El amor, el elefante y el fin del mundo
El futuro iba a ser mejor, cada día íbamos a ser más felices pero no está siendo así; tal vez sea nuestra malsana necesidad de información.
El horror reina en nuestras vidas. El futuro iba a ser mejor, cada día íbamos a ser más felices pero no está siendo así; tal vez sea nuestra malsana necesidad de información, con esta obligación de saber qué ocurre en Kuala Lumpur para opinar inmediatamente en redes sin saber siquiera dónde está Kuala Lumpur. El primer día del año comenzó su historia periodística con la violación de tres chicas norteamericanas por tres chicos afganos en Murcia. Más allá del horror que las tres jóvenes vivieron, el origen de los seis y el lugar de los hechos hace que todo sea tan simbólico, tan literario... El resultado real es miedo. La violación ocurrió en el edificio que hay frente a mi casa, en el barrio de Santa Eulalia, un barrio tranquilo y divertido en el que el miedo ha tomado el bastón de mando, pero no solo nos atemorizan miedos cercanos.
Dos días después (ayer) Donald Trump ordenaba asesinar a Qasem Soleimani, general en jefe de las tropas iraníes de operaciones exteriores, en el aeropuerto de Bagdad. Nuevamente los orígenes de agresor, agredido y el escenario de los hechos forman un triángulo que, al igual que en el primer suceso, revertirá negativamente en el lugar en el que tuvo lugar la acción, si bien ambos están jodidos: Murcia con su nuevo Mar Muerto e Irak… bueno, Irak está jodido y bien jodido. Lo verdaderamente espantoso del asesinato de Soleimani no es su muerte, no parece que un alto mando del ejército de un país que ahorca a los homosexuales sea una persona cuya pérdida lamente la humanidad. Lo terrible es la escalada que esto producirá. El viejo reloj atómico que avisaba de la proximidad del fin del mundo vibra y se acelera, y todos tenemos un poco más de miedo.
Yo me bajé ayer de ese tren. Dejé de leer noticias y saqué un álbum de fotos de cuando Carolina y yo éramos novios, a principios de los 90. Quedé súbitamente enganchado a imágenes no vistas desde hace más de una década y toda la actualidad se desvaneció, cambié información por realidad, por una realidad histórica propia de la que se ha borrado el dolor, la inseguridad y los miedos de cuando fui tan joven, tan rabiosamente emocional. Las fotos de esa época tienen una verdad muy superior a las de ahora porque no se podía elegir. Todo es inmediato, hasta cuando posamos. Todo es como fue y no como ahora, que borramos diez fotos para quedarnos con la que queremos que los demás vean, que suele ser la que menos se parece a nosotros y más a alguien de la tele o el cine.
Entre las fotos apareció una de el Safari Park de Elche en la que la elefanta Babati me está afeitando. Suena raro pero es lo más normal del mundo. Eran nuestros primeros días juntos y yo quería impresionarla. Estábamos viendo el espectáculo de la elefanta y pidieron un voluntario. Lógicamente levanté la mano como si me la estuvieran quemando por debajo, como un muelle, como un dirigente de Vox escuchando el caralsol, como Superman deteniendo deteniendo la bala que va a matar a Lois Lane. Levanté la mano y me pusieron un mantel de hule. Babati tenía una cuchilla de madera gigante e inofensiva y una brocha gigante con la que me cubrió la cara de espuma. Luego me afeitó cuidadosamente y finalmente me escupió agua con su trompa en la cara. Salí peinado, aplaudido por decenas de niños de un colegio y me cuidé bien de no besar a Carolina, pero creo que desde ese día sabe que haría cualquier cosa para que me quisiera. Nada de esto tiene interés periodístico, estoy malgastando un espacio de visibilidad precioso, lo sé, pero no quería hablar de muertes, violaciones, catástrofes naturales, más muertes, corrupción, políticos mediocres, más muertes, dolor, guerra en Siria, más muertes. Quería hablar de mi novia y de mí, tan simple y tan aburrido.
Tal vez no estaría mal abandonar la tablet y el móvil, dejar los periódicos y buscar el álbum de fotos. Tal vez no tengamos que saber nada más, quizá haya que entender que a hay un límite en el dolor ajeno que podemos asumir como nuestro. No es egoísmo, es que no hay que sentir remordimientos por ser feliz ni hacer de nuestra vida un valle de lágrimas si hemos sido afortunados. Yo lo soy y lo he sido, aunque no sé si tanto como aquel día en que me afeitó Babati y mi chica se sintió orgullosa por ello.