"El coronavirus cada vez está más cerca... todos somos sospechosos"
El testimonio de una joven española de 18 años en China: "Esta mañana he visto una señora en la calle con gafas de bucear. Todos desconfían de todos".
Salir de casa y observar las avenidas de Suzhou completamente vacías es impactante. En una ciudad con una actividad efervescente, donde el espacio vital es un lujo, el aspecto desolador de sus calles y centros comerciales semivacíos conforman un escenario propio de una película distópica. El incesante discurrir de motos eléctricas que se entremezclan con automóviles y peatones, formando una coreografía imposible, se ha trasformado en un conjunto de grandes avenidas semi-desiertas. El ruido habitual del tráfico (aquí se usa más el claxon que el intermitente) se ha convertido en un silencio inquietante.
En 1990 Suzhou tenía una población de apenas un millón de personas. Hoy la cifra de habitantes sobrepasa los 10 millones. Suzhou es una ciudad que refleja el paradigma del colosal desarrollo económico chino, con la particularidad de que ha atraído mucha población de clase media alta y formación universitaria. De hecho, es la tercera ciudad por renta per cápita de la China continental.
Llegué a China el 17 de enero, casi a la par que las primeras señales de alarma del virus de Wuhan. Suzhou está a 750 kilómetros de Wuhan. Desde una óptica española, la distancia parece importante. Es similar a la distancia que separa Logroño (mi ciudad) de Granada. Sin embargo, la eficiente red de trenes de alta velocidad chinos transforma esa distancia en un fugaz viaje de poco más de tres horas. Así que realmente no estoy tan lejos del epicentro.
El 26 de enero fui a patinar a una pista de hielo situada en uno de los imponentes centros comerciales de la ciudad con mi amiga Jinjin. Al llegar a la pista nos informaron de que acababan de recibir un comunicado del Gobierno chino, instando a cerrar el centro por un periodo de al menos dos semanas o hasta nuevo aviso.
Desde ese día de patinaje frustrado, los controles han aumentado a un ritmo vertiginoso a lo largo y ancho de la ciudad. La mayor parte de actos de celebración del año nuevo fueron suspendidos y en general, cualquier actividad que implique una concentración de personas ha sido cancelada. Por cierto, una concentración normal de personas en China equivale a una marea humana en Occidente pocas veces vista. Moverse en este tipo de actos es como cruzar todos los vagones de un metro en hora punta, lo que multiplica el riesgo de contagio de manera exponencial.
La mayoría de la población vive repartida en grandes urbanizaciones de rascacielos de una media de 25 plantas, cuyas entradas están reguladas por guardias. En mi urbanización en concreto, al igual que en la mayoría de ellas, al regresar debo pasar unos controles que implican contestar un cuestionario en el que se pregunta si en casa hay gente que ha visitado Hubei o si hay alguien en casa que muestre algún síntoma. Los guardas están provistos con termómetros láser que miden la temperatura corporal en fracciones de segundo. Así pues, cada vez que vuelvo a casa, me enfrento al control rutinario en el que el guarda apunta a mi frente con su dispositivo y mide mi temperatura. Los guardas están convenientemente equipados con monos desechables, cubre zapatos, máscaras, gafas y guantes, lo que contribuye a que ese momento sea más cinematográfico. No puedo evitar recordar algunas escenas de la serie Chernóbil.
A pesar de que soy consciente de que no he contraído la enfermedad, cada vez que me enfrento a los controles es inevitable pasar un pequeño momento de ansiedad que desencadena una serie de pensamientos que se suceden precipitadamente. Por fortuna esos pensamientos se van tan rápido como llegan cuando el guarda me dice “35 du, ni bu leng ma?” (35 grados, ¿no tienes frío?).
En ese momento puedo regresar a mi vida normal, o lo que se entiende por normal en esta situación. Si la temperatura es normal permiten el acceso y si no la persona es inmediatamente trasladada al hospital y aislada.
La vida por aquí ha cambiado bastante. Antes todos los días recibíamos llamadas telefónicas preguntando si queríamos comprar una casa o invertir en el mercado inmobiliario. Ahora todos los días recibimos llamadas preguntando si hemos estado en Hubei o en Wuhan y si hay alguien en casa que muestre síntomas del virus. Lo que no ha cambiado es la respuesta; siempre es “no”.
Las medidas profilácticas propician escenas propias del teatro del absurdo. Hace un par de días tras un accidente de tráfico sin lesionados, los implicados, en lugar de resolver el asunto conversando, intercambiaron su contacto de WeChat y comenzaron a discutir a través de mensajes de audio cada uno desde su coche.
El ascensor de mi edificio luce un nuevo complemento. La botonera ha sido cubierta por una pieza de plástico que se reemplaza cada tres horas. Un cuadrante deja constancia de quién lo ha sustituido y a qué hora. Un vecino motivado impregna de manera furtiva ese plástico con un líquido desinfectante de olor similar al zotal.
Esta mañana al salir de casa he visto una señora en la calle con gafas de bucear. Ha llegado un momento en el que todos desconfían de todos. Paseando por calles semidesiertas, la gente llega incluso a cambiar de acera para evitar la cercanía. Los padres atan en corto a sus niños y les prohíben de forma evidente el contacto con otros niños o mayores. La gente baja la mirada al cruzarse con un extraño. Todos somos sospechosos. El uso de guantes se ha generalizado y hace días que no es posible encontrar mascarillas. Nosotros somos afortunados. Hemos conseguido un suministro de mascarillas en Corea.
El coronavirus cada vez está más cerca y están aislando algunas urbanizaciones por completo. Quizá incluso cierren la mía en breve.