El periodismo partidista
Entrevista con el historiador Marcus Daniel.
Me he interesado anteriormente por el periodismo teórico con la idea de comprender mejor los estudios de medios y las teorías de la comunicación. Ahora tenemos que pasar a la comprensión del periodismo práctico, el que se ha ejercido históricamente y no el que aparece modélicamente en los manuales de periodismo. Marcus Daniel ha escrito Scandal & Civility, análisis completísimo de un periodismo partidista que nació en los albores de la democracia estadounidense. Se puede (y se debe) leer esta entrevista como una contrahistoria de la prensa.
ANDRÉS LOMEÑA: Su magnífico libro destroza la historia de la prensa que me contaron cuando estudiaba en la facultad. Afirma que no ha habido ninguna Edad de Oro de la política estadounidense y tampoco una Edad Oscura del periodismo. Entonces, ¿deberíamos reescribir la historia del cuarto poder?
MARCUS DANIEL: Mi intención era, en efecto, impugnar las historias convencionales y marcadamente teleológicas del periodismo. Todas suelen destacar el triunfo de la objetividad y la profesionalidad, y al menos en Estados Unidos, se denomina esta primera época como la Edad Oscura del periodismo partidista. Los estadounidenses, mucho más que sus colegas europeos, aún se aferran a la idea de una prensa no partidista e imparcial, y el ideal de objetividad que subyace a esta posición es que los periodistas son meros mediadores de los hechos.
El ímpetu de Trump al hablar reiteradamente de fake news y la insistencia de sus críticos en los hechos se basan en esta creencia básica compartida. Parte de lo que quería hacer es cambiar esa idea y analizar la historia sobre la que se construyó. Para ello, tenía que mostrar el papel crucial de la subjetividad periodística en la creación de una esfera pública más democrática y en el perfeccionamiento de la cultura política. Los temas que plantearon aquellos periodistas son imprescindibles para entender los debates actuales en torno al periodismo con conciencia social.
¿Necesitamos, entonces, reescribir la historia del periodismo? Sí, del mismo modo que necesitamos reescribir la historia de prácticamente todo. Y en este caso necesitamos integrarla en una historia más amplia, la de la cultura política. Habría que arrebatársela a aquellos historiadores del periodismo tradicionales y cortos de miras que enseñan en escuelas profesionales de periodismo y que están comprometidos con un ethos profesional muy particular y con su supuesta evolución. No dejaríamos la historia de la medicina a los médicos y no deberíamos dejar la historia del periodismo a los periodistas.
En realidad, mi libro siempre aspiró a ser una historia de las ideas y de la cultura política más que del periodismo. Quería descubrir cómo los periodistas condicionaron el discurso político de su tiempo. Por eso mi investigación trata los periódicos como textos más que como un almacén informativo; esos textos tienen autores, al igual que las novelas o las historias de aquella época. Así era a finales del siglo dieciocho, cuando los periódicos se producían a pequeña escala y los llevaba un editor-impresor individual. Esto cambió en torno a 1840 o 1850, cuando los periódicos se hicieron organizaciones capitalistas a gran escala. En cualquier caso, sigo pensando que tenemos que alejarnos de las historias profesionalmente autocomplacientes que ofrecen un relato de progreso inexorable. Debemos conectar la historia del periodismo con un entendimiento de la ideología, la política y la sociedad.
Piensa en el periodismo de masas y la prensa amarilla de finales del diecinueve. Es evidente que la situación económica de la prensa y su concentración en manos de unos cuantos propietarios adinerados condiciona el mensaje, pero la respuesta política popular no se puede dar por sabida. Hay una cierta tendencia a ver la prensa única y exclusivamente como una fuente de manipulación; aunque no pretendo negar la forma en que la prensa moderna moldea la opinión pública, soy muy escéptico con la idea de que la prensa consigue fácilmente el llamado consentimiento manufacturado, lo cual se me antoja como el lado opuesto a las teorías conspirativas de la extrema derecha cuando critican los medios progresistas. Los periódicos cuentan a sus lectores noticias sobre el mundo y los historiadores necesitan entender qué representan esas noticias, cómo se forman, cómo se reciben y cómo encajan en la visión política de sus lectores.
A.L.: ¿Cómo fue esa lucha política y social? Cuesta reconstruir ese periodo desde la distancia.
M.D.: Creo que lo que ocurrió alrededor de 1790 fue probablemente único. El tiempo de los impresores y editores artesanales se había acabado. Los periódicos se convirtieron, en parte como resultado de la Revolución Estadounidense, en instrumentos de la guerra partidista y política y surge una nueva clase de editor: el profesional en el sentido de que ya no son impresores artesanos, sino editores cuya preocupación principal es sacar el periódico.
Esos hombres son abiertamente partidistas. Todavía no son parte del aparato político, aunque lo serán de forma gradual durante el siglo diecinueve. Son ideólogos genuinos. Yo los llamaría intelectuales orgánicos e independientes, hombres que han sido bien educados o que se han formado por sí mismos, y que sienten profundamente sus convicciones políticas. Primero aparecen en Estados Unidos durante los debates políticos acerca del sistema financiero de principios de 1790. El punto clave vendrá del extranjero más que de los propios Estados Unidos… me refiero a la Revolución Francesa, cuando se vuelve un tema político tremendamente polarizado y conduce a claras desavenencias en las coaliciones, antes revolucionarias y luego constitucionales. Al final de la década, la política estadounidense está profundamente dividida (un poco como pasa ahora) y los ciudadanos se asaltaban y se batían en duelo por las calles [Benjamin Franklin y George Washington reprobaban este tipo de violencia]. Editores de periódicos como Bache y Cobbett fueron culpados por esos desórdenes públicos y por el descenso de la urbanidad [civility]. Concretamente, se les señaló por sus ataques en prensa a la reputación personal de George Washington y otras figuras políticas ilustres.
En muchos sentidos, ellos también eran un síntoma de la naturaleza polarizada de la política estadounidense. Las leyes de sedición fueron en buena medida una respuesta a cómo la prensa, lejos de proclamar el amanecer de una nueva República ilustrada, llevó a los ciudadanos a una ciénaga de violencia física y verbal que amenazaba con desatar una guerra civil. Los paralelismos con la actualidad son más que evidentes. Al igual que Internet, que también ha levantado grandes expectativas, los periódicos se consideraron como la fuente de todos los males sociales, el origen del declive político y de una posible autodestrucción.
A.L.: The New York Times ha investigado la evasión de impuestos de Donald Trump, pero no sé si otros medios han dado la misma cobertura a este escándalo. El emprendedor Elon Musk, que apoya la candidatura de Donald Trump, ha sugerido calificar a los medios con notas por su falta de credibilidad. ¿Vuelve el periodismo partidista?
M.D.: El estúpido comentario de Elon Musk ilustra lo arraigada que está la idea, incluso para estadounidenses inteligentes, de una prensa objetiva y no partidista. Esas ideas están estrechamente relacionadas con las denuncias de Trump de que todo son noticias falsas. Espero que el periodismo partidista esté de vuelta, la verdad. Tengo la sensación de que hemos gastado demasiado tiempo criticando a la prensa por su falta de objetividad y muy poco asegurándonos de que somos lectores sofisticados y escépticos, aunque en cierto sentido ya lo somos.
No tengo ninguna duda de que, a pesar de las montañas de desinformación a las que están expuestos, los lectores actuales están mejor formados y son más expertos en el arte de la interpretación de lo que nunca han sido. Siempre me ha disgustado el énfasis que se pone en el poder de la prensa y su capacidad para moldear la opinión pública porque deja a algunos lectores fuera. Unos pocos ilustrados interpretarían la información adecuadamente, no como otros ciudadanos menos capaces, que sucumbirían a la manipulación informativa. Esta forma de verlo no es solo condescendiente y elitista, sino poco creíble e indefendible.
Las personas comunes son mejores lectores de lo que pensamos. Quienes creen tener una habilidad especial para discernir la verdad dentro de la vorágine informativa de la prensa e Internet están equivocados. No somos especiales. Hemos perdido la fe en la capacidad interpretativa de los ciudadanos corrientes. En parte, eso es una consecuencia de la obsesión por revelar y documentar las ideas absurdas que a veces parece albergar la sociedad. Montamos un espectáculo bochornoso sobre la ideología popular, que incluye movimientos como QAnon… o el hecho de que el setenta y cinco por ciento de los estadounidenses nunca hayan oído hablar de Napoleón (¡me he inventado el dato, que conste!). No es que constatar algo así no sea importante y lamentable, pero no es nada nuevo. Las teorías de la conspiración crecieron en el siglo dieciocho. Durante las elecciones presidenciales de 1800, cuando Jefferson fue elegido, sus adversarios escribieron ríos de tinta para vincularle con una conspiración secreta de los Iluminados de Baviera, que querrían transformar Estados Unidos en una república pagana y revolucionaria. Los chiflados siempre han existido y no creo que ahora sean más numerosos que antes.
A mi juicio, Trump ha forzado a los ciudadanos a hacer un curso intensivo en hermenéutica. Espero que el resultado sea positivo el tres de noviembre. Lo que temo es que incluso si gana Biden, lo cual parece probable ahora mismo, los estadounidenses recaigan en la retórica familiar y comodona del pasado, restaurando el consenso político respecto a la búsqueda constante e imprecisa de la objetividad y la verdad.
A.L.: ¿Algún titular para terminar?
M.D.: Estoy escribiendo un libro sobre el papel de la esclavitud en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Los esclavos huidos durante y después de la guerra fueron los primeros refugiados del nuevo Estados Unidos. Las primeras peticiones de reparación vinieron de sus propietarios, que exigieron indemnizaciones a los ingleses por sus propiedades perdidas. No fue un gran comienzo.