Diez días que no conmovieron al mundo
El Gobierno de Israel ha arrancado cuanto pudieran llegar a ser a generaciones enteras de exiliados en su propia tierra.
La aldea de los Montes de Toledo en que nací, y que ustedes conocen —por mi cabezonería— casi mejor que yo, se parecía en mucho a la Siberia que retrató Konchalovsky: aislada, preocupada solo por lo suyo, tan doblado el espinazo sobre la tierra que apenas daba el día para echar un vistazo al cielo, no fuera a llover.
Mi padre me contaba que tardaron sus buenas semanas en enterarse de que había empezado una guerra, aunque las noticias de la victoria, aireada por una inesperada eclosión de camisas azules y un bosque de brazos alzados, llegaron con mayor puntualidad.
Reconozco que yo tampoco me esfuerzo por mantenerme informado. Me bastan el matutino recorrido por El Huff y la costumbre del periódico con los churros; si bien fío el conocimiento de la actualidad a los comentarios que se deshilachan en la cocina mientras la olla exprés exige silencio y lloran las cebollas.
Por eso atribuí a mi mala cabeza (uso sombrero para esconderla) la ignorancia que atesoré de los bombardeos israelís sobre la Franja de Gaza, un capítulo más de la novela de terror que los diversos gobiernos hebreos escriben al alimón sin hacer caso de los consejos de estilo —que siempre son consejos éticos— de diversos organismos internacionales; pomposas organizaciones que solo son siglas sustentadas sobre un pantano de burocracia.
Pero he descubierto que mi desidia ha resultado contagiosa. Me ha costado encontrar noticias acerca de la barbaridad que ha tenido lugar en Palestina, cuyos dátiles, carnosos y dulces, dejan un gusto final a sangre, pólvora e injusticia.
Incluso me atreví a ver con atención el tranco inicial de un informativo de televisión, ese en que se avanzan las noticias principales que deja la jornada. Después del habitual baile de cifras de ingresados, vacunados y difuntos con el que se quiere demostrar a toda costa que este gobierno es pérfido, la última que los redactores creyeron digna de ser resaltada fue la llegada a Benidorm del primer batallón de jubilados que el Imserso deja caer por estas fechas.
Después, los deportes. Y después, el asco con que apagué el cacharro que destilaba, entre tanto ruido, nada más que silencio.
Once israelís muertos y más de 200 palestinos, víctimas directas de los bombardeos que no son tales, sino tiro al blanco en la barraca tramposa de la Franja, donde se hacinan centenares de miles de personas esperando el disparo que ni un ciego podría fallar.
No han muerto 200 palestinos. En puridad, estoy convencido de que la cifra de víctimas de esta última demostración de fuerza desproporcionada y sádica ha sido mucho mayor.
Un leve atisbo de esperanza: el New York Times ha tenido la decencia de publicar 67 fotografías de víctimas reconocidas bajo un titular escueto e implacable: Solo eran niños.
Matar a un hombre es terrible; le quitas no solo todo lo que es, sino todo lo que podría llegar a ser. Lo escribió David Webb Peoples, espero que en la madrugada, mientras avanzaba por los laberintos de la culpa y la redención de una película del Oeste sabia y atroz; una película que es un espejo en el que no sabemos contemplarnos.
El Gobierno de Israel ha arrancado cuanto pudieran llegar a ser a generaciones enteras de exiliados en su propia tierra; tanta metralla acumulada en la carne, tanta explotación, tanta desesperanza…
Y no dejo de preguntarme por qué ese empeño en ahogar en pólvora cualquier intento de convivencia; qué oscuro beneficio se extrae de la guerra perpetua.
Esta vez, han parado gracias a la mediación de Egipto, país que aún mantiene demasiadas heridas abiertas y, quizás por eso, sabe que 70 niños reventados pesan más que las Pirámides.
Pienso en las casas destruidas, en los enseres aplastados por los escombros. Una casa guarda también una vida; una ruina es también un miembro amputado.
Nos parece terrible, y en ocasiones lo es, conseguir un lugar para vivir tras años de pagar una hipoteca inclemente que no entiende de dolor, de necesidades, de escasez, que reclama cada primero de mes su porción sangre.
Pero no atisbamos la agonía de alzar paredes de adobe, blandas e insuficientes, como las que tantos palestinos yerguen a la espera de la próxima explosión.
Cómo olvidar a mi padre en medio de la noche, amasando tierra, agua y paja que el sol convertiría en adobes. Después, el día lo encontraba camino de la siega, sobre su mula de niebla, embarrado y silente como los guerreros que custodian la tumba de un emperador.
Quebrado el hormigón, doblado el hierro, en las ciudades de los palestinos, en las que todo es periferia, seguirán floreciendo esos bloques blandos y pobres.
El día que se conviertan en ciudades fantasmas, si es que no lo son ya, aunque sus espectros todavía dibujen sombras en el suelo, tampoco nos importará.
Si es cierto que el silencio hace cómplices, el desprecio crea criminales. Y yo, impotente, he pensado durante 10 días ominosos en cambiar mi nombre para atemperar la vergüenza.