recortes en libertades y derechos –el derecho a la circulación, el derecho a la libertad de expresión, el derecho a la privacidad, el derecho a no ser detenido arbitrariamente– vayan a ser permanentes y se queden con nosotros, para amenazar nuestra vida, una vez superada la emergencia social de la pandemia?
Stefan Zweig se suicidó el año 1942. Su lucidez no le hizo ver que aquello que más temía, un mundo gobernado por los nazis, iba a ser derrotado tres años después de su muerte. Carguemos con el “peso del destino” y, como la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, seamos capaces de promover, frente a gobiernos autoritarios, una salida de la pandemia que afiance nuestros derechos, los impulse, y que mi hija y mi nieta, y millones de personas más, no se apunten al miedo o tengan miedo de vivir.