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El salvamento del Levante español

El salvamento del Levante español

La impreparación del territorio español ante esta catástrofe meteorológica ha sido la causante de un balance tan luctuoso: 231 víctimas mortales es un saldo excesivo no solo en España sino en la bibliografía.

Imagen del esfuerzo conjunto de afectados, voluntarios y miembros de las Fuerzas Armadas, tras la DANA, que ha podido verse durante el discurso navideño del rey(EPA) EFE

La catástrofe causada por la Dana del 29 de octubre pasado, con un saldo provisional de 221 muertos y unas pérdidas materiales incalculables, no ha sido un suceso fortuito y singular más de los que periódicamente han atacado al levante español con resultados con frecuencia letales y desde luego imprevisibles. La gota fría o ‘depresión aislada en niveles altos’ (el acrónimo dana) de aquel día fatídico, definida meteorológicamente como sistema convectivo de mesoescala, se debió a unas lluvias torrenciales de más de 600 litros/m2 en algunos observatorios de la red meteorológica de la AEMET, con la estación Mas de Calabarra, en Turís, a la cabeza con casi 772 l/m2. Los datos de la AEMET confirman que la gran tormenta, en términos estadísticos, fue la mayor que podría ocurrir en 1.000 años (como es sabido, ese periodo de retorno se utiliza para calcular técnicamente la resistencia que deben presentar las infraestructuras frente a las solicitaciones de cualquier tipo).

La impreparación del territorio español ante esta catástrofe meteorológica ha sido la causante de un balance tan luctuoso: 231 víctimas mortales es un saldo excesivo no solo en España sino en la bibliografía. La gran inundación del Misisipi de 1927, que cubrió con una lámina de agua de hasta 10 m de profundidad una extensión de 27.000 km2, y que llevó al gobierno federal a construir el sistema más extenso del mundo de diques y cauces de alivio, provocó el desplazamiento de grandes muchedumbres que se asentaron en las ciudades industriales de más al norte, pero causó con toda su virulencia un total de apenas 267 muertes.

Las inundaciones comparables españolas en fechas relativamente frecuentes fueron las de Valencia en 1957, que se saldaron oficialmente con 81 muertos, y las del Vallés catalán, en 1964, por desbordamiento del Besós y sus afluentes, que provocaron entre 600 y 1.000 víctimas. Tras la catástrofe valenciana, el cauce del Turia fue modificado mediante una obra gigantesca y tras el desastre de Cataluña, el río Besós fue encauzado sobre un lecho ensanchado y con defensas suficientes de hormigón.

De ello se infiere que, tras la Dana de noviembre, se impone una reacción política que desemboque en una solución técnica de gran envergadura que supla las carencias que han hecho posible esta tragedia colosal, probablemente impropia de un país con nuestro grado de desarrollo socioeconómico. Pero el caso no es tan sencillo: como lo prueba la relación histórica de inundaciones en el Levante español, prácticamente toda la costa este y sureste de la península está expuesta a fenómenos semejantes. Con la particularidad de que, a consecuencia del calentamiento global, la temperatura del Mar Meditérraneo se ha elevado al parecer de forma irreversible, por lo que la inestabilidad meteorológica causada por la entrada por el norte de aire frío será cada vez más pronunciada y temible.

Dicho en otros términos, la toma en consideración del cambio climático nos obliga a revisar los mapas disponibles de zonas inundables. Ya no bastará por tanto la técnica de “tapar agujeros” en la zona afectada esta vez: habrá que revisar prácticamente las cuencas orientales y toda la zona de costa para detectar las carencias más graves y prevenir los siniestros más probables.

Las infraestructuras de regulación de los ríos se calculan con periodos de retorno de 500 años. Es decir, están teóricamente preparadas para contener la mayor avenida previsible en ese periodo. Pero este dato, que se calculaba con métodos estadísticos más o menos fiables, ha variado por la razón antedicha, de manera que, para conservar los coeficientes de seguridad anteriores al cambio climático, habrá que reforzar las estructuras —las presas, los azudes, los puentes, los diques de contención, etc.— para adaptarlas a las mayores reclamaciones.

Se impone, pues, la necesidad de revisar todos los elementos protectores del Levante español para prevenir los efectos de las futuras inundaciones, y muy especialmente para garantizar que no se producirán más víctimas personales. Estamos ante una obra ingente que quizá no se complete en una sola generación pero a la que deben aportar su empeño y su esfuerzo todas las instituciones y toda la ciudadanía del Estado. En realidad, ya deberíamos estar embarcados todos en esta inaplazable iniciativa.