El nacionalismo y las pasiones
Las pasiones constituyen una parte fundamental del ser humano. Desatan fuerzas muy poderosas y, por eso mismo, tenemos con ellas una relación conflictiva. Nos fascinan, pero también nos causan temor. Sabemos que, puestas al servicio de una buena causa, pueden producir resultados extraordinariamente positivos. Pero cuando se dejan arrastrar en la dirección equivocada ocasionan también grandes tragedias.
El nacionalismo es una pasión. La turbulenta historia del siglo pasado, en cuyas numerosas masacres desempeñó un papel muy activo, ha estigmatizado el término. El terror desencadenado por los nazis es una buena prueba de los desastres que puede provocar cuando lo manipula gente sin escrúpulos. En España, tuvimos la dictadura franquista. Limitándonos al periodo actual, el nacionalismo es responsable de los tres mayores ataques que ha sufrido nuestra democracia en sus cuarenta años de existencia: el golpe de estado de Tejero, el terrorismo de ETA y la ofensiva del independentismo catalán de estos últimos años.
En este contexto, muchos han considerado necesario diferenciarlo del patriotismo, el sentimiento natural de apego a una comunidad determinada. Según esa interpretación, mientras que el patriotismo se manifiesta en términos positivos, como amor a lo nuestro, el nacionalismo se basa en la consideración de que nuestro grupo es superior a los demás. Su dinámica es negativa, casi enfermiza, y se nutre, más que del amor a lo propio, del odio a lo ajeno. Cuando Charles De Gaulle diferenció entre los dos conceptos, tenía, sin duda, buenas razones para hacerlo. Era un ferviente patriota y su querida Francia acababa de ser humillada por la agresividad expansiva del nacionalismo alemán.
La distinción se ha popularizado, pero no parece que se asiente sobre bases muy sólidas. ¿Es posible que se produzca un patriotismo de carácter amable, sin que el amor a lo propio implique hostilidad hacia un otro que se considera amenazante? Todo hace pensar que no. Esa forma de sentimiento solo podría darse en una comunidad que existiera en una burbuja, aislada del resto de la humanidad. En la realidad en que vivimos todo grupo nace y se desarrolla en un contexto determinado, por lo que es inevitable que se integre en un eje de relaciones con los grupos de su entorno. Y esas relaciones suelen ser conflictivas.
En La civilización y sus descontentos, aseguraba Freud que solo es posible unir a un número elevado de personas en un proyecto común, si se deja fuera a otro grupo sobre el que proyectar su agresividad. Diversos estudiosos del fenómeno confirman lo atinado de esa observación. Todas las identidades colectivas se forman en un entorno caracterizado por la rivalidad y las relaciones agresivas. Liah Greenfeld, en su estudio sobre los orígenes del nacionalismo moderno, analiza cinco ejemplos que considera paradigmáticos (Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia, USA), llegando a la conclusión que, en todos ellos, los países adquieren sus rasgos distintivos como consecuencia de un proceso en el que el amor a lo propio está estrechamente ligado a sentimientos negativos hacia las sociedades de su entorno.
Pero si el apego a mi grupo implica necesariamente rivalizar con los otros, ¿cómo evitar que el nacionalismo se convierta en una fuerza destructiva? El asunto es especialmente grave en sociedades como la española, en que distintos nacionalismos ocupan (y se creen con derecho a ocupar) el mismo espacio. Una circunstancia, por otra parte, que tiene poco de excepcional. Más bien podría decirse que es la norma.
Proponer que el nacionalismo debería no existir es inútil. El hecho es que existe y no parece que vaya a dejar de hacerlo en un futuro cercano. Incluso podría cuestionarse que sea bueno que desaparezca. Un país sin nacionalismo (o sin patriotismo, si es que preferimos denominarlo así) sería como un ser humano sin pasiones. Amorfo, apático. Las pasiones, como el fuego, no son ni buenas ni malas en sí mismas. Depende de cómo se usen.
El nacionalismo posee una enorme capacidad para generar entusiasmo. Y ese entusiasmo, si se sabe emplear, puede convertirse en un potente motor de actividad y energía creadora. Mal encauzado, sin embargo, se transforma en un peligroso agente destructor que arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Incluyendo al portador. El reto está en conseguir emplear de manera constructiva las poderosas fuerzas que desata.
La distinción que debemos hacer no es entre patriotismo y nacionalismo, que vienen a ser lo mismo, sino entre un nacionalismo usado de manera inteligente y otro que se deja cegar por el entusiasmo. O, lo que es lo mismo, entre un nacionalismo que saca el mejor partido de sus fuerzas y sabe comprender sus límites, y otro que, dejándose llevar por el idealismo, toma decisión carentes de sentido práctico. Y que, frecuentemente, perjudican sus intereses. Si los alemanes hubieran podido adivinar en los años treinta cómo quedaría el país en 1945, de seguro que la historia europea del siglo XX habría sido muy diferente.
Tomemos como ejemplo el terreno de los deportes, en el que suelen sublimarse este tipo de conflictos. Sería absurdo pretender que los forofos del Barcelona deseen lo mejor para su equipo, sin que les preocupe lo que haga o deje de hacer el Real Madrid. Para un aficionado culé, tan importante es que gane su equipo como que pierda el rival. Y es lógico que así sea. La fuerza de ese “odio compartido”, por así decirlo, ha generado una dinámica de tal intensidad que la rivalidad entre los dos equipos ha alcanzado dimensiones planetarias. Pocos equipos hay tan conocidos en todo el mundo como el Real Madrid y el Barcelona. Pocos partidos generan tanta expectación en los cinco continentes como El Clásico. Yo vivo en Los Ángeles y lo digo por experiencia. A pesar de que en este país el fútbol no es un deporte popular. Nigerianos, salvadoreños, iraníes…, cuando averiguan que soy español, no tardan en hacerme la pregunta: ¿del Madrid o del Barça? La cuestión no deja de ser sorprendente. ¿Cómo han conseguido esos dos equipos que medio mundo esté pendiente de su rivalidad?
La competencia con un adversario poderoso al que se intenta por todos los medios superar, genera una gran energía. Tendemos a pensar que el conflicto es negativo, pero no tiene por qué serlo. Más bien, lo negativo es la ausencia de conflicto. El conflicto sirve de estímulo y puede convertirse en un poderoso factor de superación. Solo es negativo si permitimos que desate fuerzas destructivas. Si lo entendemos como una oportunidad, se convierte en una oportunidad. En una Europa en la que los nacionalismos empiezan a manifestarse con fuerza, el futuro de la Unión Europea no dependerá de que se eliminen (puesto que es imposible), ni muchos menos de que neguemos su existencia, ya que eso sería engañarnos, sino de que sepamos usarlos con inteligencia. En definitiva, se trata de conseguir que contribuyan a fortalecer, no a debilitar; a unir, no a dividir; a crear, no a destruir. El futuro de España (y de Europa) depende de que sepamos ofrecer una solución imaginativa a ese reto.